Literatura Cronopio

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ESPECULACIONES

Por José Luis Cubillo*

El teléfono ardía. Cuando lo iba a coger me quemaba la mano a causa del calor que desprendía por las continuas llamadas que estaba recibiendo. Procedían de museos, archivos, galerías, revistas, estudiosos, curadores, medios de comunicación en general… El artículo que había publicado en «Photographic World», sin más intención que la de divertirme especulando, había provocado un terremoto cultural.

—Olivia, ¿es cierto lo que escribes? —me preguntaban mis conocidos—.

¡Menudo descubrimiento!

El fenómeno se había iniciado unos meses antes del día del orgullo LGTBI en Madrid. La galería «La Factoría» y la fundación «España en sus Imágenes» me habían encargado organizar una exposición fotográfica con motivo del centenario del nacimiento de Henri Endre–Pohorylle, a mi criterio uno de los más grandes fotoperiodistas de la primera mitad del siglo pasado junto con Robert Capa, Cartier–Bresson, Robert Doisneau y Alfred Eisenstaedt.

Después del arduo trabajo que había supuesto la organización de una antológica tan compleja, con gestiones por el mundo entero entre búsqueda de obra, petición de autorizaciones, contratación de seguros, coordinación con varios archivos y coleccionistas y demás labores burocráticas ingratas y agotadoras, una mañana estábamos mi equipo y yo disfrutando de la contemplación de las fotografías mil veces vistas mientras empezábamos a generar ideas para diseñar la exposición cuando una de sus más icónicas instantáneas, «Los besos de la paz», absorbió mi atención poderosamente.

Por si alguien no sabe a cuál me refiero, o al menos no la relaciona con el título, es esa de los primeros años cincuenta en la que dos parejas, de espaldas a la cámara, avanzan enlazadas y besándose hacia el fondo de una recóndita calle con edificios a medio derruir en el corazón del barrio chino de Barcelona.

La foto pertenecía a la época en la que Henri Endre–Pohorylle recorrió España trabajando en un reportaje sobre el inicio de la recuperación económica del país tras el final de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial, y desde el mismo momento de su publicación en la portada de Life se convirtió en un símbolo esperanzador para la humanidad donde la vida y el amor triunfaban sobre la muerte y la destrucción. Es una de las fotografías más reproducidas de la historia.

Por el entorno y el aspecto de las mujeres, podría deducirse que eran meretrices, y por el aspecto de los hombres, con uniforme de marinero de paseo, se podría imaginar que pertenecían a algún buque americano atracado en el puerto, y que tras meses solitarios y extenuantes surcando mares tempestuosos deseaban solazarse en el barrio «de las mujeres que fuman».

¿Pero qué ocurrió para que la foto, como nunca antes lo había hecho, me absorbiera mi atención con aquella poderosa fuerza magnética? No podría asegurarlo con precisión. Tal vez fuera la fugaz impresión que me produjo la espalda del marinero situado a la izquierda de la composición. Nada más detener mi mirada en ella rebotó, como una pelota lanzada con violencia contra un muro, hacia la espalda del marinero que a la derecha cerraba la composición de las dos parejas, y del contraste enigmático y sorprendente que surgió de este cambio de punto de vista mi atención quedó secuestrada por la imagen de la que ya me resultó imposible escaparme.

Para concretar, y según la impresión que me produjo, el marinero de la derecha tenía una espalda musculosa, en forma de triángulo invertido, tipo nadador, y el de la izquierda, en cambio, una espalda indefinida, más bien en forma de rectángulo, con los hombros igual de anchos que la cadera.

El marinero de la derecha lucía una camiseta ajustada a su talle y con las mangas ceñidas a los brazos, mientras que el de la izquierda llevaba la camiseta un tanto holgada, con las mangas abiertas, y el cuello, de diseño amplio, tipo barco, sobre los hombros, daba la sensación de estar fruncido, en vez de liso y terso.

El marinero de la derecha apenas tenía culo, o este era muy plano, por lo que no se marcaba en sus pantalones de cadera baja, mientras que al de la izquierda, con sus pantalones de cintura alta y ceñidos, se le dibujaban dos cachas firmes y carnosas. Y hasta el corte del pelo, en la nuca, que era la única parte que se apreciaba bajo sus gorros, y dentro del estilo rapado propio de los militares, parecía diferente en los dos marineros. El de la derecha tenía un corte rápido, improvisado, algo tosco, como para salir del paso, mientras que el de la izquierda tenía un corte en apariencia cuidado, con volumen y cierto estilismo.

La mujer que caminaba con el marinero de la derecha iba agarrada a él de su brazo, a la altura del codo, como si el hombre se lo hubiera cedido a modo de pasamanos de un buque en plena galerna para que, por un golpe de mar, no acabara arrastrada sobre la cubierta. La otra pareja, en cambio, caminaba con los brazos caídos y relajados, las manos entrelazadas, cómplices.

Mi intuición chisporroteó.

—¿Estás bien? —me preguntó mi ayudante, con expresión preocupada, después de descubrirme traspuesta, silenciosa, contemplando la foto de un modo obsesivo durante largo tiempo.
—Sí, perfectamente —contesté eufórica—. ¡Nunca me he sentido mejor observando una fotografía!

