CORAZÓN DE ARAÑA NEGRA
Por Jerónimo García Riaño*
Noches de salsa, así eran las noches en Senegal. Noches en un pequeño sótano de un edificio viejo, con poca luz y un olor dulce que lo hacía acogedor. Noches con fotografías y cuadros de músicos antillanos: Ismael Rivera, Los Hermanos Lebrón, Cheo Feliciano, Eddie Palmieri, Tito Puente, Celia Cruz, Toña La Negra, Rubén Blades… Un retrato del perfil de Ismael Miranda, pelo enroscado y aferrado a su cabeza, cara delgada y bien definida, tiene su boca pegada a un micrófono negro y unas maracas en sus manos, ¿qué canta?, tal vez «Voy para la luna» con la orquesta de Larry Harlow.
Noches de salsa. Noches donde tambores, trompetas y voces rugían en un solo pregón por los grandes bafles que cercaban el lugar. Noches con fantasmas embotellados que poseían cuerpos llenos de licor, y los levantaban de sus sillas para ponerlos a bailar en una sola danza, un danzón, una guajira, un chachachá, un guaguancó, hombres y mujeres, emparejados, cogidos de las manos, abrazados, entre sonrisas, una charla al oído, una mirada tímida, deseosa, un beso, un paso de baile, zapatos de charol, maracas, campanas, clave sencilla de cinco golpes. Noches de salsa. Noches con grandes y cómodos muebles ajustados a unas mesas, sentaderos de copas y botellas; con un espacio reducido que servía como pista de baile para los poseídos. Noches donde brotaba el aire bohemio y de bajo mundo. Noches de salseros, de coleccionistas y melómanos. Noches de salsa…
En una de esas noches, Senegal cumplió dos años. Wilson, el hombre calvo dueño del bar y de la música, organizó una gran fiesta de aniversario e invitó a todos sus clientes y amigos para celebrar el cumpleaños.
—Hoy vamos a ir de rumba con un amigo mío —me dijo Sebastián mientras íbamos de camino hacia la salsoteca.
Mi amigo Sebastián Peña se reconocía, sobretodo, por su altura. Su ropa parecía la de un gigante, lo arropaba una gran carpa de circo. Cuando me saludaba, su mano se devoraba la mía en un fuerte apretón. Le gustaba mantener su pelo corto y engominado. Dueño de una fuerte carcajada y de unas gafas de grandes lentes que escondían la verdadera dimensión de sus ojos. Un hombre de pocos amigos, por momentos se cubría en un manto de prepotencia y orgullo que terminaba por aislarlo de los demás. Era bondadoso. Aprendió a bailar con estilo y elegancia después de pagarle a mucha gente para que le enseñaran algunos pasos. Cuando entraba a la pista de baile, algunas veces se ganaba la admiración de los hombres y en otras el sexo de las mujeres. Pero existía una canción que cuando sonaba, todos los que estábamos en la salsoteca, buscábamos a Sebastián para verlo bailar: Alma Jarocha de Mario Muñoz Papaíto, su canción preferida. Se quitaba sus gafas, como si la música le agudizara la vista, las guardaba en el bolsillo de su camisa o las dejaba encima de la mesa, buscaba a su pareja, la tomaba de la mano y la llevaba a la pista para comenzar la danza, una especie de ritual de apareamiento.
Alma de Jarocha que nació morena
Tarde que se mueve con vaivén de hamaca
Tarde perfumada con besos de arena
Tarde que semejan paisaje de nácar…
…Con vaivén de hamaca
Ni se sufre ni se llora
Con vaivén de hamaca
Sebastián amaba el ambiente de las fiestas.
Al llegar a la salsoteca, su amigo nos esperaba en la puerta de entrada. Era un hombre bajito y moreno, con el pelo negro y liso, de orejas grandes y tenía unos ojos pequeños y escondidos que lucían tristes.
—Rubén, tiempo sin verlo —le dijo Sebastián mientras lo abrazaba.
El hombre también lo apretó en un abrazo. Sus manos se aferraron a la espalda de Sebastián y arrugaron su camisa. Empezó a llorar.
—¡Hoy la vi!, la vi con otro tipo —dijo con su voz ahogada bajo los brazos de Sebastián.
