—Viajaremos como prisioneros hasta llegar a Berlín —continuó él—. Quién sabe cuánto tardaremos en hacerlo. Te recomiendo paciencia, Honorine. Las autoridades norteamericanas decidirán la fecha del viaje. Una vez estemos en Alemania, velaremos para que nada le ocurra a Angelika. Esa será nuestra prioridad.
—¿Cómo podríamos garantizar que esté bien? Las noticias son cada vez más devastadoras.
—Quiero ser honesto contigo, Honorine. Alemania entra en una fase desesperada de la guerra, y terminará por luchar sola contra el mundo. Los norteamericanos atacan a los japoneses por el aire, tarde o temprano los someterán. Italia no es un aliado importante para Hitler, la ayuda que reciba de ambos países no bastará para enfrentar la fuerza de los Aliados. Presenciaremos la destrucción de nuestro país.
—Nada va a ocurrirnos —dijo ella al cabo de unos segundos, tratando de convencerse—. No todo el mundo muere, ni cae prisionero, ni sufre heridas, ni enferma en una guerra. Algunos, la mayoría, salen bien librados. Así será con nosotros —aseguró—. Albert, de no ser por ese maldito cargo consular, estaríamos en Colombia, quizás con Dafna y Daniel en Bogotá, o en algún pueblo del interior de la costa.
—Hay que encarar la realidad, no pensar en lo que podría haber sido. Ahora, cuando todavía estamos juntos, quiero que nos pongamos de acuerdo sobre algo importante.
Le dolía el interrogante en el rostro de su mujer, el temor que asomaba a sus pupilas.
—¿Van a separarnos?
La risa de Angelika se alejó por el pasillo. Debía ir a buscarla.
—Haremos hasta lo imposible por permanecer juntos. Pero debemos planear desde ahora la manera de encontrarnos, en caso de que nos separen y no volvamos a tener noticias el uno del otro.
Honorine contuvo la respiración.
—Si eso ocurre, cuando todo haya concluido, nos encontraremos en Bremen, frente a la antigua sede del Banco Alemán Antioqueño.
—No será necesario. Estaremos juntos, Albert. Buscarás un empleo en Stettin, yo trabajaré en un hospital, tu madre cuidará a la niña. Angelika no irá a una guardería del Estado.
—Pienso que pasarán meses antes de llegar a Alemania. Cualquier cosa puede suceder.
—Es lo que siempre decimos.
El 7 de mayo, los prisioneros colombianos concentrados en el hotel Greenbrier, zarparon con pasaporte colectivo desde Nueva York hacia Lisboa en el barco sueco Drottningholm, expuestos a las amenazas de los aviones enemigos, de los submarinos y barcos de guerra.
Albert, Honorine y Angelika, con dolor de oído desde la noche anterior, se encontraban entre los primeros en embarcar, ayudados por el señor Gundlach. Honorine estaba ansiosa por saber si habría un médico a bordo.
Pensaba en el doctor Fischer, en su madre. Pese a todo, deseaba llegar a Berlín, comprobar los estragos de los bombardeos, volver a caminar por los lugares de la juventud. Acudir a la consulta del doctor Meyer, el médico tenía que estar allí, en el lugar de siempre. Su presencia sería la prueba de que la guerra no acabaría con el mundo que había dejado para vivir con Albert en Cartagena.
El camarote era estrecho, el baño estaba al final del pasillo. No levaban anclas y ya estaba mareada. Trató de sobreponerse a las náuseas para atender a la niña que lloraba y se llevaba la mano al oído derecho. Albert salió a preguntar por un médico.
Al cabo de una hora regresó contrariado. Nadie sabía nada, la salud de Angelika era un asunto irrelevante. Honorine meció a la niña en sus brazos hasta dormirla.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar a Berlín? Albert deshizo las maletas en la sofocante cabina enchapada en madera.
—Podríamos tardar meses. Mientras más tiempo nos tome, mejor ¿Qué prisa corremos? Descansa. Apenas estemos en alta mar, aparecerá el médico del barco. Tiene que haber uno —añadió, sin convicción.
—Me cuesta creer lo que está pasando. Quiero ver a mamá, a Klara, saber cómo nos las arreglaremos para vivir en Alemania. Es lo más apremiante. Una vez se definan las cosas, estaré tranquila.
—Es difícil disponer de más de cien prisioneros —aseguró Albert, mientras doblaba las blusas de la niña con la ropa interior de Honorine en un cajón—. Pasaremos por varios países antes de llegar a Alemania. Pueden retenernos durante una temporada en España, en Francia. Nos veremos envueltos en trámites oficiales. Te aconsejo una vez más que tengas paciencia. De aquí en adelante, la vas a necesitar.
—Haré lo posible. ¡Sólo quisiera pedirle al doctor Meyer que vea a la niña!
