(Recorrido por los orígenes de un movimiento sonoro, su profeta y el autor de Sinfonías para máquina de escribir)
Por Reinaldo Spitaletta*
El director de la revista Cronopio me llamó hace tiempos para que escribiera alguna nota no solo sobre los nadaístas, sino, en especial, sobre Darío Lemos, a propósito de un reportaje que escribí, en 1985, sobre el poeta que, para mí, encarnaba a fondo el complejo trasunto de la nada y de la vida sin ataduras. Pero antes de inmiscuirnos en la vida de Darío y de su libro Sinfonías para máquina de escribir, le envié a Juan Manuel Zuluaga, que de él se trata, algunas hipótesis sobre inquietudes suyas —y de otros— en torno al Nadaísmo, a su fundador, a la acogida aparentemente inexplicable que tuvo Fernando González con esos jóvenes, y otras que podían ir dando alguna luz (o tal vez más oscuridad) en torno a la acogida en sectores de clase media o de la pequeña burguesía (no en lo popular) que tuvo el movimiento (si es que así pudiera denominarse). Aquí van algunas de esas especulaciones, a modo de introducción para un registro sobre el particular poeta Darío Lemos.
Gonzalo Arango fue un «producto» de fenómenos que se conjugaron en una ciudad como Medellín en un momento único de su historia. Un pueblerino al que su padre, un telegrafista, lo envía a estudiar a la ciudad, seguro porque le vio condiciones y cualidades que había que cultivar y no dejarlas perder en un pueblito cafetero. Los cincuenta, en que ya se ha recrudecido la violencia (la Violencia, con mayúscula) en Colombia, tiene secuelas de todo tipo. Algunas de ellas, con la transformación (para mal, quizá) de las ciudades, que se vuelven receptoras de sobrevivientes, de los expulsados, de los que son parte de un éxodo aterrador del campo a la ciudad. Medellín, que era hasta entonces una ciudad interesante, con planeación urbana, la ciudad de las industrias, la ciudad bonita, etc., en la que había entre otras cosas manifestaciones de una nueva arquitectura, se erigirá desde esos años en una ciudad receptora (ya no de mano de obra), sino de campesinos de diversas partes que advienen como lo dicho: sobrevivientes. Ya no hay cama pa’ tanta gente. Empieza la tugurización (los cordones de miseria, las villas, las favelas, etc., aquí y allá) que va, curiosamente, y de modo incontenible, del centro hacia la periferia.
Gonzaloarango aterriza aquí, en Medellín, en la biblioteca de la Universidad de Antioquia, con sus inquietudes y sus ganas de mostrarse (quizá para no defraudar a su padre; habría que buscar documentación al respecto). Hay una especie de transición de la Violencia, los aplanchadores en Medellín, la «urbanización» forzosa, y en lo político de la dictadura (o dictablanda, según se mire) de Rojas Pinilla, de la Junta Militar y de la constitución del Frente Nacional. Gonzaloarango era rojaspinillista. Ya Fernando González, para esos tiempos, era una figura atractiva para la cultura antioqueña, para algunos jóvenes, en fin. Entonces del rojaspinillismo, Gonzalo Arango pasa quizá a sumergirse en una especie de desconcierto: ¡cómo así que los dos partidos tradicionales se juntan, y excluyen a otros! Y todo por los discursos de la pacificación, etc. Y escribe y proclama su primer manifiesto nadaísta. ¿Qué es lo que lo mueve, lo energiza, lo seduce? Quién sabe. Parece, digo, un enviado, un sacerdote de una nueva religión, o algo así. Puede ser que tenga arrestos mesiánicos. Es un joven inteligente. Y las condiciones materiales, sociales, se prestan para lo que va a hacer.
