Anemoscopio Cronopio

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DANZAR PARA MORIR: LA DANZA DE LA MUERTE, POEMA CASTELLANO DEL SIGLO XIV

Por John Jaime Estrada G*

Morir cristianamente, memento mori, en la sociedad cristiana del siglo XIV, adquirió una singularidad nunca antes vista, tal cual como se puede verificar en la documentación de la época. No nos referimos al hecho esperado de morir; hoy explicado como un proceso químico–biológico, sino a la muerte «a primera vista, una especie de vida que prolonga, de una forma u otra, la vida individual». En aquel entonces se trató de la muerte en visión salvífica. No nos referimos a «las perturbaciones que la muerte produce en la vida humana, lo que se entiende por el ‘horror’ a la muerte». Al contrario, a la muerte beatífica, lo que territorializó en la variedad de los momentos religiosos, el más decisivo, esperado, a pesar de los deseos de vivir.

El temor a la muerte, una realidad universal que podemos cotejar con las distintas culturas y religiones, ha concedido en sus rituales para los que viven, amplio espacio a este suceso esperado pero indeseado. En consecuencia, se celebra más la muerte que el nacimiento; de ahí que «las pompas de la muerte aterrorizan mucho más que la muerte misma». Paradójicamente, la muerte ha llegado a ser en la cultura occidental el acontecimiento más importante, a favor de quien muere y ya no está más con nosotros. Esta constatación, en el terreno antropológico, nos ayuda a comprender el íntimo tejido entre la muerte y las instituciones; campo de amplio estudio en el transcurso de los siglos XX y XXI.

Fue a partir del siglo XII, en la Europa cristiana, que morir empezó a ser objeto de agudos debates, estimulando el trabajo legal y doctrinal, lo que podemos seguir en su trayectoria hasta los comienzos del siglo XIV, cuando los momentos finales del agonizante cobraron la mayor importancia a despecho de todo lo vivido. Fue el siglo en que el concilio de Vienne (1311) debió dogmatizar sobre la esencialidad del alma; limitando la posibilidad de disputar en torno a ello. A partir de entonces era dogma de fe, por tanto, inapelable y obligatoriamente aceptado.

Morir en el siglo XIV era también muy diferente en las prácticas higiénicas y funerarias —que ahora no vienen al caso—. Resulta que por aquel entonces empezaron a proliferar los manuales normativos, orientados a la correcta unción y absolución de los moribundos. Se debía seguir rigurosamente el ritual ya que se trataba de conferir un sacramento que podía devolver incluso, la salud al agonizante. El sacramento involucraba dos elementos: de un lado, reconocer la omnipotencia de Dios (a través de un significante, el óleo sagrado), el amo absoluto de la vida; en otra dirección, apelar a su misericordia infinita que le permitiría a quien estaba muriendo, la confesión y salvarse. Esto sólo podía conferirlo el sacerdote, en secreto y oralmente. Un acto que catalizaba el movimiento popular penitencial de confesarse ante la comunidad, lo cual excluía al sacerdote, desconocía cualquier mediación eclesiástica y comunicaba al creyente directamente con Dios, amenazando la sobrevivencia de la iglesia.

En la perspectiva del derecho canónico, en el memento mori, legalmente cesaba toda intermediación (hasta la única aceptada, la de la virgen María) y quedaba el moribundo solo frente a Dios. Pero hay algo más, era la ocasión propicia para ejemplificar en la predicación, el instante al que a todos los seres humanos llegarían algún día y del cual nadie podría escaparse.

Por cierto, aunque la predicación insistía en aquel instante de igualdad entre los seres humanos, se desmentía existencialmente, pues es bien sabido que no todos morían en las mismas condiciones. Más aún, la nobleza solía mantener en sus residencias capillas privadas con sus capellanes exclusivos para la familia. En efecto, los rituales posteriores reinstauraban la desigualdad social que se tenía en vida. Para aquella época ya la iglesia había constituido un aparato legal que desde esta vida controlara la otra, la verdadera según lo establecieron las formulaciones teológicas de la época y el conjunto de creencias que llamaron fe. Al morir, las almas irían al paraíso, al infierno, o tendrían un intervalo en el purgatorio hasta el juicio final.

