Cronopio Reflexión

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UNA HISTORIA SIN FIN… EL LIBRO

Por María Del Rocío Vallejo-Alegre*

«El libro pertenece a la misma categoría
que la cuchara, el martillo, la rueda
o las tijeras.
Una vez inventados,
no se puede hacer nada mejor»
(Umberto Eco)

Discutiendo el ensayo «El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo» de Irene Vallejo (2019).

«El infinito en un libro» fue el título que inicialmente pensé para esta reflexión. Mi atrevimiento de parafrasear el título del ensayo de Irene Vallejo, «El infinito en un junco», fue un intento para dimensionar el exquisito e impresionante encaje que ha creado la autora en su obra. Admiro como ha entretejido datos históricos, biográficos y geográficos. Obras clásicas, novelas, poemas, y películas. Así como la vida de héroes, filósofos, reyes, filólogos, dioses, faraones, generales, amas de casa, celestinas, esclavos y hasta su propia vida. Por primera vez en mi vida, antes de terminar de leer el libro sabía que tendría que volver a leerlo. Al empezar a leerlo por segunda vez, supe que no sería suficiente que necesitaría muchas lecturas antes de ser capaz de asimilar el mundo que Irene nos regala en su obra. Llanamente, nos está abriendo la puerta al infinito y al más allá…

Con esto en mente, he decidido escribir una reseña en lugar de una reflexión. Una reseña que les permita degustar una pequeña prueba del gran trabajo de Irene Vallejo. Una reseña que los invite a sumergirse en este apasionante ensayo donde descubrirán una historia sin fin…

«El infinito en un junco» nos lleva a través del tiempo en una historia de supervivencia, donde la humanidad desafía la soberanía absoluta de la destrucción al inventar la escritura y los libros (401). Nuestros amigos los libros se han materializado a través del tiempo. En un inicio siendo de carne y hueso, vivos y palpitantes en los tiempos sin escritura. Libros que impedían que todas las experiencias, las vidas y el saber acumulado acabasen en la nada del olvido (96). Su esperanza de sobrevivencia al paso del tiempo radicaba en la frágil y finita memoria humana. Los oradores, clasificados por la autora como atletas del recuerdo, luchaban contra sus propios límites en un esfuerzo por perpetuarse (101). Irene nos explica que esta búsqueda por permanecer en el tiempo provocó la transición de la oralidad a la escritura. Un largo proceso que empezó con dibujos esquemáticos hasta la creación del alfabeto. El gran invento de los fenicios que con solo 22 símbolos logró que el arte de escribir dejara de pertenecer a una selecta minoría. Me encanta cómo la autora nos define la razón de la necesidad de la escritura como seres económicos y simbólicos que somos. «La escritura se creó para registrar inventarios (primero las cuentas) y después invenciones (después los cuentos)» (113). Irene nos explica detalladamente cómo nuestros amigos los libros dejarán la carne y los huesos (memoria) y se refugiarían en las tablillas, que serán a su vez sustituidas por rollos de papiro y después por los pergaminos. Nos da a conocer cómo el arte de encuadernar minimizó el costo de libros poniéndolos al alcance de los lectores, creando nuevas formas de libros y expandiéndose a todo tema de interés, desde cocina hasta textos subversivos (321). Comprenderemos como la imprenta llegó al rescate de nuestros amigos, que numerosas veces estuvieron a punto de desaparecer a lo largo de toda la antigüedad y la Edad Media (190) y junto con el papel y el raciocinio, Irene nos conducirá a la Modernidad. Donde la Enciclopedia buscará derrotar la ignorancia y la tiranía a través del saber y nuestros amigos los libros se convertirán en nuestras mejores armas. Y nuestros amigos continúan su recorrido en nuestra historia hasta que de pronto, para nuestra sorpresa, ¡encontramos a nuestros amigos nuevamente en las tablillas! con la distinción de que, en este siglo, el siglo XXI, las tablillas son luminosas (393) y su historia continúa «porque los libros, se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido», como afirma Zweig (394).

