Literatura Cronopio

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BON REISENDER


Por Joel Almeida García*

«Lo que sea que estés buscando no va a llegar
de la manera que te lo esperas»
(Haruki Murakami en: Kafka en la orilla)

Cuando cumplí 19 años decidí que era tiempo de abandonar mi hogar. Mi familia y yo vivíamos en las afueras de la ciudad, cerca del mar. Teníamos una pequeña granja, con pocos animales: gallinas, vacas y algunos borregos. Ma y Pa, como solía llamar a mi madre y padre respectivamente, pensaban que era aún joven y no había empezado a disfrutar la vida como granjero.

Recuerdo ese año nuevo. Las otras familias, aún reunidas por las fiestas decembrinas, reían alrededor de parrilladas, mientras los padres hablaban cosas de adultos y los niños disparaban sus pistolas de agua.

Infancia.

Quizá para un joven con responsabilidades de adulto era algo entrañable.

Responsabilidades.

Debo aceptar que mis motivos para salir de la casa comenzaron en la escuela; no me ofrecía ninguna motivación. Recuerdo que el maestro de Geografía solo se la pasaba hablando de ríos y mares, nos pedía reportes, 10 hojas como mínimo, acerca de cómo se formaban las nubes, las montañas, el mundo, la vida, Dios, etc.; sus clases eran parecidas como un sacerdote en su homilía, como orador sin público; todo aquello mientras se la pasaba mirando las piernas, quizá buscando ver algo más, de las alumnas que incómodamente se sentaban al frente porque la parte de atrás estábamos los hombres. (Atrás está la diversión, ¿no, chicos?).

Responsabilidades.

Por otro lado estaban las clases dominicales. Mi familia era religiosa. Ma me hacía ir estrictamente los domingos a tomar clases de religión. En domingo; hasta el creador descansó en domingo. «No se toquen por las noches, Dios ve lo que hacen aunque ustedes no se den cuenta», decía el cura.

Responsabilidades.

Sin embargo lo que más disfrutaba eran las tareas de la granja. No eran malas. Me gustaba estar con los animales. Me sentía como Noé conviviendo con un millar de animales en un arca. Creía que era una forma de estar en contacto con la naturaleza. No teníamos muchos animales pero me sentía complacido en mantener limpia la granja y jugar con aquellos animalitos.

Pero a pesar de todo no quería irme de mi hogar. Solo quería un respiro, un espacio. Mi Pa, en su silencio, creo que sospechaba de eso.

Pa era un hombre recto, disciplinado, usaba lentes, pelo corto (producto de una pre calvicie) y siempre fumaba con pipa.

Recuerdo que en una ocasión, cuando tuvimos a lo que él llamó secamente como conversación de cosas de hombres (aunque realmente para mí fue coooosaaaass de hoooombreees), me explicó que era perfectamente normal que unas mañanas amaneciera con la ropa interior húmeda, «es normal, chico, mientras que tu madre no lo vea. Solo cámbiate y refúndelo en el cesto para la ropa sucia», había comentado aquella tarde en el tejado mientras prendía su pipa, sentado en su mecedora, «y no olvides limpiarte el pito».

Pero a pesar de todo estaba decidido. Año nuevo, vida nueva; el cliché.

En la mañana del sexto día del nuevo año me despedí de mi familia y mis animalitos, y salté a mi cacharro: un Beetle 1100 Deluxe con capote, año 1950. De lujo. Me quedé, en aquel entonces, con la idea de que Ma pensaba que mi decisión de dejar la granja, a esa corta edad, era el estilo de vida campirano. La cuestión era diferente y Pa lo sabía pues no dejaba de sonreír al momento de despedirme; es como si previera el escarmiento de mi decisión, pero también recompensa, que más adelante tendría. «La vida no te quita sin devolverte algo a cambio», fueron de las últimas palabras que dijo Pa para mí.

Supongo, ahora que soy viejo, que los jóvenes están destinados a tomar malas decisiones. A lo mejor las personas o la sociedad esperan que los jóvenes tomen malas decisiones, y conspiran para que esto suceda.

Este viaje tenía un solo propósito: en responder una vieja y perpetua pregunta de un joven que se sentía asfixiado: ¿cuál era la razón de mi existir?

Y así me puse en marcha hacia el camino por la costa, en un día soleado y con un buen viento. Hacia mi derecha había una linda vista al mar y el sol se reflejaba en el agua creando una inmensa mancha amarilla.