—¿A quién vio? —preguntó Sebastián.
—¡A Liza! —El llanto se convirtió en una serie de gritos que no podían ocultarse bajo la música de la salsoteca. En ese momento imaginé que tal vez, los que estaban dentro del bar, buscaban confusos al creador de esa algarabía.
—Terminó con su novia y está despechado —me dijo Sebastián. El abrazo se acabó y le dijo a Rubén:
—Le presento a un amigo.
—Qué pena, hermano —me dijo mientras se quitaba sus lágrimas con la camisa—. Rubén Lara. —Me tendió su mano y al apretarla, sentí esa densa humedad que soltaban sus ojos.
—Alfredo Tafur —le respondí con compasión.
Entramos a Senegal y nos acogió una gran fiesta de aniversario. Sonaba Feliz cumpleaños de Ray Pérez.
Una mujer negra y envuelta en un traje amarillo, que resaltaba su delineado cuerpo y le daba un tono de firmeza a sus piernas largas que terminaban en otro amarillo, el de los tacones, se levantó de uno de los muebles del bar, se acercó a Sebastián y le dio un abrazo lleno de deseo (las arrugas que dejó el abrazo de Rubén en su camisa, desaparecieron con las suaves caricias que la negra le dio a su espalda). Ella era la mujer que Sebastián había conseguido para esa noche.
—Hola, niño —le dijo ella.
—Hola, Amanda. ¡Qué bueno que viniste! —respondió Sebastián—. Te presento unos amigos.
Se alborotó un cruce de manos extendidas.
—Alfredo.
—Amanda.
—Rubén.
—Amanda…
Sebastián nos llevó a la mesa que había reservado para esa noche. Estaba en un rincón, al lado del baño, escondida de la poca luz que se agotaba en el camino. Amanda y Sebastián se apoderaron del mueble. Rubén y yo tomamos dos sillas reservadas para otra mesa y nos sentamos frente a ellos. Parecía una mesa familiar, rodeada por padre y madre sentados en el mueble principal y sus dos hijos dispuestos en dos pequeñas butacas.
—¿Qué desean tomar? —preguntó Amador cuando se acercó a nosotros. Era el mesero y un conocido nuestro; cómplice de muchos secretos revelados entre copas de licor.
—¡Ron!, Amador —respondió Sebastián—. Es el trago que le gusta a Amanda.
—¿Algún pasante? —preguntó Amador.
—Agua —dijo Rubén.
—Coca cola —replicó Amanda.
—Coca cola, entonces —dijo Sebastián.
—¡Listo! —concluyó el mesero.
Amador se fue con la orden y regresó con sus manos sosteniendo la bandeja que traía la botella, las copas, los vasos y la gaseosa; esquivó bailes y movimientos de cadera, también bailaba con su pedido. Descargó la bandeja sobre la mesa y luego, siendo ese el final de un afortunado viaje, bajó la botella de ron, la de Coca Cola y las copas. Abrió la botella y después de llenar las copas y ponerlas al frente de cada uno de nosotros, la acostó como si fuera una borracha. Luego de la bandeja descendió dos grandes vasos, puso uno frente a Sebastián y el otro frente a Rubén, abrió la botella de gaseosa y los llenó de Coca cola.
—¡Listo! —le dijo el mesero a Sebastián.
Sebastián no respondió, besaba a su mujer.
—Gracias —le dije.
Mientras el mesero se alejaba de la mesa, sonaba «Llueve que llueve» de Sergio Rivero.
Esa noche Rubén tenía una pena y estaba solo y su amigo se besaba con Amanda. Entonces decidió desahogarse conmigo, el recién aparecido.
—Extraño a Liza —me dijo. Miraba la botella acostada en la mesa.
—¿Qué fue lo que pasó? —le pregunté.
—Hace dos meses se fue.
—¿Para dónde?
—Para ningún lado, me terminó. ¡La relación se acabó!
—¿Por qué?
Rubén no respondió, se levantó de la mesa y caminó hacia la barra; con su cuerpo apartó sillas, mesas y bailarines. Se acercó a Wilson y le habló al oído. Después de escuchar con atención, Wilson sonrío y asentó con la cabeza, Rubén respondió dándole una palmada en la espalda en un gesto de agradecimiento, y regresó por la misma ruta para llegar a la mesa, como si fuera su camino construido por años.