Está la guerrilla liberal, el bandolerismo, las acciones de grandes terratenientes, la chusma, el organismo antecesor del DAS (El SIC). Hay un desangre. En las ciudades hay movimientos culturales, la aparición de revistas como Mito, por ejemplo. La llegada de Marta Traba al país. Una serie de condiciones objetivas como la televisión (instalada por Rojas Pinilla en 1954). Medellín es una ciudad clerical, conservadora, obrera, atada a tradiciones, dominada por los discursos oficiales… Es un caldo de cultivo de nuevas posiciones. Gonzaloarango comienza su bulla, y atrae muchachos, que en 1959 ya están mirando con ojos de asombro y como otro norte de la liberación de los pueblos a la revolución cubana.
En lo interno, Fernando González, que ya ha publicado su Libro de los viajes o de las presencias —creo que en 1959— (que es semilla nadaísta), sabe de esos movimientos. Él mismo, muchos años atrás, fue parte de otra «pandilla» de agitadores, Los Panidas, y creo que va a observar con simpatía a esos muchachos espantadores de beatos y viejitas camanduleras. Hay que mirar en qué circunstancias Gonzaloarango conoce a Fernando González. Y ahí está la semilla de una acogida del mago de Otraparte frente a una muchachada bulliciosa, agitadora del clima conventual de Medellín, que por otra parte era una parroquia con muchas expresiones culturales, incluidas las de la cultura popular.
Estos ruidosos principiantes de entonces, los nadaístas, son más bien incultos. No son intelectuales, ni investigadores. Han leído por encimita, creo, a los de la Generación Beat, y creen que con el escándalo todo está logrado. Escriben, pero en realidad, si se hace seguimiento a aquellas publicaciones no hay mucho de fondo, ni de forma. Gonzaloarango se yergue como un buen periodista, un reportero, alguien que se va visibilizando en publicaciones como el suplemento de El Colombiano, la revista Cromos, etc. Y que tiene una especie de magnetismo brujeril. Como sabemos, no le dura mucho su cantilena de profeta, ni su figura de predicador. Y viene la «primera traición» de sus congéneres.
Creo que Fernando González pudo haber visto en Gonzaloarango y otros una suerte de réplica suya (o una caricatura, quizá). Y los acogió. No eran mucha la gente que seguía a don Fernando y seguro pudo ver ahí una posibilidad de tener algunos chicos rebeldes (una rebeldía que más se parecía a la del filme de James Dean) en su dehesa. Hay que recordar que Fernando González decía no querer tener seguidores. Lo que puede la edición.
Los sesenta, incluso en Medellín, surgen con estallidos, con revoluciones incluidas las sexuales, con nuevas músicas; es la década de la juventud mundial. Hay un despertar cataclísmico. En Colombia aparecen, bajo el influjo de la revolución cubana, nuevas guerrillas, con discursos marxista-leninistas, como el MOEC. En Medellín este movimiento, que también es urbano, tiene presencia. Así que el nadaísmo no crece en terreno árido para los nuevos bullerengues. El escándalo se vuelve herramienta no solo publicitaria, sino que visibiliza al nadaísmo en la parroquia, con aquella condición espectacular que en el toreo se llama el tremendismo.
Son tremendistas, no intelectuales, ni revolucionarios, ni tienen algún programa para tomarse el poder o ser parte de una transformación social de fondo. Por eso, luego los absorbe el sistema. Los domestica. Muestra su catadura: son espanta la virgen, asustadores de gentes que hacen el primer viernes y no faltan a la eucaristía.
En lo anterior hay varias hipótesis. Habrá que demostrarlas. Entre ellas, cabe, creo, la de decir, en rigor, que el único nadaísta que engendró ese movimiento liderado por Gonzalo Arango, fue el poeta Darío Lemos. Sobre él escribí las siguientes líneas.