A todo esto, en el memento mori se daba una condición in extremis, en la cual se podía evitar el riesgo de ir al infierno pasando al purgatorio. La contrición final incrementaba la posibilidad de salvarse a quien moría bajo el sacramento de la extremaunción. La vida, para los cristianos en sus últimos momentos, adquirió una intensidad nunca antes vista. No obstante, aunque el mundo de los muertos era la potestad absoluta de Dios, con la compra de indulgencias y prácticas piadosas como: la legación de bienes a la iglesia, las limosnas de los vivientes a nombre del que muere y la escogencia del lugar para ser enterrado, se conseguía acceder a la salvación en la otra vida. Nada le dio tanto valor a la muerte como el hecho de que a partir de ella empezaba el periplo de la salvación o la perdición del alma, elemento básico en la escatología cristiana que reinstauraba la muerte como un castigo a la humanidad por el pecado y que definía la soteriología cristiana.

Si nos hemos detenido en estos contextos históricos, es para clarificar que este sacramento se fue gestando conjuntamente con los parámetros ideológicos y políticos que circulaban socialmente en la Europa cristiana. Dicho de otra manera, no fue lo que se llamó «la peste negra», acaecida en la primera mitad del siglo XIV y que diezmó a todos los estratos sociales (ni los Papas escaparon a ella), el acontecimiento subyacente o que originara esta práctica sacramental. Así que operó como ocasión propicia para incentivarla, no como el acicate de ella, tal como de manera errónea lo han señalado algunos historiadores, incluso Foucault. Asimismo, no tiene una relación efectual con el poema La danza de la muerte.

El poema castellano reinstaura la condición mortal y universal del ser humano. Se trató de un tópico que fatigó la literatura y el arte pictórico en las distintas lenguas europeas y que continuó su curso durante los siglos XV y XVI. También los artistas pintaron murales en diferentes iglesias europeas para visualizar y ejercer así una función nemotécnica del tópico. Algunos murales se acompañaron de estrofas de estos poemas en lenguas vernáculas; práctica que se extendió durante los sangrientos años de la mal llamada «Reforma». De todos ellos quizá las xilografías de Hans Holbein «el Joven» sean las más familiares para nosotros, pues con ellas logró una cabal compleción del tópico. Se trató de 51 bloques muy pequeños que representaban todo el universo del entorno social de la época. Es decir, en aquel material pictórico, la muerte, representada por esqueletos, tocaba con su ósea mano (aquí el adjetivo es literal) a quien quería citar para la danza que pone fin a la vida.

A todo esto podemos preguntarnos, ¿por qué danza? Aquí nace la paradoja; la celebración de la vida supone poner en juego todas las potencias físicas (¿psíquicas?) y la más prístina de ellas es el movimiento. Es bien sabido que mucho antes de la Grecia antigua se dio origen a los deportes y la danza. Sin embargo, la movilidad del ser humano que los escolásticos, obsesivos por la precisión en el lenguaje, llamaron, vita in motu: deportes y juegos, exigen la plenitud del movimiento y por ello producen gozo y placer, tal como ya Aristóteles lo había planteado en la Ética a Nicómaco: «lo animado parece distinguirse de lo inanimado, principalmente por dos rasgos, el movimiento y la sensación». Ambas condiciones son las de la danza; esta no puede narrarse, pero sí verse, haciendo de los que no danzan meros espectadores. Mutatis mutandis, el que muere existe ya sólo en quienes lo atestiguan expectantes. La danza se hace con el cuerpo y es a este al que la muerte cita para danzar. Puesto que la danza requiere autonomía; esta la posee la muerte, por eso escoge a quien quiera en el momento que quiera. Finalmente, la movilidad del poema no excluye condición social, con un leve y frío toque se lleva consigo a todos los seres humanos sin reparo alguno.

Vamos tomar algunas estrofas del poema porque son más decidoras que muchas de nuestras especulaciones ¡Qué el poema sea! Seguimos la edición facsimilar, conforme al códice original, tomada del museo del Escorial, en el castellano de la época, para nuestro deleite, editado por Florencio Janer en 1856. Así la primera estrofa del preámbulo en la que se presenta a la usanza de Cupido, con arco y flecha:

«Yo so la muerte cierta á todas criaturas/ que son y serán en el mundo durante/ demando y digo o ome po que curas/ de vida tan breue en punto pasante/ pues non ay tan fuerte nin resio gigante/ que deste mi arco se puede amparar/ conuiene que mueras quando lo tirar/ con esta mi frecha cruel traspasante».

Una vez termina su presentación, apela a la primera instancia que es la voz del predicador, quien representaba el llamado a la salvación del alma, es él quien está proclamando, incesantemente, el carácter mortal de todos los seres humanos: «Dise el predicador/ Señores honrrados la sta escrptura/ demuestra e dice que todo ome nascido/ gestara la muerte maguer sea dura/ ca truxo al mundo vn solo bocado/ ca papa o rey o obpo sagrado/ cardenal o duque e conde excelente/ oh emperador con toda su gente/ que son en el mundo de morir han forcado».