Nada podía salir mal.

Cuando se tiene la edad para aventurarse, muchas veces no se miden los peligros ni sus consecuencias. Tenía la libertad a mis pies, el viento danzaba mi cabello.

Sin ataduras.

Sin responsabilidades.

En eso se estaba transformando mi aventura. En una danza con la libertad.

Recuerdo que durante la primera hora de esa libertad tenía un dulce sabor a gloria. En la radio Mungo Jerry cantaba In the summertime, y mi cabeza seguía el compás de la canción; mientras maneja en un tramo largo y extenso, a lo lejos y cerca del mar, pude ver a un grupo de chicas en sus trajes de baño, toqué el claxon de mi cacharro y me saludaron desde lo lejos. Tuve una ligera erección. (No se toquen por las noches, Dios ve lo que hacen aunque ustedes no se den cuenta). «Iré al infierno», pensé. Me parecía exquisito el momento.

Mi danza con la libertad.

Una hora más tarde, con una mano en el volante y mi codo izquierdo sobre la puerta, Barry White cantaba por la radio You are the first, my last, my everything; comenzaba a extrañar a mi familia, después de todo este viaje (o ¿huída?) no era por ellos, ni culpa de ellos.

Pero hoy, años más tarde, lo sabemos. Hoy sabemos que los buenos momentos duran poco.

¿Qué podría salir mal?

Vuelve a mi memoria aquel momento, el momento en el que mientras Barry White terminaba su canción por la radio y disfrutaba del viaje en mi cacharro. A lo lejos divisé a una persona que tenía algo en la mano con lo que apuntaba a un perro. Los pasé.

¡Era una escopeta lo que tenía en las manos!

Deseaba pasar por alto el asunto, sin meterme en las cosas de los demás, y más cuando se trataba de escopetas, pero al mirar por el espejo retrovisor, algo en mí, como una voz lejana que entró como brisa por mis oídos, dijo que debía de hacer algo; «seré yo quien reciba el plomazo por entrometido, pero ahí voy», pensé.

Hice caso a aquella voz lejana.

Pisé el freno y las llantas de mi cacharro rechinaron sobre el asfalto. Aceleré en reversa y detuve mi Beetle a unos metros de donde estaban el hombre y el can. El sujeto giró su cabeza hacia mi cacharro sin dejar de apuntar al pobre perro, bajé del auto y me dirigí, manteniendo mi distancia y los brazos en alto; sentí el aire ondular mi cabellera. Era una suerte que en ese momento no pasaban automovilistas.

―¡Oiga!, ¿qué hace? ―grité con un ligero tono de miedo.

―¡Desaparécete, niño!, esto no te incumbe ―contestó aquel hombre sin quitar la mirada al perro.

―Vamos amigo. No puede matarlo, ¿qué le ha hecho?

―Es un estúpido, un inútil, por su culpa me han robado. No es un buen cuidador ―gritó aquel hombre lanzando gotas de saliva.

Lo que me ha dejado la experiencia de vivir en la granja es que los animales, aunque sean de granja, no todos se comportan ni son para trabajos de granja; una persona que tenga cerebro no significa que lo use. Este tipo era un claro ejemplo.

―Mire ―dije en tono calmado pues el hombre-sin-cerebro tenía una escopeta― ¿Por qué mejor no… ―hice una pausa poniendo mis pensamientos en orden― …¿por qué mejor no me lo da, eh? ―.

―¡Qué!, ¿por qué querrías tener a este estúpido perro?

El pobre can, como si pudiera entender cada una de las palabras, miraba hacia el suelo con las orejas caídas. El hombre-sin-cerebro seguía sonriendo. Largas filas de sudor corrían por su abultado abdomen, además tenía mancha húmeda en forma de «V» en su pecho.

Luego dejando de reír, mirando al can y volviendo su vista hacia mí, continuó el hombre-sin-cerebro.

―Pero te diré algo, chico ―y aquellas palabras sonaron como un tipo que estaría filosofando en una barra de alguna sucia cantina (¿existen cantinas limpias?)―. Lo que sí valoro de un hombre es que tenga bolas para hacer frente a otro hombre por algo que él cree. Honor, si así lo quieres llamar ―. Bajó la escopeta, se la colocó en su hombro derecho, y sacó un pañuelo de su bolsillo para secarse el sudor de las axilas; creo que el acto no fue tan repugnante después de todo porque la escopeta estaba fuera de peligro, tanto al perro como de mí (sobre todo de mí)―. Si lo quieres, puedes llevarte a este saco de pulgas.

