Literatura Cronopio

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Poe

LA NIÑA POE

Por Said Chamie*

Y allí va ella, con su garbo de gato y ese paso presuroso y ladeado tan parecido al de los sordos; como de puntitas cruza la acera tras el ventanal de mi sala, allá por los noventas. Siempre la espero escondido entre las cortinas y el mismo retumbe de tambor palpita en mi caja torácica. La veo salir de su edificio y acercarse al mío, su pelo mojado me impide parpadear. Entonces salgo nervioso de mi casa y finjo de nuevo el encuentro. Es el minuto esperado por el más ansioso de mis deseos. Hola Laurita. Le digo mientras beso su mejilla y todo ese olor a jabón cremoso para bebé hace de mí un habitante de su reino honesto. Esa mujer me encantó desde siempre.

Laura Poe fue por ese entonces lo que Platón describiría como amor platónico, puramente ideal. Mi verdad, como en la dialéctica del filósofo griego, radicaba en mis ideas profesadas en los sentimientos que en silencio guardaba por la mona, como le decíamos a la niña Poe. Tenía once años la primera vez que la vi y sus piernas largas me hicieron pensar que ya había bailado el vals de sus quince, aunque poco después me enteraría de labios suyos que sólo me llevaba dos años. Tengo trece y empiezo a entender la diferencia entre niños y niñas. Me dijo. Y le sonreí mientras pensaba en lo ingenua que podía ser ella al confundir la distinción entre hombres y mujeres, pero después comprendí lo torpe que fui por ignorar que se refería a sus cambios hormonales. Esa primera vez que la vi tenía puesta una sudadera impermeable y blanca, y empujaba el cochecito de kike, su pequeño hermano que tanto dio de qué hablar después. Era sábado y como de costumbre llevaba al recién nacido a tomar el sol de la mañana al parque del conjunto residencial. Allí la vi sentarse mientras yo intentaba con poco éxito hacer una pista de carros en la arenera, con la estorbosa compañía de los Herrera y la tediosa presencia de don Augusto quien trataba de dirigirme altivamente pero lleno de inseguridad; decidido pero torpe. Échale más agua y menos arena pa’ que puedas hacer el puente, porque así no conseguirás nada. Decía el viejo testarudo mientras sus hijos lo apoyaban empíricamente. Laura se reía pero no levantaba la mirada, yo pensaba que nos oía y se hacía la entretenida con el libro, y eso me apenaba.

Ese día no cruzamos palabra, solamente bastó con recordar por siempre su sonrisa templada bajo el rodadero, para convertirme, con el tiempo, en el mejor constructor de pistas en la arena de mi conjunto. Podía no asistir a un partido de fútbol, a veces fingía sentirme enfermo y cancelaba las clases de piano en casa de doña Graciela, pero jamás aunque la fiebre fuera real, perdía la oportunidad de ver a la mona sentada allí, en el banquito de siempre leyendo su libro y meciendo a la futura oveja negra de los Poe. Nunca supe lo que era el amor, a mi edad lo sigo desconociendo, mi vida ha sido una constante experimentación, un apasionado viaje de constataciones, deseaba comprender hasta adherirme a las ideas de los diccionarios, pero qué va, aparte de sentir una ilusión inicial cuyo más fuerte sentimiento ha sido la ansiedad, nunca llegué a saber qué era eso que poetas y musas sentían como amor. Tuve muchas mujeres y de todas aprendí y robé algo, un sueño, un deseo reprimido, mil goces, viejas y nuevas lágrimas, hartazgo y manoseos, y esa deliciosa perturbación que tanto las hace frágiles, y esa terrible educación por sentirse protegidas y protectoras, y que con tanto poder las fecunda. De esas muchas, pero es extraño pensar en la mona y no creer, tal vez sin ser cierto, que en todas sus formas ella poseía los atavíos con que los enamorados se visten de amor. Sin embargo nuestros tiempos no coincidieron más que en un solo de piano, por un espacio tan corto que a veces el recuerdo se disfrazaba de sueño y viceversa, y fue mucho después de esa primera palabra que tuvimos. ¿Sabes en dónde para el bus del colegio del Sagrado Corazón? Eso dijo el sábado aquel mirándome desde arriba, mientras yo, sin darme cuenta, intentaba hacer una curva espiralada en el arenal. Y su sombra en la pista me llevó a escribir el primer remedo de poema de tantos más. Desde entonces, nos saludábamos los sábados cerca a su banquito y entre semana en el paradero del bus, que por cierto nunca fue el mismo mío.

El tiempo y sus mantos de ilusión; a su paso la vi de todas las formas en las que se aprecia una mujer; desde ese primer amor platónico hasta sus maneras rosas de concebir a un hijo no deseado. Desde la pasión ensoñada de esa única noche hasta la tristeza más contemplativa por la despedida. Se fue una vez terminó el colegio, viajó a Canadá y yo entretanto intentaba, fracaso tras fracaso, intercambiar sus recuerdos por olvidos. Cinco años estuvo allá que para mí fueron siglos, en silencio sufría por su ausencia aun sabiendo que jamás sería para mí. Nunca hablamos, ni una carta, ni una llamada, pero me gustaba imaginar que ella, en las noches frente a la ventana, cuando mi mente se bloqueaba y no podía escribir una frase cierta, me pensaba al otro lado del mar, y recordaba.

EL CHECHO

A Sergio Suárez lo metieron a la correccional de menores tres veces en el corto lapso de año y medio, las demás ya hacen parte de su vida de adulto.

Fue a los catorce años, en una pilatuna en la que participamos todos; hasta el sapo del Pablo Ortiz y las niñas de la gallada. Qué mala suerte la del checho, esa noche su ángel de la guarda le cobró todas las anteriores y sin despedirse se largó para siempre.

