Literatura Cronopio

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DESTIEMPO

Por Claudia Almaraz*

—¡Mi tetra funciona! —dijo Renato Wozydké, veterano de guerra, mientras guardaba unas hojas desgastadas dentro de una carpeta negra hecha de piel. Después suspiró.

Wozydké tenía características peculiares que lo convertían en un ser inconfundible: las prominentes arrugas en su frente, huellas de múltiples angustias, develaban los años vividos que, para el 26 de junio de 1989, sumaban setenta y siete; su cuerpo, desgastado por el cansancio, mostraba cicatrices que, aunque lucían como una inequívoca señal de valor, para su esposa eran protuberancias molestas que deformaban una caricia; la postura rígida que adoptaba al desplazarse y la disciplina metódica en sus acciones, singulares, le conferían cierto aspecto mecanizado: era como si en su interior existiera un robot cuyos circuitos electrónicos le dieran vida y cuyos programas cibernéticos lo condujeran; y su vista, entrenada para detectar incluso cambios minúsculos acontecidos en periodos breves, aunque parecía vagar en las formas difusas del horizonte, todavía registraba los detalles del entorno con sobrecogedora precisión.

Este hombre había desarrollado, durante los dos últimos años, una rutina matinal que podría ser descrita como íntima: salía a recorrer el bosque Átsfa hasta llegar al lago central Búvoge. En este sitio, se sentaba en una roca, de dimensiones considerables y forma irregular, para contemplar el cielo hasta el mediodía, especialmente la luminosidad proyectada por los rayos solares sobre los árboles y las formas dibujadas por las sombras de las hojas en los troncos; además, realizaba anotaciones, que nadie jamás leía; y nadaba en el lago durante algunos minutos, a pesar de la baja temperatura de las aguas.

El contenido de esas hojas desgastadas implicaba un misterio que, según algunos, moriría enterrado junto con el anciano. Algunos amigos cercanos consideraban que analizaba la posición de los astros, sin embargo, por la ausencia de un telescopio, su esposa negaba esa hipótesis y se inclinaba a pensar que Wozydké se dedicaba a esbozar la belleza del lago y sus alrededores. No era esencial averiguar el secreto, pero despertaba intriga, por lo que, el enigma comúnmente conformaba parte intrínseca de las reuniones sociales en cuyas conversaciones algunos osados se atrevían a cuestionar a Wozydké; no obstante, el ingenio senil era de tal naturaleza que siempre hallaba alguna manera para escabullirse de los acosos. Por algún motivo, también ignoto, aunque Wozydké se negaba a dar respuestas, nunca se mostró terminante al respecto.

El veterano mantuvo fielmente una actitud intransigente pese a la incertidumbre de sus allegados, sin embargo, éstos, impotentes y frustrados, decidieron confabular una artimaña que les permitiera conocer en qué consistía el furtivo comportamiento: algún sórdido adolescente sugirió enviar a una de las mujeres más sensuales de la comunidad para que a través de su infalible encanto seductor convenciera al anciano de desnudar la incógnita, pero la señora Wozydké rechazó la propuesta con una reacción tan visceral que difícilmente podrá ser olvidada por los testigos; algunos niños, provistos de ese apetito insaciable por explorar, se ofrecieron para vigilar al anciano: esta idea fue aceptada.

Algunos días posteriores, tres niños se acercaron lentamente al lago para investigar, pero el más pequeño se descuidó y pisó algunas ramas que al romperse produjeron un crujir que fue escuchado por el anciano: gritos enfurecidos anunciaron a los niños que habían sido descubiertos: amedrentados, corrieron sin importarles más su misión ni el mutismo en que se suponía debían permanecer.

—¡Funciona, funciona!

Wozydké empezó a danzar: parecía que disfrutaba la intromisión de esos espías, no obstante, su celebración fue interrumpida por las señales de un dolor agudo que se apoderó en unos segundos del área de su pecho: sus dedos delgados, por instinto quizá, oprimieron la zona en un intento por encontrar alivio, sin embargo, una sensación, inexplicable, de ansiedad alteró su estado de ánimo que, por lo general, se mantenía constante en la pasividad y un sudor molesto cubrió su cuerpo, particularmente la cara y el cuello. Intentó estabilizarse por medio de respiraciones profundas: fue inútil. Continuó sintiéndose tan frágil e indefenso como un recién nacido y sus ojos comenzaron a percibir imágenes difusas que, aunque conservaban el color, semejaban construcciones fantasmales. Quiso apoyarse sobre un árbol, mas, a causa de la alteración en su visión, no calculó con exactitud la distancia de éste con respecto a sí mismo y cayó. Entendió que con su muerte, inevitable, quedarían expuestas sus hojas y, por tanto, su nombre sería ridiculizado: se reprochó el silencio.

La hora establecida para el retorno de Wozydké fue proclamada por el pajarillo que salía de un escondite dentro del reloj central de la sala, pero el anciano no apareció: su esposa se preocupó sobremanera porque Wozydké era un hombre severo que nunca faltaría a la una de la tarde para saborear algunos de los guisos que cocinaba para él. Intuyó que algún obstáculo había acontecido: presurosa, emprendió la búsqueda como si estuviera huyendo para salvar su propia vida.

—¡Wozydké!, ¿dónde estás, cariño? —gritaba desesperadamente mientras intentaba penetrar la densidad del follaje que iba encontrando a medida que se adentraba en el bosque.

Finalmente, divisó el cuerpo, casi inerte, de Wozydké entre unos arbustos plantados en la orilla del lago: se acercó sin poder evitar el nacimiento de su llanto.

—Cariño, ¿qué te ha sucedido?

—Querida, debes saberlo —susurró el anciano mientras extendía unas hojas.

La señora Wozydké quedó confundida al observarlas: sus trazos eran garabatos ilegibles.

—Eso es lo único que he hecho —explicó Wozydké—. Todos querían escuchar hazañas y relatos de guerra: se acercaban a mí para recrearse en la fantasía que les producían mis historias: solamente eso buscaban. Nunca se interesaron en mí… Al agotarse mis historias, me convertí en intrascendente. La única manera de que volviese a existir para ellos era el misterio escondido en una mentira. —Sonrió, como aquel que obtiene serenidad en su confesión, y dejó de ser.

La noticia estremeció a los allegados: se sintieron avergonzados por no haber dado importancia al anciano que rogaba, en la soledad del alma, ser atendido y aunque deseaban remediar el daño provocado por su indiferencia… ya era tarde.

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* Claudia Almaraz, nacida en México. Es licenciada en Química por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y licenciada en Composición del Conservatorio Nacional de Música (CNM). Realizó una estancia de investigación en el laboratorio de Biogeoquímica Ambiental del Instituto de Geografía y otra en el área de geoquímica del Instituto de Geofísica, ambos de la UNAM. Ha sido finalista en concursos internacionales. Su poema «Delicia mexicana» fue integrado al proyecto CORPYCEM dirigido por investigadores de la Universidad de Alicante. Recibió una mención de honor por parte del Instituto Cultural Latinoamericano (ubicado en Buenos Aires, Argentina) en el 67° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa «Alianza de palabras 2019» por su cuento «Cuando vuelan las moscas». Fue invitada, por parte de la editorial española Verbum, para presentar su poesía en el V Festival Internacional de Poesía Madrid 2019. Algunos de sus trabajos han sido publicados en México, España y Argentina.

 

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