DARÍO LEMOS, EL ÚNICO POETA NADAÍSTA
En 1985, un año de espanto en Colombia, como que, entre decenas de hechos terroríficos sucedidos, fue el del desastre de Armero y el del asalto guerrillero-mafioso al Palacio de Justicia, se publicó un pequeño libro de poesía, cuya edición estuvo a cargo del Instituto Colombiano de Cultura: Sinfonías para máquina de escribir, de Darío Lemos.
Con prólogo de Jota Mario, el de las sinfonías fue el único libro que publicó el que, me parece, el único poeta nadaísta que tuvo el país y que tomó muy a fondo, a pecho decimos, aquella conjunción de actitudes que oscilaron entre el escándalo, los intentos por cambiar la literatura, la irreverencia más que todo para espantar beatas e intimidar escritores (escribanos, dirán ellos) católicos, y algunas propuestas literarias, poéticas, que todavía sobreviven.
La nada acució por siempre a este ser elemental, sensible, que asumió con una consecuencia inverosímil, como un único santo de ese movimiento ruidoso, las presuntas máximas y mínimas, un ideario sin muchas consolidaciones filosóficas, y menos políticas, que el joven jericoano, proclamador de seguir al pie de la letra los pasos de Rimbaud, se tomó a fondo. Y practicó. Y lo suyo no era de mentiras ni de pose; era un auténtico nadaísta.
Asumió el dolor, el ir en contravía, la rebeldía frente a los sistemas de sumisión humana, el creerse un iluminado, un profeta, un enviado, y, en particular, un ser absolutamente consecuente con la nada, con el carecer de propiedades, de dinero, de posesiones. Solo atravesado por la poesía. Y, después, por la gangrena, tanto real como metafórica. Vivía de la poesía, o, mejor, según él, «la poesía vive de mí», y bailaba rock and roll cuando la marihuana relajaba sus músculos. Ah, sí, la marihuanita que él llamaba la legumbre.
Quizá, en sus ensueños sobre la nada, pudo imaginar que se iría desgajando, que iría perdiendo, de a poco, y con intensa agonía, partes de su cuerpo, hasta desaparecer. Su pierna gangrenada pudo haber sido, además de un sobrante, una parte que debía desaparecer hasta que el poeta pudiera confundirse con la nada. La nada no produce sombra, pero, cosa rara, en el caso de Darío, sí había una producción de poesía, una poesía sobre alcatraces, vías lácteas, cigarrillos y otros humos. Poesía breve, intensa, y que al leerse otra vez, da dolor y puede conmover.
Digo entonces que para ese año rudo, detestable en tantos aspectos, de 1985, además de mafiosos y sicarios, de asesinatos selectivos de sindicalistas que ya venían desde antes aquellas prácticas abominables, hubo una especie de oasis, de lucecita de arrabal, que fue el libro, librito por su tamaño, librote por otras consideraciones, de Lemos Darío. «¡El cielo brilló! aquí voy a lo eterno».
«¿De qué sirve la poesía?», se interrogaba el hombre de la nada en sus últimos años, cuando ya parecía un desahuciado, alguien que no quería seguir viviendo en medio de tantas apariencias, arribismos y otras simulaciones. Su vida en la calle, en hospitales, en aceras, en algún asilo, lo ponían como un ser que oscilaba entre la nada y unas permanentes ganas de morirse. Sin embargo, como muchos presumían, no se suicidó. O sí, dejándose llevar hacia la libertaria muerte.
En 1985, cuando su libro cobró existencia, y tal vez pocos se enteraron del suceso, uno lo veía sobre una silla de ruedas, en el bar La Arteria, en la avenida La Playa. Era una especie de atracción fatal, de curiosidad para los jóvenes universitarios, para las muchachas en flor. Lo recuerdo con una camisa estampada, tal vez de flores, y una barbita débil y un perfil demacrado. «Vivo de la poesía, o mejor, la poesía vive de mí. Nunca tengo dinero, ni me interesa», escribió en Yo soy Dariolemos, en 1960, cuando estaba convencido, en la gloria de la juventud, que con él nacía y moría la poesía.