El predicador da su primer consejo:

«Fased lo que digo non vos detardedes/ que ya la muerte encomienza a hordenar/ vna danca esquiua de que non podedes/ por cosa ninguna que sea escapar./ A la qual dice que quiere leuar/ a todos nosotros lacando sus redes/ abrid las orejas que agora oyredes/ de su charambela vn triste cantar».

La muerte comienza su cantar y llama primero a dos doncellas:

«Esta mi danca traye de presente/ estas dos doncellas que vedes fermosas/ ellas vinieron de muy mala mente/ a oyr mis canciones que son dolorosas/ mas non les baldran flores e rosas/ ni las composturas que poner solían/ de mi sy pudiesen partir se querrian/ mas non puede ser que son mis esposas».

Continúa después con el Papa:

«E porque el santo padre es muy alto señor/ que en todo el mundo non ay su par/ e deste my danca sera guiador/ desnude su capa comience/ non es ya tiempo de perdones dar/ nin de celebrar en grande aparato/ que yo le dare en breue mal trato/ dancad padre santo syn mas detardar».

El Papa sorprendido interpela a la muerte:

«Ay de mi triste que cosa tan fuerte/ yo que tractaba tan gran prelasia/ aber de pasar agora la muerte/ e non me valer lo que dar solia/ beneficios e honras e grand señoria/ toue en el mundo pensando beuir/ pues de ti muerte non puedo fuyr/ valme ihesucristo é la virgen Maria».

La muerte interpela al Papa y le responde:

«Non bos enojedes señor padre santo/ de andar en mi danca que tengo ordenada/ non vos baldra el bermejo manto/ de lo que fezistes abredes soldada/ non vos aprouecha echar la crusada/ proueer de obispados nin dar beneficios/ aquí morideres syn faser mas bollicios/ dancad imperante con cara pagada».

Quien tenga algo de familiaridad con la historia del siglo XIV, encontrará en estos versos la dimensión política que ellos encarnan. El poeta referencia hechos que constituyeron conflictos entre los tres papas que tuvo la iglesia al mismo tiempo, excomulgándose y reclamándose cada un como el auténtico. El Papa germano, el italiano, romano como convenía siempre a las familias romanas y el avigñonés, bajo la protección del rey de Francia. Seguimos el poema y nos encontramos con todas las figuras eclesiásticas que para aquel entonces recibían su poder del Papa: cardenal, patriarca, arzobispo, obispo, abad, monje, deán, arcediano, canónico, cura.

Esos personajes eclesiásticos eran los rostros visibles de las instituciones y por lo que respecta a la sociedad, sus faltas o conductas podían evidenciar los males sociales y, por ende, su indignidad aunque en derecho la tuviesen. Lo mismo puede decirse del emperador, el rey, el duque, el condestable, el caballero y hasta su escudero.

¿Qué ocurre cuando la muerte va al labrador?

«Como conuiene dancar al villano/ que nunca la mano saco de la reja/ busca si te plase quien dance liuiano/ dexa me muerte con otro trebeja/ ca yo como tocino e abeses obeja/ e es mi oficio trabajo e afán/ arando las tierras para sembrar pan/ por ende non curo de oyr tu conseja».

El labrador apela a su trabajo agotador con el cual alimenta a la sociedad completa. Debido a esto la muerte no puede tocarlo. La muerte le responde:

«Sy vuestro trabajo fue siempre syn arte/ non fasiendo furto en la tierra agena/ en la gloria eternal abredes grand parte/ e por el contrario sufriedes pena/ pero con todo eso poned la melena/ allegad vos á mi yo vos buire/ lo que a otros fise a vos lo fare:/

La muerte sabe que aún no ha nombrado a todos los estratos sociales, aunque ha incluido a los abogados, mercaderes, usureros, artesanos, alfaquíes. Por ello, al final se refiere a quienes aún no ha mencionado:

«A todos los que aquí non he nombrado/ de cualquier ley e estado o condycion/ les mando que vengan muy toste priado/ a entrar en mi danca sin escusacion/ non rescibire jamás exebcion/ nin otro libelo ni declinatoria/ los que bien fisieren abran siempre gloria/ los quel contrario abran dapnacion».

Para concluir, los versos finales expresan la resignación y la salvedad de que al morir se puedan salvar:

«Pues que asy es que a morir abemos/ de necesidad syn otro remedio/ con pura conciencia todos trabajemos/ en servir a Dios syn otro comedio/ ca el es príncipe fyn e el medio/ por do sy le place abremos folgura/ avnque la muerte con danca muy dura/ nos meta en su corro en qualqnier comedio».

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI—XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».

 

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