Cicatrices de Guerra Cronopio

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Así es como llegamos aquí a la ciudad de Florencia a empezar una mejor vida pero sin olvidar de dónde venimos y sin olvidar las personas y amigos que hemos dejado atrás que ciertamente fueron bastantes, ya que en cada ciudad en la que estuvimos dejamos amigos, amigos como ustedes que hoy por hoy me acompañan y de los cuales me siento orgulloso y feliz, amigos que a pesar de los problemas siempre están aquí para darme la mano y a veces un buen consejo, por eso esta es mi forma de demostrarles mi amistad, dejándolos conocer mi historia de dónde vengo y quién soy, estas son solo vivencias que se esconden en mi mente y que muy pocas personas conocen y el resto ya ustedes lo saben.

Les envío un caluroso abrazo y bendiciones, queridos amigos.

Gerlinton Bladimir Mejia Silva

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia

ADIÓS AMIGO, ADIÓS TÍO

Tenía yo la edad de nueve años, cuando tuve que vivir la pérdida de personas relevantes en mi vida, de esas personas a las que uno se apega tanto…

Todo comenzó cuando mi papá, que labora en el magisterio Caqueteño hace ya más de 40 años, ganó un concurso en el año 2008, que lo ubicaría como rector del colegio Domingo Sabio en San Vicente del Caguán (Caquetá). Yo tenía 8 años; mi hermanita Yeraldin, 7. Previo a mi llegada al pueblo, mis papás realizaron un viaje que, bueno, no resultó muy bien que digamos: 3 horas de viaje para llegar de Florencia a San Vicente donde sufrieron un accidente entrando al pueblo, en el cual papá terminó con 18 puntos de sutura en el orbicular de los labios; y mamá, con 3 en el brazo.

Lo gracioso para nosotras fue cuando nos llegó la noticia a Florencia, una llamada para decir que mis padres se habían accidentado; y creo imaginarme de manera extra corporal la cara que puse en ese momento, cuando me dijeron que se habían accidentado con un policía acostado [*]. En mi mente de niña de 9 años y poco inmiscuida en la coloquialidad, creía que literalmente se habían chocado con un policía y es que pensaba yo «hasta dónde llega el descaro de la gente». Lancé la pregunta sin pensarlo «¿y el policía cómo está, lo mataron?». Hasta el sol de hoy sigo creyendo que nunca debí hacerla.

Mis papás culminaron esa visita a San Vicente con el arriendo de una casa y el papeleo necesario para el traslado: Tres días después nos encontrábamos en un camión rumbo San Vicente, cuando llegamos a la casa nueva. Mi hermana y yo estábamos encantadas, un buen barrio, una linda casa y niños de familias pudientes con muchos juguetes y dispuestos a compartir. La escuela quedaba cerca, igual el colegio.

Todo marchaba bien para mi hermana y yo. Mi familia siempre ha pertenecido a la religión cristiana y estar allá no iba a separar a mis padres de su doctrina. Nos congregamos en la iglesia Alianza Cristiana; mi mamá estaba encantada, puesto que en una de las sedes de esa iglesia fue que empezaron su vida cristiana, allá se reúne mucha gente y lo digo, porque después pude ver esa asistencia cuando tuve la oportunidad de volver el año pasado.

Habían muchos niños en ese tiempo. En la Iglesia nos separaban por edades, menores de 2 años, de 2 a 6, de 7 a 12 y de 12 a 16 y yo obviamente estaba en el grupo de 7 a 12, junto con mi hermana. Eran clases divertidas, dinámicas, llenas de dibujos, colores y enseñanzas acerca de las hazañas de personajes de la Biblia. Llegamos a la escuela, yo haría 4to grado, mi hermana 3ro y allí conocí a una niña llamada Valentina, quien fue mi mejor amiga en esa etapa de mi vida.