Sinfonías para máquina de escribir, un libro en cuya portada había una silla de ruedas con teclados, una fusión de dos vehículos, uno para el cuerpo y otro para la imaginación, certificó la leyenda del poeta, que escribía y botaba los papelitos y había siempre un hada, un acudiente que los salvaba. «Mi vida en cárceles y hospitales mentales, ya casi olvidada para mí, está ahora sacudiendo el corazón vinagre de los jóvenes», escribió el 2 de enero de 1985, en una referencia a la fiebre juvenil y de los periodistas por los nadaístas, pero en particular por este ser extraño, único amante radical de la nada.
Al poeta no lo sedujeron las luces de escenarios, el cono azul de un reflector, tampoco la cultura del consumo, el dólar, la existencia metalizada, nada. Solo la poesía, y seguro, en lo más hondo de su ser, el dolor de vivir. Ni siquiera su hijo Boris, cuya presencia atraviesa el libro, lo podía sacar de esas maneras particulares, en contravía, de estar viviendo a la ofensiva, y a la espera del final. Era un recluso perpetuo de sí mismo.
Cuando salgo con mi hijo lleno
sus manos de flores amarillas
pero él prefiere un tanquecito
de guerra.
En ese 1985, cuando ya el miedo había anidado hacía rato en Medellín, comenzamos a recorrer calles, a buscar en la gente de los barrios algunas historias diferentes, comunes quizá, pero poco vistas en periódicos, y fue cuando me dio por averiguar dónde estaba el poeta de La Arteria, y no sé quién me dijo, ya no lo recuerdo, que habitaba en un refugio de salesianos, por la carrera Ecuador, ya en la barrial geografía de Manrique.
Me parece que, tras tantos años de haberse realizado el reportaje, o entrevista, con el poeta de la máquina de escribir y de la silla de ruedas todavía conserva ecos, sonoridades, formas de sentir de un tiempo, de un año, de una existencia dedicada, en su brevedad, en su rudo oficio de vivir, a escribir pequeñas piezas. La voz del poeta, su voz de entonces, aún puede resonar con interés para los nuevos lectores.
Me parece también que Dariolemos fue, en esencia, el único nadaísta. No sé si eso sea significativo e importante, pero creo que nadie podría seguirlo. Se fundó a sí mismo. Y por sí mismo se fue, sin alharacas, en silencio.
HABLA DARÍO LEMOS: «NO SOY UN GENIO, SOY UN ILUMINADO»
Desde hace cuatro meses tiene prisa por morirse. Sentado sobre una silla de ruedas, con su cuerpo de aguja y su rostro de Cristo en agonía, el poeta maldito de los nadaístas parece una hoja seca a merced del viento. Ya no duerme en las aceras ni bebe alcohol en los parques de la ciudad. Vive en un refugio para pobres, en donde él quiere morirse de vida y no de muerte. Ahora la gangrena no solo carcome sus piernas, sino su ánima. Darío Lemos, que ha pasado más de la mitad de sus 43 años en cárceles y sanatorios, mide todavía 1,76 en verano y 1,78 en invierno. Y sufre. No por el dolor, que le es familiar, sino por la reciente publicación de su libro Sinfonías para máquina de escribir.
—¿Por qué rompió el libro que le envió Jota Mario?
—Mi libro es demasiado puro, demasiado bello; pero el prólogo es sucio. Además, creo que hubo mucha inmoralidad de parte de Colcultura. Ese libro no lo dejaban salir dizque porque era dañino. Claro que eso es verdad y yo no tengo la culpa… Entonces el galanismo, no, perdón, Moisés Melo dijo que era dañino para los jóvenes.
—¿Por qué es sucio el prólogo?
—No solo el prólogo, sino todo el proceso de edición. Yo no firmé ningún documento. Por lo menos han debido pedirme permiso para publicarlo. Yo no quería publicarlo.