Me miró, tomó un trago de ron y un poco de aire, se sentó en la silla y volvió a mirarme resignado, olvidó la pregunta que le hice y empezó a contarme:
—A Liza la conocí hace dos años. Yo era profesor en un instituto y enseñaba matemáticas a los pocos que iban a esa clase. Liza estudiaba ahí mismo, pero nunca fui su profesor. Siempre se cruzaba en mi camino y me esperaba en algún lado del instituto para coquetearme, «buenas noches, profe», «siga, bien pueda», yo me sonrojaba y solo le daba las gracias. Y así fue durante muchos días, el piropo y mi cara roja, el piropo y mis ganas de evitar ese momento que me llenaba de vergüenza por no decir nada, solo cambiaba mi cara de color. Ella se aprovechaba de esa situación: un profesor tímido y la estudiante que le coqueteaba para verlo cagado del susto. Esa mujer me llenaba de pánico.
»Un día iba hacia el instituto a dar mi clase y la vi sentada en un café, hermosa, con su pelo ondulado, unas hebras de hilo negras y enrolladas que caían sobre sus hombros. Sus labios pintados de un rojo que casi no se notaba, y unos ojos negros que cuando me vieron, empezaron a sonreír al igual que su boca. No aguanté más, tenía que darle la cara, estaba sola, indefensa. Me sentía cansado de tener miedo, de mi cara roja y mis manos frías, cansado de no saber qué decir, de quedar mudo y con la cabeza embolatada buscando una respuesta. Pero todo estaba en blanco, sin palabras. No importó. Me acerqué a la cafetería y la salude, ella respondió con una mirada pícara y deseosa. Me senté a su lado y le dije que nos viéramos cuando terminara la clase, que la invitaba a tomar algo, tal vez una cerveza. Me dijo que sí.
»Esa noche terminé la clase más temprano y salí del instituto. La encontré al frente, esperándome sentada en un pequeño muro. La saludé y ella me respondió con una mirada reposada, como si ya no fuera necesario mostrar su deseo. Y vinimos aquí, a Senegal. Nos sentamos en esa mesa. —Señaló al otro extremo de nuestro sitio, donde llegaba la luz del bar—. La invité a una cerveza. Hablamos de su familia, de mis amigos, del instituto, de mi amor por la salsa: me dijo que le gustaba, pero que conocía poco y que tenía un cuñado, el esposo de su hermana, que si conocía bastante. Le dije que tenía que conocerlo. Yo solo quería entrar a su vida, ella sonreía y nos abrigaba una noche mágica y sola para los dos, Senegal aun no era un mar de gente. Recuerdo que sonó «Son para un Sonero» de la orquesta Son 14 y la bailamos abrazados, como si fuera el sello de una nueva fusión.
Una nueva melodía empezó a sonar en Senegal.
—Uy hermano, ¡qué canción! —me dijo. Olvidó su tristeza y la historia que me contaba.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Tatalibabá —dijo.
—¿La de Celia Cruz o la del Sexteto Juventud? —pregunté con propiedad, como un gran experto.
—Ninguna de las dos —me dijo mientras se levantaba de la silla y empezaba a bailar.
—¿Entonces, de quién?
—Rafael Labasta.
—Nunca la he oído.
—¡Es la mejor versión de esa canción!
No paraba de bailar y miraba con detalle cada una de las mesas en busca de una mujer. Hasta que encontró a una que estaba sola y sentada al otro lado de nosotros y movía sus hombros al ritmo de la canción. Rubén la llamó con la mirada, ella respondió con una sonrisa, él estiró su mano, la invitó a bailar y ella aceptó. Salieron a la pista. No fueron necesarias las palabras, ni tampoco fue necesario que Rubén llegara hasta la mesa de la mujer. El pacto se firmó desde la distancia. Eso es normal, es una cuestión de dignidad, si una mujer se niega, no pasa nada, se evita un viaje al fracaso, es mejor sentirlo en el mismo lugar, sin mover un dedo.
En ese mismo instante, Sebastián se despegó de la boca de su amiga y le preguntó que si quería bailar.
