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escribir el vacio

ESCRIBIR EL VACÍO

Por Pedro Arturo Estrada Z.*

Llega entonces ese momento de vencimiento íntimo donde es preciso escuchar y callar, no agregar nada, no concluir nada. Admisión de lo otro, dimisión serena del yo bajo la algarabía, aunque en el borde del sueño tu mano indagará atrapada en el gesto de asirse a otra mano, de responder todavía a esa vaga señal detrás del aire.

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Nos movemos en un campo de incertidumbre total, en un plano no solo cartesiano del mundo, de la vida donde no bastan coordenadas, donde toda regla es una excepción en sí misma, donde la experiencia menos que un acumulado cognitivo es apenas memoria del dolor en el flujo de lo mutable, de nuestras sensaciones. Somos rehenes del instante, seres contingentes, falibles y de conciencia efímera. Tal es en principio nuestro estado de realidad o mejor, de irrealidad. A él nos debemos con todos los sentidos abiertos, al mismo tiempo aterrados como agradecidos, anonadados como fascinados de infinitud.

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El escéptico no es solo el descreído fácil, ni el desconfiado por principio. Tampoco el dubitativo sistemático. El escéptico simplemente no acepta ni niega nada a priori. Trata de ser honesto consigo mismo y admite los límites de la realidad sin angustia, sin dramatismo, tratando de moverse dentro de ella de la manera menos dolorosa posible. El escéptico, en este punto, se aviene bien con el hedonista.

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Qué pobre concepción se mantiene aún en torno al pesimismo. Se le condena en bloque como una enfermedad o una aberración cuando puede decirse que solo podemos empezar a comprender realmente la vida a través de la visión pesimista. Pero un pesimismo tranquilo, casi alegre, si tal cabe. No el pesimismo pasivo y derrotista que asfixia el ser de antemano, porque solo una visión pesimista activa nos llevará a tomar conciencia del valor concreto e inmediato de la existencia sin falsas esperanzas, sin distracciones ni optimismos fáciles o ingenuos. Pesimismo lúcido, valiente, honesto entonces. Como el que cantó Khayyam, pensó Nietzsche, argumentó Schopenhauer, vivió Pessoa y definieron Camus y Cioran.

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Qué muere en ti, silencioso, a esta hora imprecisa en que te es ajeno todo brillo, y la sola respiración es la atadura, la única conexión de aire a tierra.

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El naufragio es a veces la parte más interesante del viaje.

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Según Lezama, hay una dimensión, un «lugar», el reino de «La cantidad hechizada» adonde va todo aquello que en el hombre no puede morir, su amor por la belleza, su anhelo de infinitud, el misterio y la transparencia de su ser, la incandescencia de su espíritu y la conciencia de lo sagrado que más allá de toda miseria, todo dolor, todo fracaso y toda muerte conforman su destino.

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Saltamos de un cansancio a otro, insaciables de novedad y diversión, porque el hastío es la sustancia que nos alimenta, el aire que respiramos. Somos seres de intensidad momentánea, de pasiones fugaces a la sombra de una abulia total.

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Al fin de cuentas, toda realidad nos llega mediatizada, limitada, como versión refleja de lo verdadero al decir de Platón. Entre lo que es y lo que creemos, seguimos perdidos en la traducción.

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En el arte del vuelo lo primero es aprender a caer.

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Vivimos un tiempo fragmentado, de dispersión y urgencia en el que cada vez se hace más difícil un pensar coherente, completo, profundo. Derivamos en la superficie, asidos al reflejo, extraviados en la fugacidad. Un día extrañaremos la antigua idea de unidad y tal vez se valorará de nuevo la obra pacientemente construida, parte a parte, el detalle que contiene el todo, el viejo centro sobre el que por lo menos podíamos imaginar un principio, un sistema, una ruta, un pensar que ahora parece deshacerse, diluirse en infinitas ramificaciones… Y, sin embargo, quizá sea mejor así. Ya no hay punto de retorno.

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Haber sido de alguna manera todos los hombres cuando renunciamos a una identidad propia. Haber sido un perfecto nadie cuando creímos tener esa identidad.