A pesar de lo antes expuesto, todos hemos escuchado que nuestros amigos los libros están por desaparecer. Sin embargo, el optimismo de Irene es contagioso y a través de su ensayo nos muestra una y otra vez como los libros se transforman, se modifican, se mejoran en una lucha milenaria y sin cuartel donde su sobrevivencia es el resultado de una compleja maquinaria donde reyes, faraones, filósofos, maestros, lectores, escritores, bibliotecarios, libreros, soñadores, cantantes… en pocas palabras, la humanidad, trabaja y conspira para mantener vivos a nuestros queridos amigos. Porque en realidad son ellos, los libros, los que están permitiéndonos trascender como seres humanos. Si esto no fuera suficiente, la autora nos introduce a Monika Zgustova que nos explica: «incluso en los abismos de la vida, somos criaturas sedientas de historias. Por esa razón llevamos libros con nosotros —o dentro de nosotros— a todas partes; también a los territorios del espanto, como eficaces botiquines contra la desesperanza» (241). En otras palabras, los libros son nuestras tablas de salvamento, las que nos ayudan a sobrevivir. Si aún tuviésemos alguna duda, Irene Vallejo clama por «RESPETO» para nuestros queridos amigos. Haciendo eco de Umberto nos dice: «No subestimen tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar, (la rueda, la silla, la cuchara, las tijeras, el vaso, el martillo, el libro…) han superado la prueba de los siglos» (317) y enfatizando este punto cita a Borges: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz, luego tenemos el arado y la espada, extensiones de sus brazos. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación» (126). Recapitulando, los libros son supervivientes, son nuestra mejor inversión, son nuestros fieles amigos que nos ayudan a sobrevivir. ¿Podríamos imaginarnos al ser humano sin ellos?

Mientras Irene Vallejo nos describe detalladamente la historia de nuestros amigos los libros, nos brinda paralelamente una travesía literaria citando, según mi cuenta, más de 150 obras. Despertando mi interés por algunas que ignoraba su existencia como «El lector» de Bernhard Schlink o «El escarabajo de oro» de Allan Poe. Recordándome obras que han tocado mi vida por alguna razón como «Tom Sawer» de Mark Twain, «Una librería en Berlín» de Francois Frenkel, «Los soldados de Salamina» de Javier Cercas, «La Guerra y la Paz» por Tolstoi o «Las mil y una noches» y hasta ha borrado la imagen de tormento que tenía desde mi juventud de la Ilíada y de la Odisea; reintroduciéndome «al honorable Aquiles corriendo detrás de un ideal y al sabio Ulises que nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y sus desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies» (93).

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En su recorrido a través de los siglos, Irene nos presenta un sinfín de temas entrelazados a la historia de los libros donde nos muestra los orígenes de nuestro presente. Nos hablará de la aspiración para evitar la extinción de las lenguas humanas. La insolación que implica el analfabetismo. La polémica causada al ser el cantautor Bob Dylan el ganador del Premio Nobel de Literatura. La relajación memorial que estamos viviendo conocida como El efecto «Google». La esperanza de libertad e independencia que nos da la educación. Aprenderemos sobre la oratoria de los abogados y estadistas griegos contrastándolos con nuestra actualidad, así como el origen del psicoanálisis y ¡hasta de las TED Talks! Nos hablará de los libreros ambulantes y de la primera matanza escolar en el siglo V a.C. Tomaremos conciencia de dos importantes vitaminas: vitamina L (literatura) y la vitamina F (futuro), como remedio al maltrato, el hambre y la muerte. Comprenderemos que la esclavitud y la riqueza del mundo han ido del brazo, un nexo real entre la Antigüedad y nuestra época: «De la muralla china a la autopista de Huesos de Kolimá, del sistema de regadío de Mesopotamia a las plantaciones de algodón estadounidenses, de los burdeles romanos a la trata de blancas de nuestros días…» (257). Nos introducirá a László Bíró inventor del bolígrafo. Discutirá la antigua y continua batalla entre las nuevas y las viejas escuelas, donde los niños han sido los conejillos de indias. Aprenderemos como surgen en el tiempo grandes inventos que hoy en día damos por cotidianos como los sistemas de búsqueda fundamentales en nuestros sistemas cibernéticos o las gafas para ver. Encontraremos los orígenes de las campañas publicitarias navideñas en Roma y conoceremos a Plinio el Joven, el primer «paparazzi» del que se tiene conocimiento. Nos hablará de los derechos de autor, del plagio, de voces femeninas en un mundo de hombres, de Oriente y Occidente, de los grafitis, la risa, la felicidad y de mucho más. Y así con este viaje al pasado, a nuestros orígenes, es que Irene nos muestra nuestro presente, dándole la razón a Hannah Arent: «El pasado no lleva hacia atrás, sino que impulsa hacia delante y, en contra de lo que se podría esperar, es el futuro el que nos conduce hacia el pasado» (369).