—¿Por qué insistes en negarte a aceptar la realidad? —preguntó, con el rostro encendido de cólera—. ¡Es absurdo! ¿No puedes entender las cosas tal como son? ¡Compórtate como una mujer madura! Angelika necesita que lo hagas. Yo también.
Tenía en una mano el abrigo de su hija, en la otra un gancho de ropa.
—¡Sabes que el doctor Meyer no estará en Berlín! —continuó—. Lo mismo que el padre y el hermano de Daniel, que tus amigas judías. ¡Abre los ojos y deja de hablar estupideces! Encontraremos un médico, o llamaremos a uno de los estudiantes de Medicina deportados.
Angelika despertó, rompiendo a llorar.
Al atravesar la ciudad hacia un modesto alojamiento en el centro de Lisboa, volvieron a ser testigos de una pobreza semejante a la del Caribe colombiano.
Los cuartos del hotel eran estrechos, mal ventilados. Los colchones de lana apelmazada estaban cubiertos por sábanas curtidas, de dudosa limpieza. A cambio de las incomodidades, el personal que los atendía, incluso los guardias locales apostados al final del pasillo en cada uno de los cuatro pisos, trataban de hacerles soportable el confinamiento.
Reanudaron los cursos de alemán, organizaron lecturas. Los atardeceres de verano en el Atlántico se extendían más allá de las ventanas por las que entraba la brisa con olor a yodo, a alquitrán, a pescado frito, a ajo y cebolla junto con las voces de la ciudad. La melancólica música de los fados llegaba por las noches hasta el lecho que Albert y Honorine compartían con Angelika.
—Es bueno saber que el mar está cerca, así no pueda verlo
—dijo Honorine.
Albert le acarició la espalda, pasó la mano por su cintura, tocó la curva de sus caderas, como cuando le pedía sin palabras que hicieran el amor.
Los días transcurrían en medio de una enervante monotonía. Honorine les leía en voz alta a los adultos, enseñaba alemán a sus hijos, miraba por la ventana el ir y venir de los vecinos, el vendedor de periódicos, el tabaquero, el propietario del bar, las prostitutas, la vendedora de flores. Estallaban peleas entre los niños, agrias discusiones entre los mayores. La falta de ejercicio aletargaba la mente, resultaba difícil dormir en el mismo lecho con Albert y Angelika, bañados en sudor a pesar
de estar casi desnudos.
El 30 de junio les anunciaron una nueva partida. Saldrían de Portugal en un tren puesto a su disposición por el Gobierno alemán, atravesarían España antes de llegar a un lugar no determinado en el sur de Francia. Las conjeturas los mantenían en vilo.
Seis miembros de las SS, con la misión de vigilarlos hasta llegar a Alemania, se presentaron en el hotel el día de la partida. Jóvenes eficientes, bien entrenados en no dar a conocer lo que pensaban, hostiles a pesar de ser sus connacionales. Honorine se reprochaba el haber tratado de intercambiar unas palabras con uno de ellos, en un humillante intento por congraciarse.
Iniciaron el viaje en silencio, sobrecogidos por el calor, por la presencia de los guardias de la Gestapo en el pasillo, junto a las puertas de los retretes. Albert era consciente de atravesar por última vez un territorio en paz. Desde la ventanilla contemplaba el paisaje portugués, los pueblos de piedra, las torres almenadas, los cultivos, los rebaños de cabras.
Finalmente llegaron a España, que se recuperaba de la guerra civil bajo una dictadura tan férrea como la que imperaba en Alemania.
Sonrió irónico al comentarle a Wolfgang Dittler que extrañarían la democracia colombiana.
—Si es que así puede llamarse un Gobierno sujeto de tal manera a las exigencias de los Estados Unidos —respondió el exministro, ahora libre de ventilar sus opiniones.
Durmieron dos noches en el tren, desembarcaron en Biarritz. Vivirían más de un mes en condiciones semejantes a las de Lisboa, siempre bajo la vigilancia de los agentes de las SS. No había carne, mantequilla. Comían pan negro, era imposible endulzar el té, el café. Gracias al mar había mariscos, pescado. Hacía meses que habían salido de Buenaventura y todavía ignoraban cuándo llegarían a la capital del Reich.
El 15 de agosto les dieron media hora para hacer las maletas. Viajarían hasta Juvisy, en las afueras de París. La frontera alemana estaba cada vez más cerca. El desánimo se reflejaba en los rostros. Honorine habría querido pasar una noche sola al lado de Albert, abandonarse al placer sin pensar que Angelika pudiera despertar, que una de sus amigas iba a llamar a la puerta, que los vigilaban, aun en la intimidad.