Cogí la instantánea y uno a uno la fui pasando a mis colaboradores. Me miraron sin entender qué ocurría.
—Observadla bien —les propuse.

Mis colaboradores, al principio, no sabían qué decir. Se pensaban que era una estratagema para relajarnos después de un duro día de trabajo.
—¿Veis algo que os llame la atención? —insistí.
Ante su desconcierto les di una pista.
—El marinero de la izquierda —dije—. ¿Es un hombre, o una mujer?

Definitivamente se pensaron que era una broma, o que me había trastornado. Todo el mundo sabía que era un hombre. Siempre había sido un hombre. En esa época no había mujeres marineras en la armada de los Estados Unidos. ¿Qué sentido tenía una mujer disfrazada de marinero cogida de la mano con una meretriz, y acompañada de otra pareja formada por otro marinero y una segunda meretriz?

Comencé entonces a exponerles mi impresión después de observar las diferencias físicas que había percibido entre los dos marineros, y concluí con mi hipótesis recién alumbrada de que el marinero de la izquierda no era un hombre sino una mujer. Instalé en su mente la duda y empezaron a debatirlo.

—De ser cierto —me dijo mi ayudante—, sería el más sorprendente

descubrimiento en el mundo de la fotografía desde que se halló la «Maleta Mexicana» de Cartier–Bresson.

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El resto de colaboradores confirmaron la importancia del hallazgo.

Pero mi hipótesis no dejaba de ser solo una especulación. Según esta, aquel instante detenido y fijado en el tiempo por la cámara de Henri Endre–Pohorylle carecía de toda lógica. Sin embargo me desafiaba con tanta fuerza la curiosidad que me entregué a investigarla.

El primer paso era ponerme en contacto con cualquiera que tuviera información sobre las circunstancias reales de la captación de la imagen —familiares, editores, colaboradores, amigos—, pero por desgracia no encontré a nadie. Habían transcurrido tantos años que ya no quedaba quien guardara algún recuerdo. Decidí entonces, por si encontraba alguna pista, desplazarme al lugar de los hechos, a Barcelona.

El barrio de las «mujeres que fuman» se había remozado, pero seguía abarcando el mismo laberinto de calles sinuosas del centro de la ciudad de la época de la fotografía. También en él se continuaba ejerciendo la misma actividad de entonces, tan antigua como la historia de la humanidad, del intercambio del falso cariño por dinero.

Me entrevisté con muchas meretrices, tanto en las calles como en los tugurios en los que aguardaban a sus clientes. Ninguna recordaba nada de la imagen o de sus personajes. No obstante, cuando les contaba mi hipótesis, me respondían que podría ser cierta. «Una oye todo tipo de historias», me decían. «Algunas jovencitas que vienen a hacernos la competencia a las veteranas se creen que están inventando el mundo, pero no hay nada nuevo bajo el Sol. Ni en aquella época ni en la de ahora». Y luego se explayaban. «No nos extraña que algo como lo que sugieres se produjera. Las que llevamos aquí tantos años que ya ni nos acordamos de cuándo empezamos, hemos visto cualquier cosa que puedas imaginar y nos han pedido todo tipo de perversiones».

De regreso a Madrid, sin pruebas concluyentes de mi hipótesis, pero con el convencimiento de que podría ser acertada, escribí un artículo con mi teoría en la que interpretaba, con la explicación más sensata que se me ocurrió, la escena mostrada por la fotografía de Henri Endre–Pohorylle. Y lo mandé a la revista. Afortunadamente les interesó y en cuanto lo publicaron se provocó el pandemónium.

Pocos días más tarde, de entre las innumerables llamadas y correos llegados de todos los rincones del mundo, con peticiones de más información y entrevistas, destacó como una luz roja intermitente de alarma un misterioso email. Era de una persona que decía conocer por su familia la historia de la fotografía y quería encontrarse conmigo para contármela. «¿Sería cierto?», me pregunté. «¿O sería uno de tantos perturbados que pululan por las redes sociales intentando sacar algún provecho de cualquier circunstancia, por peregrina que fuera?». Tremendo conflicto se me presentaba. Mi larga experiencia como curadora de exposiciones me había enseñado que los más insospechados caminos podían conducir a descubrimientos deslumbrantes que cambiaban por completo la historia conocida de las obras de arte. No podía dejar pasar la oportunidad.

Concerté una reunión con esa persona, que resultó ser de Barcelona, e iba a venir en los próximos días a Madrid, a participar en el desfile del día del orgullo LGTBI. Quedé esa mañana en la cafetería de un hotel en la plaza de Atocha. Me encontraba por tanto sentada en la cafetería, tomando una copa de vino blanco mientras contemplaba a través de un ventanal el jolgorio de personas que iban y venían, aprovechando la mañana para visitar la ciudad, ya vestidos y maquillados para el desfile de por la tarde que arrancaría en una calle próxima y que a cada edición era más colorista y multitudinario, cuando se me acercó una mujer que se identificó como la persona que esperaba. Al momento me quedé muy sorprendida, casi sin saber qué decir, tal vez porque estaba distraída con el espectáculo de la calle, o porque para tratar el tema que nos había reunido no me esperaba encontrar, prejuicio mío, a una mujer como ella de una elegancia natural hipnótica. Sin embargo, enseguida comenzamos a charlar con esa sinceridad y fluidez que a veces se produce de un modo misterioso con personas que desconocemos, como si hubiéramos mantenido con ellas una larga e íntima relación; efecto tal vez de las neuronas espejo.

