Especial Cortazar Cronopio

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Julio Cortazar

EL SUEÑO DE ARIANA

Por Gustavo Arango*

Al final del abrazo, Ariana me dio un tamborcito de hilo. Era grande y brillante. Mis dedos se hundían como garras en esa superficie verde y generosa, en ese ovillo de cordel hecho de hebritas milimétricas, infinitesimales.

Tardé en escapar de la fascinación del hilo, de su vértigo concéntrico, para volver al rostro lejano de Ariana, a la luz de sus párpados, a su plácido gesto, a las fuerzas en reposo de su cuerpo.

«Ariana», dije con voz tan baja que no supe si abrí mi boca. Era una hora incierta de la noche y, en el silencio, los pensamientos se escuchaban como voces.

Ariana no abrió los ojos. Permaneció con su rostro vuelto hacia la ventana, recibiendo una débil claridad, abandonada a los últimos y más remotos acordes.

«Ve a buscarlo», me dijo, sin alterar el gesto, sin querer destruir el decorado de su ensueño. «Dile todo lo que tengas que decirle y luego escúchalo, míralo, acaricia su pelo de fiera enternecida y pregúntale cómo ha sido la muerte, cuáles son sus nostalgias de la vida».

«Ve a buscarlo», me dijo. «Debe estar en su ciudad».

Até el hilo a un extremo de la cama y me alejé. Antes de salir del cuarto volví a mirar a Ariana envuelta en su placidez, espectral, casi fosforescente. Traté de grabarme esa imagen, cada tono de negro y de azul, cada flujo de aire. Sin saber cómo y por qué, pensé que el recuerdo de Ariana sería mi aliento.

Cuando estuve debajo de la noche empecé a preguntarme cómo haría para ir a la ciudad, a «su» ciudad, la ciudad que había erigido en los parajes del sueño.

Caminé varias horas en medio de un paisaje que no era el que buscaba. Vi el ovillo decrecer, vacilar, brincar como un cachorro en mis manos y bullir quedamente. Caminé y caminé hasta perder la esperanza, repitiendo como una plegaria el nombre de Ariana.
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Cuando el último extremo del hilo escapó de mis manos, levanté la mirada y allí estaba el canal, su quietud taciturna y pesada, sus navíos enormes sin mástiles; allí estaban los rieles de un viejo tranvía, una ruta olvidada; allí estaba el mercado, sus portales y tiendas repletos de frutas.

Caminé entre los puestos de frutas, tomé luego por la calle que serpea, llegué hasta el lugar donde están las pescaderas y les pregunté por él a sus ojos que no miran. Pero no hubo respuesta.

Caminé entre el olor nauseabundo hasta un ascensor. Emprendí un raro viaje en zigzag, horizontal y vertical, a través de ese hotel construido con trozos de hoteles distintos. Vi decorados tropicales con ventiladores de techo y muebles de mimbre; vi sobrias y neblinosas austeridades, camas solemnes y pulcramente tendidas; vi el Hotel Cervantes con su puerta condenada y escuché el llanto afónico; vi fragmentos de hoteles de Calcuta y de Lituania; sentí finalmente el peculiar olor a musgo del Hotel Rey de Hungría y supe que estaba cerca, que podría encontrarlo.

Esta vez no hubo sigilo en las escalas. Caminé directamente hasta la habitación y abrí suavemente la puerta entornada.

Adentro estaba oscuro y olía a pino. El cuarto tenía aspecto de popa de barco. Junto a la ventana, estático y pensativo, estaba él, recibiendo de afuera una oscuridad menor que la del cuarto. Abajo se veían los navíos del canal.

«Extraño tanto el agua», dijo, sin volverse a mirar, sin haber dado señal de sentir mi llegada. «¿Viniste a matarme?»

No lo sé. Tal vez hace tiempo lo hice. Su silueta respiraba lentamente. Su voz regresaba, cavernosa, musical, ronroneante, daba tumbos en el cuarto con hueca sonoridad.

«La vida era mejor, pero ya no me quejo. Vivo ahora en mis sueños. Tengo tiempo y valor para ir hasta el centro de ellos. Extraño la tinta sobre el papel, el lento desangre de la pluma, la obediente canción del teclado. Lo otro, las palabras, me acompaña todo el tiempo. Las dibujo mentalmente en las paredes. Nacen y mueren al pensarlas, terminan frases cuyo inicio fue olvidado. Extraño el ahogo del beso, las citas no pactadas, las caricias transgresoras, el olor a mar y algas. Extraño el sonido de la risa y la ingenuidad del miedo».

Hablaba sin volverse, fijando la mirada en la cubierta de los barcos, pausado, cansado. Su mano gigante y pecosa salió de las sombras y señaló hacia arriba en la ventana.

«Extraño los crepúsculos, la luna sobre los charcos, el inaudible estruendo de las estrellas».

«Aunque tengo la música, extraño la vital imperfección de los conciertos, la ansiedad de la platea, sus éxtasis y lágrimas, su jadeo de animal agazapado».

«Extraño aquellos tiempos en que no tenía tiempo, las multitudes sonrientes, las cartas que llegaban de los sitios más insólitos».
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«Extraño también la caricia del fuego».

Sonrió. Dejó de mirar la ventana y se volvió a mirarme. Sentí que caía en sus pozos azules y negros.

«Extraño el abrazo de Ariana, mi Ariana, Ariana la inalcanzable, la que suaviza mi espera, la que envía mensajeros con cordeles que no alcanzan, mensajeros que al final deben quedarse, que alegran mi ciudad deambulando por sus calles, que viajan en tranvía y se tropiezan con todos mis personajes, que intentan escapar, inútilmente, en un barco sin agua, sin vientos y sin mástil.

Julio Cortázar entrevistado en México en la Librería El Juglar (1983). Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=NrNfa8TdK4c[/youtube]
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* Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, ganadora del Premio Bicentenario de Novela 2010 (Ediciones B, México). Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.

El presente texto hace parte de su libro «Un tal Cortázar» publicado por la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

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