—¿Por qué no quería?
—Yo dije alguna vez que los poemas cuando se publican son como hijos que se van. Y uno se queda muy solo sin sus poemitas.
La voz del poeta suena gangosa. Sus manos, delgadas como hilos, se agitan como las de un ahogado que busca su tabla de salvación. En la sala del refugio una imagen de María Auxiliadora nos observa. Al fondo, detrás del poeta, a San Juan Bosco se le ilumina la cabeza con un halo de mansedumbre. Y Lemos agrega:
—Es que los nadaístas quieren tener de todas maneras un poeta maldito, quieren tener un Jean Genet. Pero, en realidad, yo puedo enseñarle a Jota Mario a que sea santo.
Corrían los principios de los años sesenta. El movimiento fundado por Gonzalo Arango estaba en efervescencia. En Medellín, un grupo de nadaístas llegó un día hasta la Catedral Metropolitana e interrumpió la misa con la que se clausuraba la Santa Misión de los curas españoles. Blasfemia. Sacrilegio. Escándalo. Habían profanado las sagradas formas. Una multitud de feligreses enardecidos logró capturar a un joven. Iban a lincharlo. Un cristo afilado se clavó tres en veces en las carnes del profanador que, sin embargo, logró salvarse. Era Dariolemos.
—Se dice que usted pisoteó una hostia en el atrio de la Metropolitana.
—En realidad, eso no fue cierto. Yo saqué una hostia y se la envié a una amiga en New Orleans. Eso fue algo de tipo social… pero no hablemos de eso.
—Pero en una ocasión Jota Mario le preguntó que si con la pierna que ahora tiene gangrenada usted había pisado la hostia. Y usted contestó que las hostias no eran tan infecciosas.
—Sí, claro. Porque lo único que puede salvar al hombre es el sentido del humor, o del limón.
—¿Cómo fue lo de la pierna?
—El cigarrillo, maestro. Me amputaron unos dedos y los médicos decían, hace unos diez meses, que debían amputarme la pierna derecha a ver si me salvaban la otra. No me iban a salvar el alma sino el cuerpo. Ellos son felices con la segueta. Los médicos son muy terroristas.
El poeta muestra una sonrisa triste y desdentada. Habla sobre unas cartas que está escribiendo a Gabo y a Simón González, el intendente de San Andrés, a quien él llama Simón el Bobito. «También estoy escribiéndome cartas a mí mismo. Y mi autobiografía, pero no como la autobiografía precoz de Rimbaud. Yo tengo mi versión de los hombres».
—Y a propósito de Rimbaud, usted dice que es superior a él.
—No, Rimbaud y yo somos amiguitos. Simplemente que él todavía es terrenal. Entre él y yo hay una complicidad: la gangrena. Hace quince años yo estaba sentado en mi silla de ruedas. Y hace tres que tengo la gangrena. Fue una premonición. El poeta es un vidente.
—¿Pero de pronto usted no quiso morirse a los 37 años como Rimbaud?
—Yo no tenía deseo de morirme sino hace cuatro meses.
—¿Y por qué?
—Porque hace cuatro meses escribí el poema de mi vida. Y después de ese poema, ya para qué vivir. Es el Gran canto a la alegría. Va a ser traducido al portugués. Al inglés no quiero porque lo único bueno que tienen los gringos es la Coca-Cola.
—Recite algo de ese poema.
—No, porque a mí me duele mucho cuando hablo de ese poema. Fue verdaderamente parido, no decorado. Me senté. No tenía secretaria. E incluso no lo escribí yo; alguien me lo dictó. Y quedé muy enfermo después de ese poema. Tiene solo seis frases. Lo logré. Es muy difícil. Desde los 16 años, cuando fundé el Nadaísmo, estaba buscando ese poema. Y lo logré y me enfermé mucho.
—¿Y no hay manera de asomarnos a ese poema?