Recuerdo que abrí los ojos tan grandes como pude. No imaginé que ese hombre, a punta de escopeta dispuesto a matar a un inocente animal, pudiera ceder tan fácil. Obviamente, esto último solo se limitó a quedarse en mi pensamiento, no era buena idea decirlo en voz alta.

Y dicho lo anterior el hombre-sin-cerebro dio una simple patada, ligera en las caderas del can haciendo que se dirigiera hacia mí, dando una carcajada cual villano de serie antigua. El can avanzó lentamente como si creyera que en cualquier momento viniera algún otro golpe mayor. Me puse en cuclillas y llamé al can, se acercó y movió ligeramente el rabo, alzó sus orejas, me olfateó y lamió la mano.

«Es un pastor alemán», pensé.

Me incorporé y llevé al can hacia mi cacharro. Cuando me dirigí hacia el hombre-sin-cerebro se estaba subiendo a su camión aún con sus fuertes carcajadas, como si tuviera a un copiloto con quien compartir un chiste. Arrancó pasando por nuestro lado. Y seguía riéndose.

Hasta entonces, mis ojos no se despegaron de ese camión en tanto que desapareció por la carretera.

De vuelta al camino, y mientras en la radio un vendedor ofrecía seguros para auto y mencionaba las ventajas de tener un auto asegurado, miré hacia mi copiloto.

―Estás contento, ¿eh? ―el can me miró y dio un par de ladridos.

―Sí, pero casi me orino cuando estábamos allá, haz de saber ―el can movió la cola como diciendo, «sí, yo también».

Después de un rato de conducir lancé una ilógica pregunta a mi copiloto.

―¿Y cómo te llamas? ―los ojos del can miraban como diciendo, «¿cómo me quieres llamar?».

―Hago un viaje. Tú vienes conmigo, ¿cierto? ―tras una pausa mientras buscaba en mi biblioteca mental algún nombre para mi acompañante―. Te pondría Virgilio pero eso a mí me haría Dante. No quiero ir al infierno ―seguía pensando―. Robot, pero eso a mí me haría Will, y no estamos perdidos en el espacio. Eres un viajero como yo después de todo ―y el can movió felizmente su cola, dando un ladrido―. Oye, de acuerdo, de acuerdo. Te llamarás Viajero ―. Y con una buena música, el reflejo del sol acompañándonos, y un largo camino por delante, dejé que el viento nos llenara de vitalidad: a mí y al buen Viajero.

Horas más tarde, y después de alimentarnos, mi Beetle, Viajero y yo, retomamos el camino, aún sin un destino fijo. Es raro decirlo, inclusive a mi edad, la tristeza que alguien ande por la vida sin un rumbo determinado, como decía Ma: «todos los caminos siempre te llevan a tu destino, no definir uno puede llevarte o dejarte en el mismo punto de origen».

En la radio James Brown gritaba I feel good, me siento bien, decía la canción, y era cierto, nosotros también en nuestro rumbo sin destino.

Pero sabemos que los buenos momentos duran poco, ¿cierto?

Allá a lo lejos se escuchó una explosión, en ese momento pensaba que era la pirotecnia de alguna persona que aún celebraba el nuevo año, pero no parecía que fuera así. Más tarde en una estación de gasolina conoceríamos, mi chica-linda, Viajero y yo, la procedencia de esa explosión.

Mientras tanto, en esos momentos intentaba ubicar la procedencia de aquel sonido. Miré hacia mi izquierda, derecha y por el retrovisor. Cuando volví mi vista hacia adelante, había una persona, sola y sin vehículo, pidiendo autostop. Bajé el volumen de la radio y me detuve de lado de ella.

Era una muchacha y era muy guapa, rubia (¿natural?), no mayor que yo en edad, piel blanca, delgada y lucía unos pantalones cortos (muy cortos) y una blusa sin mangas. Tenía el pelo amarrado con un listón que combinaba con el color rosado de su blusa.

Vive la France, jeune homme, merci de vous arrêter, pourriez-vous me donner un tour à la prochaine station d’essence?