Al avanzar por territorio francés, entraron de lleno en la guerra. Estaban sometidos al racionamiento. El silencio reinaba en los cafés de las estaciones. Los soldados alemanes que caminaban por los andenes subían al tren, pedían revisar el pasaporte colectivo, hablaban en voz baja con los guardias. Interrogaron a Albert, al señor Gundlach, a la señora Dittler, iluminaban con linternas los rostros de los viajeros.
La población civil parecía desorientada, temerosa. La gente, que evitaba a los agentes alemanes, se movía sola o en pequeños grupos. En muchos casos se trataba de evacuados del norte de Francia. Honorine no se separaba de Albert en el tren, que con frecuencia se desviaba de la ruta principal hacia el norte, con el fin de evitar las estaciones bombardeadas por los ingleses.
En Juvisy, al otro lado de las ventanillas, se extendía la inhóspita estación bañada por la lluvia, las líneas férreas en paralelo. Alguien aseguró que no había transporte para llevarlos al hotel. La Landesgruppe de Francia, la organización del partido nazi en el extranjero, repartía emparedados, como sustituto del café, Ersatz.
La lluvia no cesó durante las semanas de su estadía cerca de París, lo cual empeoraba el estado de ánimo. Después de las clases en la mañana, los pequeños corrían por los pasillos bajo la mirada de los hombres de las SS. Iban de una habitación a otra, metían ruido, querían saber cuándo conocerían a los abuelos, cuándo verían la nieve, cuándo podrían regresar a Bogotá, a Cali, a Barranquilla.
Albert y Honorine aprovechaban los ratos en que Angelika jugaba por fuera de la habitación para amarse, temerosos de que alguien pudiera llamar a la puerta.
—Te amo más que nunca —dijo Albert esa tarde, antes de vestirse.
—No sé qué haríamos sin ti« Angelika y yo estaríamos perdidas.
En el hotel no había calefacción, volvió a ponerse el abrigo.
En cuanto ellos, los Heimkehrer, como se llamaba en Alemania a los prisioneros de guerra o a los internados en otros países a quienes se les permitía regresar, llegaran a la frontera alemana, podrían escribir a los parientes, sin noticias suyas desde que salieron de Colombia.
En la noche del 1.o de octubre partieron de París hacia una ciudad desconocida en Alemania. Algunos especulaban que llegarían directamente a Berlín.
—No será así —dijo el exministro Dittler.
—Estoy de acuerdo contigo —corroboró el señor Gundlach—. Nos detendrán en un lugar cerca de la frontera el tiempo que tarden en convencerse de que no somos espías, ni enemigos del Reich.
—¡Hasta en Alemania nos consideran un peligro! Hemos atravesado medio mundo como indeseables —exclamó Honorine.
—Espero que conserven el certificado de raza aria a la mano. Vamos a necesitarlo cuando lleguemos a casa —dijo el señor Dittler.
A casa, pensó Honorine. La suya era la iluminada vivienda a los pies del cerro de la Popa.
Albert, con cara de no haber dormido en toda la noche, guardó su mano entre las suyas.
A las ocho de la mañana del día siguiente llegaron a Saarbrücken, en Alemania, cerca de la frontera con Francia. Les ofrecieron un magro desayuno en el comedor del tren, antes de permitirles estirar las piernas en la estación. Los buses esperaban para llevarlos a ver la ciudad.
Contemplaron los cráteres en las calles, los montones de escombros humeantes, los edificios derruidos, las fachadas detrás de las cuales sólo había aire helado, esa fría llovizna que no dejaba de caer. Reinaba el silencio que descendía sobre las ciudades después de un bombardeo, cuando en medio de los destrozos aparecían los cadáveres de hombres, mujeres y niños, vestidos, desnudos, en distintas posiciones, unos pocos con el semblante apacible, como si acabaran de dormir, otros con una expresión atormentada, cuerpos calcinados, momificados, reducidos a cenizas, víctimas inocentes de la política.
De repente la voz de Angelika se elevó en medio del desconcierto:
—Mira, mamá, ¡cuántas piedras tiradas en la calle!
Sentado en una pila de ladrillos, un anciano con una gorra empapada, vestido con un abrigo de mujer, contemplaba el vacío de lo que antes fue un edificio de apartamentos.
Ahora mi familia comienza a tener una idea de lo que es la guerra, pensó Albert.
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El presente relato es el capítulo 12 de la novela «Al otro lado del mar», publicada por Alfaguara, 2017.
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* Maria Cristina Restrepo es escritora, lingüista e historiadora colombiana. Ha sido profesora de literatura en varias universidades y ha escrito varios ensayos sobre autores como Proust. En lo narrativo, Restrepo ha destacado con novelas como De una vez y para siempre, Lo que nunca se sabrá o Amores sin tregua. En muchas de su novelas hay un serio trabajo investigativo. Se pueden considerar sus obras como novelas históricas.