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Hacia el final de la existencia todas las cosas comienzan a perder la solidez que antes les atribuíamos: ideas, dogmas, estéticas, íconos, valores, personajes, hechos, etc. Cosas que se desfondan y desvanecen en el aire a medida que otras empiezan a reemplazar lo que tomábamos por irremplazable. El mundo como totalidad y permanencia es solo un sentimiento temporal, una construcción imaginaria. Cada generación pisa y salta siempre velozmente sobre terrenos deleznables, sobre precipicios de eternidad o de olvido una y otra vez, lo cual es igualmente tan hermoso como terrible.

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Al final la única familiaridad es con la extrañeza, lo improbable y lo incierto, esa atmósfera de nada y de nadie en la que hemos permanecido siempre sin dramatismos, sin esperanza, sin ilusiones.

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Haber vivido solo por instantes, a pedazos efímeros la vida, es todo lo que en verdad podemos decir que hicimos al mirarnos en retrospectiva. Lo demás, solo fue el mundo devorándonos.

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Ansiedad típica de nuestro tiempo es la de querer estar lo más posible en «todas partes», allí donde creemos que sucede algo: querer estar en el centro de la fiesta cuando en ese centro «solo está el vacío», según Juarroz. Es la sensación de estar perdiéndonos de algo importante a cada momento, de sentir que no estamos presentes en el mundo cuando en realidad todo cuanto importa sucede dentro de nosotros, en ese aparente vacío en cuyo centro, como concluye el poeta, siempre «hay otra fiesta».

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¿Cuánto silencio bebemos al día, qué número de pasos pueden perdernos o encontrarnos aún, cuánto pesa la sombra de un pájaro sobre el agua, quién mide el vacío que ocultamos, sobre qué abismos basculan los cuerpos en el sueño?

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Sobre silenciosas capas de horror acumulado construimos este frágil presente.

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Resistir manteniendo la memoria de lo amado. Resistir preservando en lo hondo la imagen de la belleza que fue nuestra un día.

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Quién se hará cargo del tiempo que no vivimos, del amor que echamos a la basura, de la belleza que rechazamos solo porque no la entendimos. Quién hablará por nosotros cuando el silencio nos ahogue sin remisión, y a qué tierra de pavor seremos expulsados, qué llanto, qué grito anunciará nuestra última caída. Ni dioses ni demonios querrán saber más nunca de nosotros.

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En general nos gustan las estéticas recargadas, lo pintoresco y lo «barroco» en el sentido de lo profuso, lo abundante. Nos deja indiferentes la sobriedad, el hablar poco, el silencio, el espacio vacío. Tenemos miedo a confrontarnos desde la soledad. Por eso somos tan gregarios y, a veces, tan carnavalescos, folclóricos, ostentosos y falsamente felices.

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El goce paradójico de sentirme desbordado por el mundo, sus signos contradictorios, su fiesta y su tragedia al mismo tiempo. El goce culpable e inocente a la vez de no ser más que un atado de incertidumbre, perplejidad y deseo rodando entre la luz y la sombra.

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Hasta para el suicidio se requiere una buena dosis de voluntad, «disposición de ánimo» y capacidad de decisión. Por cosas así, tal vez, somos más los sobrevivientes.

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La vida sin palabras, limpia, abierta a la luz sin límites. Una alegría silenciosa, una tibia, inocente placidez, como la del árbol solo bajo el cielo intemporal.

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Tuyas son solo las cosas que puedes albergar en tu corazón, en tu conciencia. Lo demás es propiedad de la muerte.

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Me siento más cercano a lo sagrado junto al cuerpo desnudo de una mujer que frente al altar mayor de un templo.

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No solo en literatura, también en el amor como en la vida, todos somos un poco Enoch Soames. Al final, con más pena que gloria, siempre nos lleva el diablo.

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Si la vida tuviera un sentido, sería espantosa. Por fortuna, tiene muchos.

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Tan intensa como el dolor o el absurdo de vivir también la alegría de la belleza, incluso efímera.

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Solo existe la fidelidad del instinto que salta muros, arrasa convicciones, libera el deseo. Viene luego la costumbre, hasta un nuevo salto, un quiebre, el súbito fluir de la sangre. El amor es la estación del miedo.

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Qué buen maestro y corrector de estilo es el tiempo. Pero qué tardío.

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Nunca fue más urgente el abrazo que no dimos, más necesaria la palabra que callamos. Desde el comienzo aprendimos a irnos sin habernos quedado lo suficiente. Pero la eternidad no tenía por qué estar de nuestro lado.

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No siempre lo que sobrevive es lo mejor de nosotros. En silencio sucumbe el sueño de la belleza, colapsa la vida verdadera mientras triunfa el instinto, la fuerza, el arrasamiento.

