Escritora del mes Cronopio

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AL OTRO LADO DEL MAR

Por Maria Cristina Restrepo*

Bogotá-Saarbrücken, 1942

Las atenciones del Gobierno parecían destinadas a resarcir las pérdidas, a reparar la injusticia, el dolor de las despedidas. En Bogotá alojaron a los deportados en un hotel en la carrera Séptima. Los niños recibían golosinas, sus padres una amplia variedad de licores. Las habitaciones eran las más cómodas, con flores y chocolates para las señoras, además de una nota de bienvenida de parte de la administración del hotel.

Albert bajó con Angelika al salón para que Honorine descansara en la primera de las habitaciones que ocuparían durante los próximos meses, esforzándose por disimular el sentimiento de derrota. No sólo quería ocultarlo de su mujer, sino de los alemanes que venían de distintas ciudades.

Cuarenta y dos diplomáticos y setenta particulares, dieciocho niños menores de diez años, junto con algunas esposas colombianas, salían deportados del país.

Buses del ejército nacional pasaron a buscarlos después del desayuno. Antes de partir hacia la estación del tren, Albert revisó el equipaje en el vestíbulo. Esas maletas contenían la totalidad de sus haberes. En caso de perderlas, iniciarían el cautiverio con lo que llevaban puesto.

La vida en Cartagena entraba a formar parte de unos recuerdos que se volverían aún más bellos a medida que transcurriera el tiempo. Esperaba que Angelika y Honorine se adaptaran a las nuevas circunstancias, que algo precipitara la guerra hacia el final. No vislumbraba la posibilidad de un triunfo sobre las fuerzas aliadas, a menos que los nazis descubrieran esa arma mortífera que, según afirmaban, estaban a punto de utilizar contra los enemigos del régimen. Tampoco creía en su existencia. La hipotética herramienta de muerte sería uno de los pocos mecanismos de distracción del Gobierno cuando Alemania estuviera próxima a rendirse.

Un grupo de periodistas con cámaras, libretas y micrófonos esperaban en la estación, pese a que el Gobierno había prohibido tomar fotografías o pedir declaraciones a los deportados. El exministro Dittler, quien fue el representante de Alemania ante el Gobierno colombiano, fue con su mujer a despedirlos. Viajarían en avión a Cali, de allí en tren a Buenaventura, para luego embarcar con ellos hacia Nueva York. Ambos parecían sacados de una revista de modas. Él, vestido con un traje de paño inglés, una camisa blanca y los modales de un perfecto hombre de mundo. Ella con unos zorros al cuello y un sombrero ladeado que resaltaba la gracia de las bellas facciones de su rostro.

Albert se tranquilizó al ver que dos empleados de la legación alemana organizaban las más de cien maletas. Esperaba el momento de cerrar la ventanilla del compartimento, pues no quería presenciar los adioses en la plataforma. Había familias que viajaban juntas como la suya, otras se separaban sin saber si volverían a reunirse. Una hermosa barranquillera sollozaba abrazada a su marido, un alemán que había llegado al país cuando tenía cuatro años. Un joven rubio, vestido de dril, se despedía de su mujer y de su hijo de meses. Al llegar a Alemania ambos serían reclutados por la Wehrmacht, enviados al frente después de un corto entrenamiento, lo cual equivalía casi a una sentencia de muerte.

Alguien le ayudó a Honorine a subir al vagón. Alguien más le indicó dónde sentarse. Angelika, que esa mañana apenas había desayunado, amenazaba con una rabieta. Tan pronto el tren se puso en marcha con un prolongado silbido, se hizo un silencio repentino. Desde la plataforma, los Dittler agitaban pañuelos blancos. Media hora después Angelika dormía, acostada en la banca del vagón. Albert la cubrió con una de las frazadas a cuadros verdes y rojos que encontró en el maletero junto con dos almohadas, buscó otra para Honorine.