La mujer se llamaba Griselda, era codirectora de la fundación LB WORKING donde trabajaban para acabar con la histórica discriminación social y laboral del colectivo de mujeres lesbianas y bisexuales. Estaba invitada para leer un manifiesto en la fiesta de clausura del desfile del orgullo LGTBI.

—Mi abuela presumía de ser una de las mujeres que aparecían en esa famosa fotografía —comenzó a contarme Griselda—. Yo apenas la conocí, pero era una de sus múltiples anécdotas que me contaba mi madre con frecuencia.
—¿Tenía alguna prueba? —le pregunté.
—No. Pero según decía, alguien la identificó en su momento y le mostró la foto, contándole que se había vuelto una imagen muy famosa publicada en revistas extranjeras. Ella era la mujer de la izquierda. Se reconoció por su constitución física, por la ropa y por el lugar que frecuentaba. Y por supuesto, por el servicio que prestó ese día. Para eso tenía una memoria prodigiosa. Acuciada por la hambruna de aquellos años cada cliente era una puñalada que no olvidó jamás. Era ella misma. Estaba segura.
—¿Y os contó algún detalle sobre aquellos marineros? —insistí.
—Sí. A pesar de su triste y azarosa vida se lo tomaba todo con mucho humor. Y con filosofía. Chismorreaba con frecuencia anécdotas curiosas de sus clientes, y muy divertidas, que mi madre a su vez me contaba a mí.
—¿Y por qué nunca habéis dicho nada hasta ahora?
—La verdad es que jamás le dimos mayor importancia. Fue en el momento de leer tu artículo cuando pensé que podía tener alguna trascendencia.

Me sentía anhelante ante la proximidad de la confirmación de mi teoría, y al mismo tiempo me aterraba que se refutara después del ciclón de consecuencias imprevisibles que había provocado; podía ser el final de mi carrera sepultada por una bufonada extravagante.

—¿Sabes que tienes unos ojos muy bonitos? —dije para ganar tiempo, para prolongar el instante que revelaría la verdad, temerosa de su doble filo de pánico y atracción.

—Sí, me lo han dicho muchas veces —me contestó mientras se ruborizaba.
—Me recuerdan a los de la niña afgana que fotografió Steve McCurry y fue portada de National Geographic.

Griselda sonrió sin saber muy bien qué decir, apartando su mirada. Luego, ya mirándome con fijeza, continuó.

—Y tú tienes unos labios muy sensuales —y como una pluma deslizó su mano sobre mi brazo, estremeciéndome.

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Tuve que reaccionar rápidamente para que no se notara mi turbación.

—¿Podrías confirmarme si el marinero que iba de la mano con tu abuela era un hombre o una mujer?
—Sí… —y tras unos segundos de incertidumbre mientras aprovechaba para dar un sorbo a su bebida, que a mí me parecieron eternos, suspendida mi atención en sus futuras palabras que desvelarían la incógnita que durante meses me tenía obsesionada, prosiguió—. Era una mujer.

Sentí un intenso, liberador y placentero éxtasis semejante a un orgasmo.

—Pero no era la esposa del marinero —aclaró Griselda—, ni nadie que le fuera siguiendo por los puertos donde atracaba para disfrazarse de hombre y mantener relaciones a cuatro porque era su juego favorito para excitarse y gozar del sexo desenfrenadamente, tal como afirmas en tu artículo. La verdad era por completo muy distinta.

Y Griselda comenzó entonces a contarme la auténtica relación de aquellos personajes de la icónica fotografía de Henri Endre–Pohorylle, que resultó ser la más fascinante historia que jamás nadie habría podido imaginar de una arrebatadora pasión prohibida.

* * *

NOTA: Este relato es una especulación lúdica a partir de la fotografía titulada «Marineros de visita al Barrio Chino» (1953), de Francesc Catalá–Roca (Valls, Tarragona, 1922–Barcelona, 1998)». Tarragona, 19–03–1922. Barcelona, 05–03–1998.

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* José Luis Cubillo. Diplomado en Cinematografía (Guión y Dirección). Llegó al cine a través de la literatura, que ya practicaba con anterioridad. Algunos de sus relatos, recogidos en el libro «Y si no está aquí, ¿dónde está?», se han publicado en diversas revistas literarias en España y en México. Como guionista se destaca «Nijinsky. marriage with God», biografía del gran bailarín ruso del primer cuarto del siglo pasado Vatzlav Nijinsky. Ganador del premio a la mejor idea original en el festival «Global Motion Picture Awards» (USA) 2018. Y como director se destaca la «Película al estilo Jafar Panahi», homenaje al director iraní Jafar Panahi y a su película «Esto no es una película».

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