Literatura Cronopio

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CHARLA SIN CAFÉ

Por Marisol Gámez Herrada *

—No me gustan los espejos. Hay gente que le gustan; a mí no. Nunca me han gustado.

—¿Y por qué no le gustan los espejos? —Pregunté con curiosidad a la mujer que luego de haber recorrido las cuatro habitaciones, se había parado con mueca de repudio frente al espejo de casi cuerpo completo que descansaba sobre el suelo. Era la segunda vez en menos de un mes que alguien me hacía ese mismo comentario sin que yo lo hubiese propiciado; y en la primera ocasión la mujer de edad avanzada que había proferido esas palabras, respondió a esa misma pregunta con un «No sé… simplemente no me gustan. Todos nacemos odiando algo. Yo nací odiando los espejos». Quería escuchar el motivo de una segunda persona.

—¿Te gusta mirar tristeza?… Los espejos te muestran lo que eres, pero más aún, te muestran tu pasado. Y el pasado siempre es triste. Siempre que me veo a un espejo veo sólo tristeza; no me gusta mirar mi pasado. ¡Odio los espejos! —estas últimas palabras sonaron más a un iracundo y nostálgico monólogo que a un trozo de respuesta a mi pregunta.

—¿Tristeza? —fue lo único que salió de entre mis dientes, y tan espontáneamente, que apenas estaba yo armando un argumento complementario en mi mente, cuando ya estaba recibiendo réplica.

—Sí. ¿No te has dado cuenta de que gran parte de la vida se compone de puras tristeza? Y el resto, los pocos momentos que uno llama de «felicidad», saben a nostalgia en cuanto quedan atrás. —Ciertamente le daba algo de razón en cuanto a la nostalgia, pero ¿tristeza?, ¿tanta? Me miró y con interés ataviado de real asombro, preguntó. —¿Eres feliz?

—Sí. —Seguía yo sin comprender su apego a la «no felicidad», aunque la escena nacida casi de la nada me mantenía intrigada.

—Paz… tal vez sea eso lo que sientes; no felicidad.

—Pues no… en serio soy feliz.

—¿De verdad? —como si aquello fuese en verdad imposible.

—Sí… es decir, como todos tengo altas y bajas, momentos buenos y otros que parecen no serlo; pero al final de todo aprendo… y trato de encontrarle el lado positivo a todo. Así que a pesar de todo, me considero feliz. En paz muy a menudo, es cierto, pero feliz.

—¿Qué edad tienes? ¿20? —indagó con curiosidad y me hizo plantearme la idea de que posiblemente con el paso de los años el concepto de felicidad cambia y que inclusive su presencia podría tornarse confusa, evasiva, escurridiza. A fin de cuentas ella era mayor que yo. —25— Respondí.

—Recuerdo cuando tenía tu edad —dijo torciendo el gesto. —No era nada feliz. Creo que nunca lo he sido. —Y su mirada se pausó en un punto que presentí pertenecía a otro espacio y otro tiempo; sus ojos se llenaron de tristeza e ira puras, y algo similar al miedo, asomó a su rostro; como si teniendo de pronto frente a ella una puerta que se abría hacia atrás y a través de los años, temiese adentrarse y darse cuenta de que sería difícil salir de ahí o que tal vez nunca lo había hecho. —Tengo 61 años —Agregó; «se ve mucho más joven» pensé y probablemente también se lo dije. Y no sé decir en qué preciso momento, ni de qué manera, la insté a continuar o ella decidió hacerlo. De pronto me convertí en espectadora de una vida hablada.

«Siempre jugaba sola. Tengo dos hermanas mayores, una me gana con 4 años y la otra con 5; ellas siempre se llevaron bien, pero nunca querían jugar conmigo. En la casa teníamos un perro, un gato y un cotorro… no un perico cualquiera, no, uno de esos de verdad, que gritan y hasta hablan. Ellos eran mis compañeros de juegos.

»El perro era el papá, el gato la mamá y el perico era el hijo. Mi papá tenía arrumbado un sombrero viejo que yo tomé, pero cuando se lo ponía al perro se le caía, así que le hice dos hoyos a la altura de las orejas; entonces el sombrero se quedaba quietecito sobre su cabeza, siempre y cuando el perro no intentara quitárselo, porque entonces o se le ladeaba o yo lo regañaba para que no lo volviera a hacer… y él entendía. También le ponía un pañuelo en el cuello; se veía muy guapo. Yo era apenas una niña. A la mamá, o sea al gato, le ataba un paño de mujer igual, en el cuello ¡y vieras que guapa se veía!; supongo que le gustaba, nunca hacía nada para quitárselo, o tal vez era muy flojo. Al cotorro lo dejaba así, suficiente hacía con quedarse tranquilito durante el tiempo que jugábamos. Había una caja con ruedas, como una carretilla pequeña; ahí subía a la mamá y al hijo y con una cuerda la ataba al perro y lo hacía caminar atrás de mí por toda la casa; como era el papá, «tienes que sacar a pasear a tu familia» le decía yo. Todos se veían felices, sobre todo el gato y el perico; el perro a veces se cansaba y tenía que empujarlo para que avanzara. Mi mamá no me decía nada, y eso que enserio yo paseaba a la familia por toda la casa; a lo mejor porque me veía entretenida y así no molestaba a nadie.