Con los deportados viajaba el subjefe de protocolo del palacio presidencial, encargado de asegurar su comodidad. Nada debía faltarles, por lo menos mientras se encontraran en Colombia. Lo que pudiera ocurrir una vez salieran de Buenaventura y estuvieran por fuera de aguas territoriales no era asunto del presidente Santos, ni de su ministro de Relaciones Exteriores, ambos en el último año de su mandato.

Una vez cruzado el canal de Panamá, el Santa Lucía comenzó a navegar en zigzag hacia el norte, en una travesía que duraría dos semanas, hasta llegar a su destino. Para minimizar las posibilidades de ser torpedeados por uno de los submarinos alemanes, el barco avanzaba por las noches con las luces apagadas. Los marineros cerraban las escotillas antes de las seis de la tarde, hora en que a los pasajeros se les servía una sopa, pan, té, leche para los niños.

Los Harpe ocupaban una cabina con dos camarotes. Honorine, mareada, compartía el suyo con la niña. Por las mañanas, si el mar estaba en calma, subía a cubierta para charlar con las esposas y las hijas de los alemanes, con las colombianas que acompañaban a sus maridos. Las mujeres evitaban hablar de las pérdidas, como si disfrutaran de un viaje de placer, aunque las huellas del insomnio en los rostros delataban la preocupación.

En el barco iba el señor Reinhardt Gundlach, quien fue cónsul de Alemania en Medellín, además de gerente del Banco Alemán Antioqueño en esa ciudad, cumpliendo la orden del Gobierno colombiano sin su familia, convencido de que algún día podría regresar. Pasaba horas con Albert en la cubierta para ver a los delfines que acompañaban el barco. Angelika admiraba entusiasmada a las bellas criaturas que aparecían de repente, como impulsadas desde el fondo del mar. Los cuatro tomaban las comidas juntos, si Honorine estaba en condiciones de salir del camarote. De lo contrario, Albert le llevaba un consomé, mientras el señor Gundlach se hacía cargo de la niña.

Afuera soplaba un viento helado, los pequeños se divertían en el salón. El señor Gundlach y Albert jugaban a las cartas en la biblioteca, mal dotada, pese a lo cual este encontró un par de novelas que distrajeron a Honorine.

—Mañana llegamos —anunció ese día al despertar.

—Me hará bien volver a pisar tierra firme. El mareo es tan insoportable que no puedo pensar en otra cosa, Albert. Un mal por otro —añadió—. Siento no haber sido una buena compañía. De veras lo siento. Estuviste con la niña casi todo el tiempo.

—El señor Gundlach ha sido de gran ayuda. Debemos volver a verlo cuando regresemos, invitarlo a Cartagena. ¿Seguro que no estás embarazada?

—No hay ninguna duda.

Honorine acarició su mano, después se volvió con cuidado para abrazar a la niña. La observó en busca de algún indicio de enfermedad, pero Angelika conservaba el aspecto saludable a pesar de la falta de ejercicio, de la poca variedad del menú, de la tosca preparación de los alimentos.

—Albert, ¿crees que exista alguna posibilidad de que los norteamericanos nos retengan hasta el final de la guerra?

—En nuestro caso, no.

Extendió una mano y acarició su mejilla, después miró por la escotilla el vasto paisaje marino. Sintió su piel caliente y seca, como si tuviera fiebre. Honorine no podía enfermar, no en ese momento, ni más adelante. Un resfriado, un dolor de muelas, una infección podrían tener consecuencias desastrosas.

—Ellos tienen campos de internamiento destinados a los ciudadanos del Eje. ¿Por qué no habrían de llevarnos allá?

—Porque no están interesados en alojarnos de manera gratuita durante quién sabe cuántos años. Es posible que algunos de quienes viajan en el barco corran con esa suerte, si es que puede llamársele así. En cuanto a nosotros, los diplomáticos, el trato será más severo.

—¡Daría cualquier cosa por no ir a Europa! Hasta el peor campo en los Estados Unidos me parecería una salvación. Estaría dispuesta a vivir como prisionera de los norteamericanos el tiempo que hiciera falta, con tal de no llevar a la niña a un país en guerra.

—No te hagas ilusiones, Honorine. No hay alternativa. Permaneceremos unos meses en los Estados Unidos, pero cuando llegue el invierno, estaremos en Berlín.