Si esto no fuese suficiente, la autora nos da una cátedra sobre la globalización y sus orígenes. Un sueño que para algunos empezó a finales de la Segunda Guerra Mundial, para otros en 1492 con el descubrimiento de América. Para otros, es parte de nuestra naturaleza. Sin embargo, es Irene la que nos brinda el rostro y el nombre del ser humano que soñaba con un imperio mestizo, Alejandro Magno (35). Nos explica como el «helenismo» es una globalización primitiva donde costumbres, creencias y formas de vida comunes se arraigaron en sus territorios conquistados (51). También nos hablará de Heródoto, no solamente como el padre de la historia, si no como un adelantado a la globalización que lucharía por desarrollar la empatía, «derribando los prejuicios y enseñando que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo» (180). Irene nos invita a conocer culturas alejadas y diferentes, porque en ellas contemplaremos reflejada la nuestra. Porque solo entenderemos nuestra identidad si la contrastamos con otras identidades: «Es el otro el que me cuenta mi historia, el que me dice quién soy» (182).

Nos explica la importancia de las traducciones que los herederos de la ambición de Alejandro, los Ptolomeos, se empeñaron en realizar en la Gran Biblioteca de Alejandría, tendiendo puentes, amalgamado ideas, originando una conversación polifónica infinita, que nos ha protegido de los peores peligros de nuestro chovinismo aldeano, «enseñándonos que nuestra lengua es una más —y, en realidad, más de una—» (247).

Nos da la clave para lograr un mundo donde la diversidad, la inclusión y la equidad sean una realidad para la humanidad y cómo nuestros amigos los libros pueden ayudarnos a lograr este sueño. Nos explica que, si bien los griegos nunca lograron consolidar su ambición unificadora, los romanos lo lograron. Este triunfo del gran Imperio Romano paradójicamente fue gracias a su gran humildad. Los romanos aprendieron a imitar lo mejor de sus enemigos sin la menor terquedad chovinista y a combinar todos los ingredientes copiados para crear formas propias, así desarrollaron su poderío militar y extensiva infraestructura. Comprendieron que toda gran civilización imperial necesitaba fabricar un relato unificador y victorioso sostenido por símbolos, monumentos, arquitectura, mitos, discursos… Siguiendo su costumbre decidieron imitar a los mejores: Los Griegos. Y es así como Grecia la conquistada, invadió a su fiero vencedor (259). Por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero —y derrotado— como un ingrediente esencial de su propia identidad (260). «El Imperio Romano logró crear una comunidad donde la raza, el color de la piel o el lugar de nacimiento no los identificaba. Los romanos crearon un imperio basado en la ciudadanía del mundo al identificarse con una urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros» (388).

Nos llevará a recorrer Alejandría, visitando su grandioso puerto y su faro, maravilla del mundo, el palacio con su gran fortaleza y el canal que conecta al Nilo, al lago y al mar. Nos hablará del gran esfuerzo que realizaron misteriosos hombres cabalgando secretamente para conseguir todos los libros de mundo para La Gran Biblioteca de Alejandría. Nos introducirá al Museo, una de las instituciones más ambiciosas del helenismo, una primitiva versión de nuestros centros de investigación, universidades y laboratorios de ideas, a diferencia de los museos actuales; explicándonos: «Pocas veces en la historia se ha hecho un esfuerzo parecido para reunir en un único lugar a las mentes más brillantes de la época» (55). Para Irene, Alejandría será el lugar donde por primera vez aprenderemos el verdadero significado de la globalización, un significado muy alejado del mercantilismo que nos domina hoy en día. Es en Alejandría donde se enseña por primera vez que «todas las personas somos miembros de una comunidad sin fronteras y estamos obligadas a respetar a la humanidad en cualquier lugar y circunstancia» (250).

Nos narra cómo la Gran Biblioteca sucumbirá ante el cristianismo, y el islamismo la llevará a un trágico final a 145 °F en las estufas de los baños alejandrinos. ¡Sí!, 145 °F es la temperatura requerida para quemar un libro. Y a esta temperatura Irene nos expone a la absurda obsesión que tenemos, como seres humanos, de quemar a nuestros amigos los libros con el objeto de borrar el pasado y si esto no fuese poco, nos recuerda «lo fácil que es modificar a placer, impunemente, el relato de la historia cuando no hay documentos, ni libros que nos desmientan» (236). Y así con el aleteo de negras mariposas es como Irene nos llevará a través de los siglos, de los cinco continentes, de conquistas, de guerras, de revoluciones, de dictaduras, etc… haciéndonos tomar conciencia de nuestra piromanía y utilizando una de las viñetas de El Roto nos explica: «Las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan». Y a pesar de todo, la autora nos da esperanza. Nos dice: «los siglos de esfuerzos por salvar la herencia de la imaginación no han sido en vano. Cómo no todo se ha perdido. La Antigüedad grecorromana creó en Europa una comunidad permanente, una llama, que, aunque se encoja nunca se apaga del todo, una minoría hasta ahora inextinguible a lo largo del tiempo, anónimos lectores han conseguido proteger, por pasión, un frágil legado de la palabra». Para Irene, Alejandría no es solo la cuna de la globalización es el lugar donde aprendimos a salvaguardar a nuestros amigos los libros, no solamente del tiempo y la naturaleza, pero sobre todo de nosotros mismos y nuestra pasión por el fuego (238). Y si en algún momento dudásemos de esta esperanza basta que visitemos la Gran Biblioteca de Alejandría. Después de arder tres veces hasta su completa aniquilación, ha resurgido de sus cenizas cual ave Fénix, abriendo nuevamente sus puertas en el 2016.