Me quedé observándola atónito, tal vez como un idiota. No sé si fue por su belleza o porque no entendí, en aquel entonces, ninguna de las cosas, supuse que eran palabras, dijo rápidamente la rubia. Todavía en aquel trance hipnótico-idiótico pude percibir que ella olía agradable, como a cerezas, quizá era su desodorante. Noté que Viajero también la observaba y ladeó su cabeza dando a entender que tampoco entendió lo que acaba de decir la chica.

Me sonreí y negué con mi cabeza a la chica linda, en adelante chica-linda, dándole a entender que no comprendía.

Como un ángel, chica-linda sonrió; probablemente pensó que mi negación respondía a su pregunta, o lo que haya dicho.

Vous ne parlez pas français? ―creo que seguía viéndola como idiota, pues chica-linda captó el mensaje, por lo que me dijo en un español raspado.

―Es francés, me llamo Monique, y te acabo de decir si puedes llevarme a la estación de l’essence… ―noté que se quedó pensando, como si buscara la palabra correcta en español―. A la estación de gasolina más cercana ―y sonrió buscando en mí alguna aprobación de que se dio a entender.

Asentí y acepté llevarla porque la siguiente estación estaba a más de dos horas de camino. Una vez que chica-linda entró al Beetle, dejé que mi yo idiota hiciera el comentario.

―No tendrás alguna arma escondida por ahí, ¿verdad? ―chica-linda sonrió.

Et vous n’êtes pas un violeur qui voudrait profiter d’une fille innocente, non? ―abrí los ojos en señal de no entender. Chica-linda sonrió de nuevo.

―Dije que si no eres de esos hombres malos que se aprovechan de las mujeres ―.Yo negué inmediatamente con la cabeza y sonreí. Viajero se fue hacia la parte de atrás.

Cuando ella entró me dijo «Mercy» que más tarde supe que significa gracias.

Durante el camino nos presentamos y compartimos un poco de nosotros. Le platiqué sobre mi vida allá en la granja y mi familia. Omití lo de mi pregunta perpetua, sin embargo ella fue más profunda e hizo que mis razones se convirtieran en un mero berrinche de niño a quien no le compraron un cucurucho.

―Me fui de hogar. Tuve que hacerlo, familia no me comprende. Padre alcohólico, con amantes; a veces siento su mirada en mi trasero. Hermana, prostituta de la localidad. Madre histérica que se droga para evitar pensar en todo eso. Claro, me mandan a colegios caros fuera del país, me dan todo, nací en cuna de oro, pero eso es lo que me molesta ―. Hizo una pausa. Noté una lágrima que resbala por su mejilla izquierda―. Las cosas que tengo no son mías, son de ellos. Quiero tener algo, tan solo algo que yo misma me haya ganado, por mis esfuerzos. Les dejé una nota, me iré con abuela al otro lado de la ciudad, conseguiré un empleo, ganaré dinero y me compraré cosas con ese dinero, que será mi dinero.

Súbitamente las clases dominicales no eran tan malas, ¿a que sí? (No se toquen por las noches, Dios ve lo que hacen aunque ustedes no se den cuenta).

Chica sacó de su bolsillo un dulce y me dio la mitad.

Bon appetit ―dije cortésmente.

¡Oh, lala! ―respondió asombrada chica-linda― Sabes francés después de todo.

―Realmente no sé lo que es, mi Ma (para entonces Monique sabía que significaba mamá) siempre mira programas de televisión de cocina y a veces las personas dicen bon appetit, antes de comer; supongo que es para bendecir los alimentos o algo por estilo.

Chica-linda estalló en una enorme carcajada. Eso me agradó y de pronto sentí la necesidad de reducir la velocidad de mi cacharro; disfrutaba el momento de estar con ella.

Y así, después de un rato de silencio, mirando hacia el camino, Viajero sacó su hocico entre nosotros; tenía la lengua de fuera como si estuviera esperando alguna pelota que perseguir o frisbee que alcanzar.

Ambos reímos. Todavía recuerdo esa risa cálida e infantil.

quel chiot mignon, ¿cómo se llama? ―dijo con palabras cariñosas viendo y acariciando la cabeza de Viajero―. Se llama Viajero, es un pastor alemán. ―y casi instantáneamente, dijo impetuosa― Reisender ―y me quedé mirándola. Sentí que mi amigo el idiota había regresado―. Reisender, significa viajero en alemán, ¿entiendes? ―miré a Viajero, quien dio tres ladridos rápidamente pues entendió rápidamente.

Dije para mí pero resulté decirlo en voz alta.