—Tengo miedo.

Era la primera vez que pronunciaba la palabra. Para qué aparentar una calma que no poseía, cuando nada estaba en sus manos.

La estatua de la Libertad se recortaba altiva contra un cielo invernal, la antorcha en alto indicando a los deportados que se encontraban en la tierra de las libertades, de las oportunidades, de la riqueza y el poder. Ingresarían a los Estados Unidos por Ellis Island, y luego serían enviados a un lugar de paso, ignoraban dónde.

Angelika no paraba de hacer preguntas, de pedir que la dejaran salir a jugar. Los demás niños se preparaban con sus padres para bajar al muelle. Albert volvió a revisar que el equipaje estuviera cerrado, los abrigos sobre el camarote. Miró una vez más por la escotilla. Detrás de la estatua se perfilaba nítida la línea de los rascacielos de la ciudad, visitada tantas veces en el pasado. Pensó en lo agradable que sería llevar a Honorine a recorrer los museos, las galerías de arte, los restaurantes, las grandes tiendas. Recordó un restaurante francés en Madison Avenue, Le Taxi, las cenas en compañía de banqueros colombianos, alemanes, norteamericanos.

Los prisioneros descendieron en silencio por la rampa, vigilados por agentes del Gobierno norteamericano. Las autoridades de inmigración que esperaban en un edificio gris, de una planta, daban órdenes en inglés sin hacer contacto visual con los alemanes, que entraban al país bajo la responsabilidad de la División de Problemas de Guerra del Departamento de Estado Norteamericano, denominados como enemy aliens. Ahora eran eso, el enemigo, se dijo Albert, aun quienes estaban en desacuerdo con el afán de grandeza de Hitler, con su vana persecución de la gloria, al precio de exigir los mayores sacrificios del pueblo alemán.

En el interior del edificio hacía tanto frío como en el muelle. Comenzó a nevar, el paisaje que por un momento lo alentara se volvió tan inhóspito como ese sitio donde se tomaban sus datos y se revisaba el equipaje, prenda por prenda, sin omitir el de los niños.

Después de dividirlos en dos grupos, el de los particulares y el de los diplomáticos, un oficial de maneras insolentes anunció que ninguno de los prisioneros tendría visa de admisión. Registrarían los nombres en dos pasaportes colectivos, correspondientes a cada uno de los grupos. Una vez hecho el anuncio, el hombre, vestido de negro como sus compañeros, con un revólver al cinto, desapareció por una puerta al fondo. Un tímido murmullo de protesta se elevó en el aire helado. Volvieron a reunirse en grupos. Una mujer aseguró que los llevarían a un campo de concentración ocupado por japoneses en el oeste del país.

Recobrados del asombro de ver a sus padres sometidos a las bruscas órdenes de los funcionarios de inmigración, los niños corrían, bromeaban, jugaban a las escondidas por el local. Sus voces se volvían más estridentes a medida que transcurría el tiempo. Les llevaron emparedados, café, leche. Estaban ateridos, el café ayudaba. Honorine seguía con la mirada a su hija, incapaz de ir tras ella.

—No te preocupes —dijo Albert—. Nunca estuvo más segura.

—Tienes razón.

Al cabo de un par de horas regresó el oficial al mando con dos libretas azules, que resultaron ser los pasaportes colectivos. A través del micrófono ordenó a los diplomáticos formar una línea a la derecha del recinto, a los particulares a la izquierda. La operación tardó un rato, mientras las familias reunían el equipaje y las madres encontraban a sus hijos, que no dejaban de alborotar, inmunes a la preocupación.

En cuanto los grupos estuvieron conformados, el oficial pidió silencio: los particulares permanecerían en Ellis Island, alojados en carpas. Los diplomáticos saldrían en tren hacia White Sulphur Springs, en West Virginia, para ser internados en el hotel Greenbrier.

—¡No pueden separarnos del resto de los alemanes! —exclamó Honorine, en medio de las voces de protesta.