—A mí me da miedo ese poema. Y le aconsejo que nunca lo lea. Son apenas unas frases y es más grande que toda la obra de Marx y Freud juntos. Lo logré.
Y Dariolemos habla entonces de sus recitales y sus borracheras, y dice que la poesía es una mentira, pero que él no decora: escribe. Y alguien le dicta, por eso —dice— él no es culpable de sus poemas.
—¿Quién le dicta?
—No sé. Antes llamaban a eso inspiración y de muchas otras maneras.
Y vuelve a hablar sobre su obra, la misma que ha dejado por ahí, al azar, en papelitos regados, porque después de parir un poema, para qué la publicidad. Eso es algo vano, por eso siempre que escribe, rompe.
—¿Y la Sinfonía?
—Esa la escribí hace más de quince años, y se perdió muchas veces. Alguna vez la lancé al mar durante un viaje a Cartagena, a Tierra Bomba, y el bobo de Simón González la cogió. Después se volvió a perder muchas veces. De todas maneras, lamento mucho que se haya publicado…
De pronto, el poeta advierte que llevo su libro. Y dice: «Ese es mi libro… Bueno, no es mío. Muéstremelo». Sí, pero no lo vaya a romper, como hizo con el que le mandaron. «¿Y quién romperá los otros dos mil?», contesta con voz fatigada, pero en tono de triunfo.
Y luego, con la misma voz de agonía, habla de Gonzalo Arango, y recuerda a su hijo Boris y a su exesposa Puma, y habla de las pastillas para el corazón que le han formulado los médicos, y de las fracturas y de su poema genial.
—¿Cuándo se conocerá ese poema?
—Se lo envié a Chico Buarque al Brasil. Quiero que él lo tenga y se encargue de él.
—¿Usted se considera el mejor de los nadaístas?
Piensa un rato la respuesta. Se lleva las manos al rostro de facciones dolorosas y busca aire.
—Me llaman el poeta maldito. El Genet. Dicen que soy el único auténtico, pero la autenticidad no existe. Pero sí me considero el más puro de ellos, sobre todo porque evité la fama y el dinero. Yo vine a la Tierra a hacer camino y no carrera. El camino duele. Si se hace carrera se consigue el Renault, el apartamentico. Pero yo, como Jesucristo y Chaplin, vine a hacer camino…
—¿Por qué lleva usted un cuaderno en la mano?
—Es un tic nervioso. Tengo que mantenerme armado para escribir y botar.
—Entonces debía tener a alguien detrás que fuera recogiendo.
—Sí, pero que no sea el bobo de Simón González.
—Pero Simón tiene un prestigio bien ganado en el país, no solo como buen hijo de Fernando González.
—En este país es muy fácil ser famoso: basta con ser exagerado en algo, en cualquier cosa.
—¿Y usted por qué no se ha suicidado?
—Siempre me lo han preguntado. Pero no tengo vocación suicida. Dicen que de tanto vivir —y yo vine a vivir y no a hacer pose— se puede llegar al suicidio. Pero yo quiero morirme de vida, no de muerte.
—¿Cómo llegó a este refugio?
—Vine solo. No podía darles la oportunidad a ciertos burgueses de El Poblado para que tuvieran a Dariolemos en los últimos días. La pobreza se merece, y la riqueza se adquiere. Y adquirir es muy fácil; merecer es muy difícil.
—¿Por qué ha estado tanto tiempo en las cárceles?
—Por amor. Siempre estuve en ellas por amor a algunos que amaba y por la marihuanita. Yo dije alguna vez que la marihuana era una legumbre.
—¿Y la marihuana le ayuda a escribir?
—No es que me ayude o me desayude, pero en verdad yo creo que es algo natural, el hombre no le puso nunca la mano encima. Los gringos le tiraron Paraquat… La marihuana es una comunión.
Dariolemos se lleva las manos al pecho. Dice estar muy fatigado. Parece como si al hablar le surgieran más arrugas. «Estoy muy enfermo del corazón».