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Mientras soñamos paraísos anidan en nosotros las serpientes.

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Taedium vitae, un lujo que solo pueden darse los satisfechos, los felices. No hay lugar al aburrimiento donde solo se trata de sobrevivir.

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El nihilista puro es aquel que no tiene nada que «cuidar» de sí en el mundo que lo rodea. Le da igual que todo exista o no. Ni siquiera él mismo. Pero cuando se está atado a algo, un amor, un hijo, una obra, un proyecto, todo nihilismo queda en teoría. Somos rehenes de lo que amamos aunque parezca no tener sentido.

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Sobre las ruinas del sueño construimos nuestro verdadero ser, el amor, la vida que aún nos cabe entre las manos.

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Haber sobrevivido al mundo por lo menos cronológicamente, no constituye ningún mérito, claro que no. El asunto es saber si aún estamos vivos. Si queda todavía algo del sueño que un día fuimos.

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Con el tiempo comprendemos que ante la vida debíamos haber aceptado con sencillez ciertas cosas, dejando de lado las ingenuas exigencias y expectativas con las que pretendíamos alcanzarlo «todo», incluso el «gran amor», la soñada Fortuna o la Sabiduría ideal. Haber aprovechado y disfrutado en su día las dádivas que la vida nos ofreció mientras pujábamos por bienes aparentemente más trascendentes, terminó dejándonos por fuera de la fiesta, eternos nostálgicos de lo que pudo haber sido y no fue.

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Casi siempre el exceso de lenguaje nos condena a lo indecible. Cuanto más hablamos de algo, menos lo podemos definir. Cuanto más nombramos las cosas, y buscamos atraparlas en las palabras, más inasibles se tornan. Paradójicamente solo la alusión, el sesgo, la elipsis, logran a veces acercarse mejor a lo real. De ahí el misterio y a la vez la eficacia del lenguaje poético, aparentemente tan elusivo, leve, sesgado. La luz que incide y desborda en volumen directamente sobre un objeto lo invisibiliza, lo borra incluso. Solo el contraste, la semipenumbra y la vaguedad de fondo alcanzan muchas veces a revelar mejor la verdad y la belleza, la profundidad y la naturaleza de lo mirado.

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Hay quienes aún dejan de lado la lectura de ciertas obras canónicas de la humanidad porque les parecen aburridas o «ladrillos», tendrían que revisar este prejuicio que espera o aborda la literatura siempre desde lo «divertido», es decir, desde la noción del entretenimiento fácil. La literatura auténtica no es en este sentido tan divertida, tan simple. Hay tanta carga de memoria, de dolor, de verdad extrema y vértigo en ella, hay tanto de sobresalto y estupor, de alucinación y tiniebla, de resplandores epifánicos, de ansiedad e incertidumbre en tantas páginas, hay tanta vida concentrada y entregada por sus autores en cada una de ellas, que lo mínimo de parte de un lector verdadero sería por lo menos devolverles algo de esa intensidad espiritual, esa atención igualmente profunda, deteniéndose en ellas un poco más de lo que suele soportar su banalidad habitual. Porque leer es un ejercicio de correspondencias e incluso de corresponsabilidad con lo leído, un diálogo en la mismidad de lo real, desde las entrañas, desde la sangre.

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La crítica verdadera no es nunca soberbia ni despectiva. Puede ser rigurosa sin perder sencillez, claridad y, sobre todo, respeto por el trabajo del artista como propuesta, como búsqueda, como proceso. La descalificación irresponsable y fácil solo desde lo emotivo o las limitaciones del gusto primario es siempre desacertada y dañina. Toda crítica debe implicar el conocimiento profundo, amplio, sensible y razonado del objeto mismo, de la obra, independiente de los prejuicios ideológicos, moralistas o simplemente sentimentales que el crítico como tal pueda tener.

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En tiempos tumultuosos y urgentes el poema en tono menor suele no ser bien recibido. Es la voz explícita, fuerte y conmovida la que tal vez se nos haga más necesaria y verdadera. No obstante, así como comienza, acaba siempre en susurro la tempestad, leve murmullo o pequeño canto de intimidad que restablece en nosotros un ritmo, cierto equilibrio, algo de serenidad en medio del caos.