—No, niño. Ahora no quiero.
Se quedó callado, la miró, sonrió y regresó a su romance. Yo me dediqué a mirar a las parejas, en especial, la de Fernando y Margarita.
Eran esposos y tenían una escuela de baile de la que Sebastián fue su alumno. Esa noche bailaron al lado de Rubén y formaron una sinfonía de pasos en plena pista: Fernando apresó a Margarita por la cintura, los pies se sostenían en el piso en un solo ritmo. Sus ojos se miraron penetrantes bajo una elegancia sensual, luego se separaron tomados de las manos y Fernando, como si fuera la cuerda de un trompo, puso a girar a Margarita, una y otra vez, de izquierda a derecha. Él también giraba, un planeta que rota alrededor del Sol. En el último ruedo, Margarita frenó sus giros agarrada de los hombros de Fernando y se dejó caer hacia atrás, también lo hizo su pelo largo y liso. Fernando dejó que cayera un poco y luego la sostuvo de un brazo, besó su mano y la trajo hacia él. Luego vino el cierre de la faena con un abrazo y un dulce beso de esposos.
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Buenas noches,esto no solo es un cuento,es la realidad que muchos salseros vivimos cada fin de semana en los bares de este país,al son de un buen bolero una sabrosa charanga o un son que nos llega al corazón.Gracias por tan valioso libro por tan excelente aporte y por tan maravillosa manera de escribir,letras mágicas que hacen que nuestras mentes se involucren en cada párrafo. Gracias un abrazo victoria ospina
Qué maravilloso llegar a la Revista Cronopio por medio de un cuento tan organizado, lleno de música e inteligente como es la escritura del joven colombiano Jerónimo Garcia Riaño. La historia de «corazón de araña negra» en la mano de Garcia Riaño es un bello y sutil homenaje al legado musical del Sexteto Juventud para los gustosos de la salsa, quienes por obligación tienen que leer este cuento sacado de las historias de este colombiano que son a la vez todas las salsas del mundo. Un saludo desde Sucre, Colombia.
es alucinante la forma en que mantienes la atención en la historia…. ademas es toda una recopilación de salsa no he terminado de leer pero no me aguante y lo compartí…. sigo leyendo es como estar hay sentada viendo trascurrir la historia …. ese aire bohemio de aquellos bares de salsa de recuerdo de sentimiento… es una muy buena historia …… cada detalle que das …. es como trasportarse hasta allí ser parte del escenario … ver transcurrir cada suceso y a la ves cada pequeña historia que surge dentro de la historia y los personajes … de verdad es emocionante te felicito ….. y a escribir que mañana es tarde ya que decidiste retomar…
Es alucinante como mantienes el interés en la historia , me pareció estar hay compartiendo con los personajes …… es como viajar en el tiempo y el recuerdo de aquellos sitios de salsa …… llenos de bohemia …. calor … historia … sabor y salsa por supuesto …. estoy leyendo aun y no me aguante escribo este comentario y sigo……. ya lo compartí también …… de verdad que tienes talento para trasportar la mente dentro de la historia …… y el sentimiento….
Me encantó! mil gracias por compartirlo con todos nosotros!…
No es un cuento, no es una historia, es un musical completo del cual se desprende la alegría, el sabor, la fiesta, el amor y el dolor…
Felicidades Jero, sus palabras se van adecuando cada día mas a un estilo propio.
Manito, el detalle admirable denota el caracter integro de su autor. Mis respetos por tan pulcro conocimiento salsero, era de esperarse viniendo de usted
Me emocionò hasta las làgrimas lo que leì. Precisamente en ese momento, cuando la GLADIS, quièn màs si no ella, me mostrò tu escrito y lo leì, se me vinieron los recuerdos de un ALBERTO, tu papà, cuando le hacìan ruedo porque estaba bailando en un sitio «non santo» con mujeres «non santas». Pero era el sentimiento , la entrega a la salsa de Richie Ray y otros de los que usted menciona. Con amor para usted y Carolina.
Jeronimo, me gusta mucho tu estilo, descriptivo, fresco y bien contado. Felicitaciones, ah! y gracias por describir tan bien a Senegal.