—Pero todos los poetas se enferman del corazón, ¿no?
—Sí, del orgánico y del otro… ¡Pero aquí no hay sino poetisas! Los poetas, las poetisas, se la pasan decorando, escribiendo cosas sin contenido…
—Quiero hacerle una pregunta como para reina de belleza ¿Cómo se autodefine?
—En verdad, yo no soy un genio, pero tengo muy mal genio. Soy un iluminado. Rimbaud también lo era. Y posiblemente Genet, Baudelaire, Michaux… Después de eso ya no hay más poesía… Ah, sí, Prévert y este muchacho Maiakovski. Y en América, César Vallejo.
—¿Y usted?
—No tengo la culpa de ser poeta. Me agravé desde que ese libro se publicó. Yo no quería que se publicara nunca. Son cosas muy íntimas. Fui un poco famoso cuando era joven. Pero evité la fama porque me quitaba la intimidad.
Y Dariolemos llora, con un llanto sin lágrimas y sin contorsiones. Y dice que él siempre ha sido vituperado en el país —en este país que quizá no lo merece—, pero que en su autobiografía dirá por qué vivió siempre en las cárceles y los hospitales mentales. Y también por qué escribió sus poemas.
—¿Pero usted no vivió en los manicomios quizá por demasiada cordura?
—Sí, hombre. Eso era un paraíso. Aprendí mucho en ellos. Me clarificaba, jugaba billar y fumaba marihuanita en los jardines. Me quedaba seis meses y luego volvía al engaño, a esta guerra, a este país miserable. Esto no es pose (se señala la pierna gangrenada y la silla de ruedas).
En un radio se escucha la transmisión de la final juvenil entre Brasil y España. Y Dariolemos dice: «A Camus y a mí nos gusta el fútbol. Y a esos estúpidos de Picasso y Hemingway, los toros». Y agrega: «Y ahora que me voy, quiero dejar a mis niños nadaístas sin pecado en la tierra». Y luego habla sobre los escritores gordos y dice que un poeta no puede ser gordo, y que en la historia ha habido varios cerdos, como Hemingway y Balzac.
—¿Lee aquí todos los días?
—He evitado ser un hombre culto porque dejaría de ser salvaje. No leo libros porque puedo escribir otros. Pero a veces, lo confieso, me escondo a leer. Y me he enamorado de algunos libros como El cuarteto de Alejandría.
—¿Y los de Rimbaud?
—Una temporada en el infierno y… ¡Oh! Rimbaud, qué cambio, ¿no? Ojalá yo no termine como Rimbaud, traficando con colmillos de elefante y guardando monedas en un cinturón.
—¿Entonces cómo quiere terminar?
—Desnudo.
Y luego agrega que ojalá su hijo Boris —que ya tiene 20 años— no lea, y sea un ser común y corriente. «Ojalá se vuelva gordo y bien bruto».
—Ajá, porque quien más piensa es quien más sufre, ¿verdad?
—Sí, claro. El ser talentoso sufre mucho. La creación duele. Pero uno no puede cambiar nada. Pero, en síntesis, yo no soy una víctima.
—¿Entonces es un verdugo?
—Necesariamente, soy cómplice. Todos somos cómplices.
Y el poeta se queda solo en su refugio, con su dolor, con su angustia, con su genio. Y con su silla de ruedas y su gangrena. Se burla de sí mismo y de los demás. Sí. Es un Cristo en agonía. Y su cruz ha sido la poesía. Salud.
(Reportaje publicado en el Suplemento Dominical de El Colombiano, septiembre 15 de 1985).
Nota: Darío Lemos Laverde nació en 1942, en Jericó, y murió en Medellín en 1987. Su libro Sinfonías para máquina de escribir se publicó en junio de 1985, con prólogo de Jota Mario.
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* Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.
Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).
En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.