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En tiempos de corrección política y literaria, el aire se adensa, se hace sospechoso. Toda voz, toda palabra atrae sobre sí la sombra de un dedo que señala. Sombras y gestos subterráneos se deslizan bajo nuestros pasos. El mundo se vuelve panóptico y hasta en el sueño nos acechan decodificadores, censores bajo la almohada, siniestros acusadores que no descansarán hasta vernos reducidos al silencio o acomodados a su eterna y mayoritaria estupidez.

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Cómo decir lo otro con palabras que perdieron su pureza de origen, su inocencia primera y solo pueden repetir lo ya conocido, lo ya sabido por siempre. Quizá es solo desde su revés, su ironía y su ambigüedad, su condición anómala, como alcanzan aún a revelarnos nuevos niveles de «realidad», es decir, cómo pueden aún ser poesía.

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Frente a un tiempo de distopías, el fin de los ideales humanistas, la banalización general de la cultura, la debacle del medio ambiente, la barbarie capitalista, los negacionismos a ultranza, la imposición calculada de modelos de estupidización colectiva, el único margen de esperanza y resistencia —pese a su aparente desprestigio—, sigue presente en la poesía, no solo como escritura sino como acto vital, como conciencia crítica incluso de sí misma. Y es ella, aun cuando nos abra nuevas heridas, la que en últimas rescatará lo que debe rescatarse.

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En el poema importa menos lo que aparentemente «dice» —como un cartel—, que lo que «nos decimos» en él, al leerlo. De ahí el desencuentro que a veces se da cuando es el lector quien nada tiene para decirse poéticamente aunque lea por leer todos los poemas posibles.


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Nos sobrepasa el misterio, nos sobrecoge lo invisible. Y es esa la condición de lo sagrado y lo bello tanto como de lo terrible, según Rilke. Sin embargo, es en lo abierto, es decir, en el mundo, donde al fin asumimos nuestro ser verdadero. Allí la poesía se revela y nos revela, hace claro el misterio, hace visible lo invisible.

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Una escritura sin desesperación nos deja indiferentes. Y no es el prurito de la angustia por la angustia misma lo que buscamos. Es la compulsión, la fuerza, el fuego, la urgencia de un espíritu que empuja la letra hasta sus límites, incluso hasta romperlos. Y aunque esa escritura no siempre cede a la estridencia fácil, está poseída por el «daimon», la extrañeza, la noche, el grito y los venenos de la soledad. No es, no será en todo caso, una escritura complaciente, tranquilizadora y feliz.

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De pronto levantas la cabeza en mitad de la noche, y no es el terror, no es el miedo: es la inconsolable conciencia de no haber respondido nunca a la llamada de la vida cuando era preciso, haber equivocado las respuestas a las preguntas esenciales que debiste responderle cuando te las presentó y no las entendiste del todo. Saber que todavía ella espera por ti pero el tiempo ya no es el mismo. Y acaso solo en el sueño alcances a oír todavía la voz que te nombra, la interrogante que solo la poesía puede resolver.

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El presente texto hace parte del libro «Escribir en el vacío», libro ganador en literatura de la convocatoria estímulos 2023 del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. Colombia.

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*Pedro Arturo Estrada (Colombia, 1956). Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia,1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Suma del tiempo (Universidad Externado de Colombia, 2009); Des/historias (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Poemas de Otra/parte (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Locus Solus (Sílaba editores, 2013); Blanco y Negro, nueva selección de textos (Amazon, 2014); Monodia (Amazon, 2015); Canción tardía (Amazon, 2020); Edad de hombre (Antología, Medellín, «Nuevas Voces», 2020); Quién juntó la ceniza (Antología, Bogotá, Shehasts editorial, 2020) y Palabras de vuelta (Editorial Universidad de Antioquia, 2020). Es premio nacional Ciro Mendía en 2004, Sueños de Luciano Pulgar en 2007, Beca de creación Alcaldía de Medellín, 2012 y Casa Silva, 2013, entre otros. También ha participado en distintos festivales y encuentros de poesía en Colombia y Estados Unidos. Sus textos se recogen en algunas antologías nacionales y del exterior, con traducciones al inglés, rumano, portugués, árabe, griego y francés, entre otros.

1 COMENTARIO

  1. Que bonito tener el don de escribir de esa manera tan poética, felicitaciones a este gran escritor que es Pedro Arturo Estrada y felicitaciones a la revista Cronopio por el apoyo a tanto escritor colombiano

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