Estábamos todos en el cubil, lugar cercano a la portería del conjunto, allí acostumbrábamos reunirnos para decidir los planes a seguir; era nuestro cuartel general, el segundo después de la casa de los González. Allí, en el bunker, estábamos, sebas, carito, Manuel, felo, Luciana, checho, buenavida, Andrés, la mona, los Herrera y Ortiz… Para entonces checho ya bebía licor, un vino espumoso de manzana, barato y dulzón que entraba por el gaznate como una cucharada de miel efervescente; solamente los Herrera secundaban la bebeta en su afán inmaduro por sobresalir; recuerdo la sonrisa de la niña Poe cuando hablamos de los cuentos pasados, sus risotadas fueron la causa de mi vocación de narrador, inventaba historias sólo por verla reír, las exageraba con el mismo propósito de siempre: ganar su interés; cómo me alegraba encontrar sus ojos puestos en mis payasadas, ese era el premio a la labor cumplida, el trofeo: sus ojos brillantes y esa sonrisa de catálogo tan fácil de perderse en ella. Entre Benavides y yo nos repartíamos las anécdotas pasadas, los demás acotaban de cuando en vez —sobre todo cuando el cuento los ridiculizaba—, mientras checho se reía siempre, con su carcajada hiperbática y honesta, ese cacareo de gallina que tanto invitaba al indecoro, tan pegajosa como burda; se reía siempre, sin diferencia de género o edad, lo mismo le daba si la historia era ajena a sus afectos o si lo comprometía, si era una difamación exagerada a su persona o si en cambio un secreto impúdico a 4 voces: tenía ese don que anhelan muchos: el de saber reírse de uno mismo sin sentirse ofendido; lástima que desde siempre los tragos hicieran en checho un títere delirante.

Esa noche faltaban dos dedos para terminar la botella de esa especia de jarabe para la tos, cuando su voz carrasposa regó de ingenio nuestro búnker. Oigan ¿Qué les parece si vamos a la tienda de Chepe y nos llevamos unos tomatitos pa’ la avenida? Los ojos de Manuel y el sapo del Pablo se abrieron como si les fueran a echar gotas, mientras los Herrera, carito buenavida y Cortés gritaron al unísono aprobando el plan, y para mi sorpresa, a la mona le pareció estupendo un poco de acción. Entonces y secundado por el irresponsable impulso de la ilusión, caminé los pasos de ellos por ella. El plan era sencillo, robar unos tomates, los más podridos según la condición de sebas, y tirarlos a los panorámicos de los carros desde el puente peatonal lugar donde cometeríamos la fechoría. Después, todos al búnker a contar nuestras incidencias y eternizarlas. Parecía fácil, pero como en esa ocasión, las complejidades del destino malograron toda lógica predicha.

Al llegar al puente vi con vértigo la cantidad de luces multicolores que volaban y se extendían frenéticas por la gran avenida. A checho los ojos se le abrían como a los lobos, su boca seca le hizo preguntar una vez más si no había un poco de vino para él, a lo que carito le respondió que ella se había terminado el cuncho. Cada uno de los allí presentes tenía dos tomates en las manos que serían arrojados en dos rondas y por orden de azar. Checho lideró la lanzada con su primer tomate; lo soltó desde el puente apuntando el panorámico del último bus que veríamos esa noche, pero el arma letal cayó primero en el asfalto antes de tocar el vidrio. ¡Mucha gueva checho! ¿Usted con la puntería de gamín que tiene y no le da a semejante ventanal? Gritaba buenavida mientras la niña Poe se alistaba según lo establecido en el orden de la bandada. Yo la veía como se atiende algo que se interesa y se teme. Lanzó el tomate a una camioneta pequeña, con esa inocencia roquera que tanto me fascinó, pero la rojiza verdura cayó justo en mitad del techo, entonces todos nos acostamos en el piso del puente ocultándonos risueños, pero la camioneta siguió sin percatarse de la pilatuna de la mona. Luego fueron carito, buenavida y sebas, pero solamente el tercero logró estrellar el tomate en una llanta delantera obteniendo un triunfante halago del piloto que sacó la cabeza por el ventanal y nos putió mientras el carro seguía andando. Felo fue el único de todos los que estábamos en el puente que logró pegarle al panorámico de una volqueta que iba lenta como tortuga por la carga de ladrillos que llevaba acuesta. Ante el fracaso inminente checho propuso lanzar el último tomate de cada uno directamente desde la acera y sin esperar una opinión distinta descendió del puente y esperó la llegada de su víctima ante el paso lento y la mirada absorta de todos que lo seguíamos como zombis. Recuerdo el Mazda coupé que se asomó a la distancia, parecía oscuro de lejos y los ojos rasgados de mi ansioso amigo se abrieron como platos en tanto su mano apretaba la bola roja que olía a podrida. Aquí fue mijitos. Y sin decir más lanzó el tomate en pleno panorámico ¡Pum hijueputa!

El carro se detuvo y el sonido de las puertas chilló al abrirse y cerrarse ¡Corran maricas que nos cogen! Gritó sin mirar atrás ¡Alto, policía! Inventó mi cabeza y volé dejando a todos regados; cada uno hizo lo propio y nadie se volteó a mirar, solamente nos detuvimos hasta llegar al cubil donde contamos cabezas. Faltaba la de checho y la del sapo Ortiz.
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*Said Chamie es escritor de medios. Se desempeña actualmente en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación. Está escribiendo su primer guión para largometraje. Autor también del libro electrónico «El Libro Azul».

El presente par de relatos hace parte de su libro de relatos «los hijos de la noche».

2 COMENTARIOS

  1. Já ! que buena historia! muy bien contada…cuando sigue el resto de la historia?

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