»Mi madre tenía muy mal humor; al menos conmigo. A mis hermanas las quería mucho. Mi papá siempre había querido un hombrecito, y ansiaban que al tercer intento saliera; pero salí yo. Mi padre deseaba tanto al niño, que desde que nací, mi mamá me odió por ser mujer. Enserio no me quería. Hiciera lo que hiciera todo le parecía mal o le daba igual. Si mis hermanas sacaban sietes u ochos en la escuela, ella se ponía muy feliz y les preparaba su comida favorita o les compraba un vestido nuevo. Yo quería que me quisiera, que me tomara en cuenta, así que estudiaba mucho y le echaba muchas ganas, y sacaba dieces; llegaba feliz a casa con mis calificaciones, y se las enseñaba a ella, pero ella apenas y si las veía y torcía la cara o decía que estaba muy ocupada. “Dale la boleta a tu padre para que la firme”; y mi padre sin decir nada lo hacía; ni siquiera me volteaba a ver. Él siempre hacía lo que ella quería; si ella decía y ordenaba algo, siempre estaba bien; era como un cero a la izquierda. Mi mamá siempre estaba ocupada cuando yo la necesitaba, o le dolía la cabeza.

»Un día me harté; estaría yo en tercer año, y me dije «si mis buenas notas y mi buen comportamiento no los hace reaccionar, entonces ahora haré todo lo contrario». Era una niña, yo sólo quería llamar la atención, que me quisieran. Así que empecé a sacar seises y entonces sí, hasta mi papá despertó. ¡Se enojaron tanto conmigo!, me regañaron muy feo y a partir de ahí se la pasaban presionándome para que hiciera la tarea.

»Mis hermanas se casaron muy jóvenes, una de diecinueve y otra de veinte. Entonces un día mi mamá me dijo “Hija, quedamos tú y yo de mujeres, así que a partir de hoy tienes que verme como tu única y mejor amiga, Quiero que me cuentes todo lo que pasa contigo”. No supe si reírme o llorar, y con mucho coraje le dije “¡¿Está usted loca?!… ¡toda mi niñez me hizo a un lado y ahora quiere que confíe en usted!”; nunca más volvimos a hablar de eso.

»Yo la odiaba. Cuando murió fui la mujer más feliz; su muerte era una bendición.

»Con decirte que cuando tuve mi primer periodo yo no sabía lo que me estaba pasando. Es cuando uno dice “¡Benditas sean las vecinas que son más familia que la tuya propia!”.

»Y la virginidad… eso no significa nada para mí. ¿Y qué podría significar si tu primera vez fue una violación, con la que tu madre estuvo de acuerdo, y que tu padre luego de instarla, la aplaudió? Él era maestro de mi padre. Y cuando lo invitaban a comer, mi madre hacía que yo arreglara la mesa y pusiera “mantelitos individuales”. ¡Odio los manteles individuales!; siempre que me regalan, y me han regalado muchos, los tiro. ¡Viejo asqueroso!, ¡Qué asco me daba!… y ¡Qué asco me da acordarme!

»A mis hermanas siempre les compraban ropa nueva… yo siempre me puse ropa usada. Ahora odio vestir con ropa que no sea nueva».

Seguíamos paradas en medio de la sala, una a cada lado de la mesa redonda que yacía en el centro, bajo un extraño candil Art Decó. Llevábamos al menos media hora charlando, o mejor dicho, llevaba al menos treinta minutos escuchando con atención aquella narración envolvente; y pensé «¿Y si comenzara a llover?… Deberíamos beber café», pero el poco café que quedaba en la vacía cocina de la antigua casa, se había humedecido y no había azúcar. Entonces le ofrecí asiento y toda mi presencia e interés implícitos.

—A todo esto… Mi nombre es María Cruz —dijo sacándome de mi monólogo mental. «…como si el nombre tuviese algo que ver», pensé antes de responder con el diplomático «Es un placer. Yo me llamo…».

«Lástima que no haya café y que ya haya empezado a llover…», me dije a mí misma y entonces nos sentamos.

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*Marisol Gámez Herrada nació en Guadalajara (México). Desde muy pequeña se sentió atraída por las Artes. A la edad de 12 años comenzó a escribir poesía, y más tarde se licenció en Artes Visuales. En cuanto a las letras, ha pasado por diversos temas plasmados básicamente en poesías y cuentos. Algunos de sus relatos han sido publicados en la revista online «El Perro» (Guadalajara – Riviera Maya), y ha tenido la oportunidad de tener dos cuentos impresos. En 2015 su texto «Xocolatl» apareció en la Antología tapatía «La Tierra en que andamos»; y en 2016 «Tierra Mojada» fue seleccionado para aparecer en la Antología «Escrivive Playa» de origen quintanarroense. Actualmente trabaja como escultora en Taller de Proyectos de Parque Xcaret (Quintana Roo).

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