Las mujeres preguntaban si en las carpas habría calefacción o si tendrían que soportar un frío igual al de esa tarde. Algunas pedían ayuda a Albert. Honorine evitaba mirar a los amigos que salían en lo peor del invierno hacia las carpas preparadas por el Gobierno norteamericano.

—Albert —insistió Honorine—. Tiene que tratarse de un error. ¿Cómo pretenden que vivan así, en semejante clima? No es posible. ¡Si esos niños ni conocen la nieve!

—Por supuesto que es posible —respondió su marido, ayudándola a sentarse una vez más en la maleta, para llevar a la niña al baño de las mujeres.

Los alemanes provenientes de Colombia, concentrados con un grupo de diplomáticos italianos, llevaban más de un mes en el hotel Greenbrier, un edificio de aspecto pretensioso, rodeado de jardines. Ocupaban un piso, además de cuatro mil metros cercados con un vallado de madera en el jardín, lujo que les permitía tomar el sol, hacer un poco de ejercicio. Al otro lado estaba el campo de golf donde jugaban los políticos, los millonarios, las personalidades de la localidad. Los habitantes del lugar pronto se acostumbraron a la presencia de los enemy aliens que tanta curiosidad despertaran en un comienzo.

La rutina del confinamiento era menos difícil para los niños. Pese a los esfuerzos de las madres por bañarlos, por cortarles el pelo, limpiarles las uñas, se veían descuidados, mal vestidos, perdían los zapatos, la chaqueta, la gorra.

Ellas lavaban la ropa en las bañeras, la dejaban secar en las ventanas. Por las tardes pegaban botones, cosían dobladillos, remendaban desgarrones. Organizaron un cronograma de actividades, pese a lo difícil de mantener la disciplina en unas condiciones tan fuera de lo ordinario. Honorine era la responsable de los cursos de alemán.

Albert, el señor Gundlach y Wolfgang Dittler formaban un trío inseparable. Jugaban interminables partidas de bridge en la habitación del señor Gundlach, hablaban de política, oían la radio local. Tenían prohibido escribir cartas, sintonizar emisoras alemanas o leer la prensa de ese país. Esta última restricción estaba de más, pues apenas recibían el New York Times y el Washington Post.

Al cabo de siete semanas, los sorprendió la llegada de los particulares obligados a permanecer en Ellis Island. Las autoridades habilitaron para ellos el ala sur del piso superior. Los niños venían con enfermedades respiratorias, un hombre mayor con neumonía. Pasados tres días, se amplió el número de detenidos con el arribo de varias familias japonesas.

Honorine, que guardaba una débil esperanza, creyó ver un buen augurio. Si fueran a deportarlos, no reunirían a más personas en ese lugar que, pese a las prohibiciones, a la mala alimentación, al espacio limitado, no estaba tan mal.

—Wolfgang tiene noticias —anunció Albert una tarde, a finales de abril.

Caminaba lento, había perdido el aire atlético, el color de la piel tostada por el sol del Caribe.

Más allá del vallado de madera, los jardines reverdecían bajo la luz primaveral. El canto de las aves acompañaba los juegos de los niños alemanes, japoneses e italianos que pasaban horas en el espacio cercado, sin que sus diferentes lenguas fueran obstáculo para comunicarse.

—Un ejemplo de convivencia —comentó el exministro Dittler con su sonrisa peculiar.

Honorine adivinó lo que Albert venía a decirle.

—En cualquier momento nos embarcarán hacia Europa.

—¿Estás seguro?

La risa de Angelika se oyó detrás de la puerta.

—Es un hecho.

—¿Cómo podremos prepararnos para lo peor, con una niña de casi cuatro años?

Albert se sorprendió al oír la rabia en su voz.

—Decididos a enfrentar lo que venga.

—¿Qué será de nosotros, Albert? —preguntó, mirando por la ventana hacia el campo de golf, más allá del vallado—. ¿A quién se le ocurre obligar a unos niños a vivir en un país en guerra?

Sentía que le arrebataban a su hija para arrojarla a un vórtice de horrores, de penalidades sin nombre.

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