Irene Vallejo también nos cuestiona «si es correcto hacer una cirugía estética a la literatura del pasado para borrar todo lo que nos parezca inapropiado», como es el caso de la editorial de Louisville que eliminó la despectiva palabra «nigger» de «Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn» en el 2011. O eliminar el estudio de filósofos como Platón, Descartes o Kant por racistas y colonialistas. Para nuestra sorpresa, nos aclara, estas cuestiones no pertenecen al Siglo XXI, llevan rondando en nuestro mundo desde tiempos de Platón («La República» y «Las Leyes»). Irene nos presenta una postura clara sobre el tema: «No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas. […] Y Si pasamos por el quirófano a toda la literatura del pasado, ¡nos dejará de explicar el mundo!, no será extraño que los jóvenes dejen la lectura y se entreguen a la PlayStation donde pueden matar a un montón de gente sin que nadie ponga problemas» (213).

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También nos hará reír con los atrevimientos del poeta Marcial, caudillo que aplaudió poner fin al monopolio aristocrático sobre los libros y abrir las puertas a la lectura por lectores fuera del círculo de amigos y familiares. Comercializando su literatura rápida y ecológica: «Lo primero, consumo menos papiro; lo segundo, mis versos los copia todos el copista en una sola hora, y no es esclavo de mi bagatela durante mucho tiempo, en tercero, aunque el libro sea malo desde el principio hasta el final, solo dará la tabarra un ratito» (296). Y nosotros que pensábamos que el término ecológico era toda una novedad.

Si no fuese todo esto suficiente, Irene nos comparte su vida. Desde las lecturas con su madre, su pasión por los tebeos, sus amarguras en la escuela, la pasión futbolística su padre, las manos pecosas de su abuelo, su pequeñito entre los libros de su casa… Al leer que sus padres se prohibieron tener hijos mientras Franco viviese, me recordó a mis abuelos que se prohibieron poner un pie en España mientras Franco viviese. Me llamó mucho la atención cómo injertó al peruano César Vallejo en su árbol genealógico a raíz de los poemas que su padre regaló a su madre de novios. Como se habrán percatado, curiosamente yo también comparto el apellido paterno «Vallejo». Siguiendo su ejemplo y utilizando mi imaginación, les confieso que me hubiera encantado insertar a Irene en mi familia como mi hermana menor, aun siendo abismal la distancia entre nosotras. Y no me refiero precisamente a los 16 años que le llevo, sino al hecho de que ella es filóloga y escritora y yo, simplemente, una abuelita reventada. A pesar de esto, hubiese sido genial sentarme a escucharla hablar de sus investigaciones, sus descubrimientos, sus lecturas y el enjambre de información que ha sido capaz de orquestar magistralmente en su ensayo. Y como soñar no cuesta nada, imaginen el placer de ayudarla a cuidar a mi sobrino.

Si bien la recolección de información, datos y hechos en este ensayo es impresionante, es indispensable reconocer que la elocuencia, la familiaridad y la sencillez con la que Irene Vallejo escribe es lo que hace que esta obra sea un placer de leer y releer. Encontrando en cada ocasión nuevos elementos que aprender, nuevos datos que recordar, nuevas sensaciones que sentir y nuevas aventuras que vivir al lado de nuestros amigos los libros. Esto, amigos, que Irene define como nuestros aliados: «desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de la historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia» (21).

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* María del Rocío Vallejo Alegre nació en México. Hija de inmigrantes y refugiados españoles, Vallejo creció en la ambigüedad que le otorga la pertenencia a dos tierras: España y México. El destino, integrar una tercera tierra, Estados Unidos, que le permita afianzar sus raíces y redescubrir su pasión: la enseñanza. Trabajó durante doce años como docente en la Universidad del Estado de Nueva York, en el campus de Geneseo. Recibiendo en el 2017 Chancellor’s Award for Excellence in Adjunct. En 2021 participó en la creación de la organización sin fines de lucro llamada «Cultures Learning TOGETHER» ( Culturas aprendiendo JUNTAS) https://www.cultureslearningtogether.org/ donde sigue participando en la actualidad.

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