Reisender… me gusta.

Era hermosa la situación. En verdad no quería encariñarme. De hacerlo, sabía que solo sería un espejismo, sería como un arco reflejo en la rodilla. Traté de alejarlo de mi mente. Ese momento, los cuatro: chica-linda, Reisender y yo, y mi cacharro. Definían en ese momento el sentimiento que respondía a mi pregunta existencial.

La situación.

Pero lo sabemos, ¿cierto?, acerca de los buenos momentos.

Después de más de las dos horas estimadas, supongo que inconscientemente (aunque creo que fue más en consciencia) de reducir la velocidad de mi Beetle para así pasar más tiempo con chica-linda, habíamos llegado a la estación de gasolina, tristemente. Pudimos apreciar a varias personas afuera del establecimiento del autoservicio. Algunas se alejaban rápidamente. Se escuchó un sonido lastimoso, como cuando una copa explota o un corcho sale disparado de su botella.

Sin embargo, y a pesar de que el sonido me pareció misterioso y extraño, no me detuvo para estacionar mi cacharro cerca de una caseta telefónica, y chica-linda se bajó despacio, supongo que también deseaba que el momento no terminara, o así lo quería creer.

Y estiró la mano para despedirse.

Merci. Y Significa, gracias ―dijo ella en tono tan sutil y melancólico que me hizo entristecer aún más; asentí y ella sonrió. El silencio habló por los dos y dejé que mi amigo el idiota se despidiera de la rubia, momentáneamente.

Aún seguíamos de la mano cuando se volvió a escuchar otro ruido, aquel que escuché como el destape de una botella, y tal fue la resonancia que Reisender se incorporó y comenzó a ladrar; salpicaba gotas gordas de saliva, lo noté pues lo tenía cerca de mí, haciendo que soltara la mano de la chica-linda.

Un segundo destello y escuchamos el grito de varias personas. Chica-linda giró y lanzó un alarido. Como tenía bloqueado el campo de visión tuve que estirarme hacia mi derecha; pude percibir la energía del ladrido de Reisender.

Y al fin pude ver lo que estaba detrás de ella. Era él de nuevo.

El hombre-sin-cerebro había regresado.

Una masa amorfa, como un humanoide que emulaba al hombre-sin-cerebro, se encontraba afuera del establecimiento. Miraba hacia a todos lados pero al final sus ojos, un par de pelotas de golf sin pupilas, se posaron sobre nosotros.

Y sonrío.

Mostró unos dientes afilados y perforados. Desde su boca le escurría sangre y hacía honor a su apodo: tenía una especie de hueco u orificio arriba en su cabeza.

Y empezó a caminar hacia nosotros. Reisender seguía enojado, pero muy enojado.

El humanoide arrastraba los pies, murmuraba palabras sin sentidos. Su camisa fue arrancada de un tirón por sus manos, unos guantes colgantes en forma de gelatina cuajada, mostrando su pecho como rollos de piel; me recordaba aquel personaje regordete que anuncian en las llantas. De pronto apareció, como si fuera tatuada con una tiza ardiente, la palabra Zvilpogghua en su barriga pronunciada.

Mi vista se dirigió a esa palabra, haciendo sonreír al humanoide, y en lugar de lengua, mostró un tentáculo oscilante y babeante; la gente seguía corriendo y gritando. Reisender había dejado de ladrar.

Salí del auto por el lado del copiloto, pues quería proteger a chica-linda quien no dejaba de sollozar y de temblar. Aún con el tentáculo oscilando, el humanoide dio un salto hacia nosotros. El buen Reisender, desde el auto, también dio un salto como si fuera a atrapar un frisbee. El can abrió su hocico y de él salió una luz blanca que nos cegó a ambos.

Y después oscuridad y silencio.

Debí perder el conocimiento porque, encontrándome parado como maniquí, sentí unos lengüetazos en mi mano derecha; el humanoide desapareció y las personas caminaban casuales, como si nada pudiera perturbar, o perturbó, su vida hacía unos minutos (¿horas?).

Encontré a chica-linda también congelada, fui hacia ella, la tomé de su mano pudiendo así sacarla de su estado catatónico; desorientados buscamos alrededor algún indicio o respuesta a lo que acababa de suceder; nuestras miradas convergieron en el can. Ahí se encontraba, frente a nosotros (posiblemente en el mismo lugar de donde saltó el humanoide-sin-cerebro), movía la cola y con la lengua fuera.

De pronto todo quedó en silencio.

Un fuerte zumbido retumbó en mis oídos, parecido al sonido de un canal de televisión cuando pierde la señal quedando solo barras de colores; miré a chica-linda y tenía tapados sus oídos con las manos; yo, sin darme cuenta, hacía lo mismo. Las personas parecían no escuchar el sonido, pues caminaban tranquilamente sin mirarnos.

Y como si alguien apretara el botón de mute de un control de mando, el zumbido fue silenciado; atraje hacia mí a chica-linda. Reisender permaneció quieto, observándonos; dejó de mover su cola, metió su lengua y cerró su hocico; con la claridad que aún llevo en mi memoria escuchamos a Reisender decir:

Y yo que pensé que los viejos demonios continuaban dormidos.

Sin decir palabra alguna, temblando, minutos después nos subimos chica-linda y yo a mi cacharro; Reisender también nos acompañó, y volvía a mover su cola y adoptar la actitud de «aviéntame una pelota». Prendí la radio, mi mano temblaba, no podía encontrar una estación por la adrenalina de: ¡escuchar a un perro hablar!, miré a chica-linda, ella con los ojos abiertos como platos me lanzó una sonrisa nerviosa. Al fin Creedence Clearwater comenzó a cantar por la radio, «I see the bad moon arising», y el ritmo hizo aminorar la tensión que existía.

Si bien este es el fin del relato, estimado lector, y si esta historia fuera una de esas novelas extensas, seguro tendría un epílogo; sería injusto no compartir los eventos posteriores al de la gasolinería: Regresé al anochecer a mi hogar, conmigo chica-linda y Reisender. Mi Pa estaba sentado en la entrada en su mecedera (la misma de coooosaaaass de hoooombreees), fumando su pipa; sonrió al vernos llegar. Mi Ma salió corriendo e instantáneamente se detuvo, se nos quedó mirando: «¿está embarazada?», preguntó. Chica-linda miró su estómago como diciendo «¿me veo gorda?». Ya en el comedor explicamos lo que sucedió, las razones por las que chica-linda huía, platiqué cómo conocí a Reisender, pero omitimos lo de la gasolinería; pensarían que estábamos locos. Mi familia aceptó alojar a chica-linda por una temporada.

Reisender desapareció a la mañana siguiente.

Con el paso de las semanas mi familia tomó cariño a chica-linda, ayudaba amablemente a las tareas hogareñas, así hasta el día en que mi Ma y Pa fallecieron (infarto y coma diabético, respectivamente); cada uno de esos días fueron muy duros para mí, pero mi esposa, chica-linda, estuvo conmigo (¡Sí!, nos casamos) en cada uno.

Estuvo conmigo hasta que ella, mi eterna chica-linda, también me dejó, muriendo de una neumonía varias décadas después. Tuvimos dos hijos preciosos.

Y hoy, que estoy anciano y ya un poco cansado, estoy sentado en mi viejo cacharro, una antigüedad ya oxidada. Hoy hace 50 años que conocí un pastor alemán, una chica-linda y a un… humanoide. A veces quisiera ayudar un poco a la muerte con mi tránsito al otro mundo, sin embargo, días como estos, solo me quedo aquí sentado, hablo o pienso en voz alta y comienzo a recordar ese día; prendo la vieja radio y escucho la música que me lleva a ese momento: Creedence Clearwater, ahora como revival, siempre me acompaña (coincidentemente), «I see the bad moon arising»… miro por el retrovisor y ahí está, de una manera u otra, en el asiento de atrás, siempre conmigo…

Chica-linda tomó mi mano temblorosa cuando buscaba cambiar la estación de radio, y la acarició como diciendo «deja la canción correr»; la miré y pensé que estaba a punto de llorar. Nos quedamos mirando y de pronto explotamos en carcajadas; reímos por un largo rato para calmarnos.

Miramos hacia la parte de atrás para ver a Reisender, y él parecía también sonreír, «comparte nuestro momento», pensé.

―Buen Reisender ―dije en voz alta, sin dejar de reír.

Bon Reisender ―casi como un susurro me dijo chica-linda poniendo su mano sobre mi rostro.

Creedence Clearwater nos acompañó en el resto del camino.

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* Joel Almeida es Licenciado en comunicación y magíster en pedagogía. Ha sido editor de la Gaceta institucional de la Universidad de las Californias Internacional.

 

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