Con ella andaba para donde fuera. Vivía cerca a la escuela, recuerdo, y al culminar la jornada académica me dirigía de nuevo a casa con mi hermana… Todo tomaba su curso, pero no todo podía ir perfecto. Lo que mi hermana y yo no sabíamos era que San Vicente en ese tiempo, estaba en un periodo de plena violencia y que registraba la segunda tasa de homicidios más alta de todo el país, cuando el promedio era de 53 por cada 100.000 habitantes, en San Vicente era de 354. Y es que, cómo no tener razón, si cuando te levantabas para ir al baño en la madrugada no era raro escuchar tiros, hasta por encima de la casa.

Ese año terminó sin implicaciones para mi integridad física y mental o la de mi familia. Llegó el nuevo año, fue el diciembre más lindo que recuerdo: todos en ese barrio llamado Villa Ferro, tenían sus sofás afuera y recuerdo los abrazos y las caras de felicidad cuando gritamos «¡1, qué viva el año nuevo!». Todo transcurría bien. Fue un inicio de año lleno de paseos y lugares hermosos. Nosotros teníamos familia por parte de mi madre, que vivían en un corregimiento llamado La Punta de los Remedios de la Guajira, Meta, a 3 horas de San Vicente.

Recuerdo también el cumpleaños de mi sobrina Valentina, cumplía el primer añito, era el 14 de febrero y estábamos en Florencia y en eso sonó el celular, una llamada para decir que a mi tan querido tío «Lalo» lo habían matado. No quiero ni recordar como mamá se desplomó, fue de las cosas más tristes que he tenido que ver, pues ellos dos eran contemporáneos, él era el menor y ella quien seguía. Se dirigió a San Vicente al levantamiento del cuerpo y junto con la mujer de mi tío y mi tía Gloria, se encargaron de las diligencias de la funeraria. Ese fue uno de los golpes más duros para toda mi familia, mis tíos y primos, conocidos, amigos, todos destrozados por su partida. Es que era el, ese tipo de personas que con su carisma y personalidad alegran el día; era una persona a quien recuerdo con una sonrisa siempre en el rostro.

Lo que vino después de su muerte fue horrible: tenía él 2 hijas, Sofía de 11 años y Zully de 5. Recuerdo el día del entierro, mi prima Sofía, quien por su edad era la más apegada a él lloraba desconsolada, cuando pusieron el ataúd en el hoyo, se lanzó sin pensarlo ahí y créanme que vivir la pérdida de un padre ha de ser horrible, o eso me dio a entender, tuvieron que sacarla, aunque ella suplicaba porque la enterraran con él y que una niña de 11 años anhele la muerte a tan corta edad, es frustrante.

Tiempo después supimos que la muerte de él había sido un «error» y yo creo que nunca sentí tanto desprecio hacía un grupo de personas, como ese día cuando dijeron que había sido a manos de las FARC. Esos guerrilleros me llenaron de odio el corazón por varios años; había sucedido lo siguiente: Él iba en su moto y al ser un corregimiento donde la guerrilla tiene doblegada a la comunidad era muy común, ver presencia de la guerrilla en ese lugar.

Y al ejercer temor sobre las personas, le pidieron que llevara unas gaseosas a cierto punto, cuando mi tío llegó allá ni lo dejaron bajar de su moto, le dispararon sin piedad, 2 tiros que terminaron con su vida y le arrebataron la felicidad a su esposa, hijas y demás familia. Lo encontraron a medio día tirado en una cuneta al bordo de la carretera, el tanque de la moto estaba hundido, pues su cabeza impactó con él. Mi prima Sofía se intentó suicidar en varias ocasiones.

Pasó el tiempo y digamos que nos repusimos de esta tragedia. Mis primas y mi tía se domiciliaron en San Vicente, pues mi tía Gloria y mamá habían sido muy unidas anteriormente, y ésta vez no era la excepción. Creamos una unión muy bonita, pues ellas necesitaban de nosotros y de igual forma, nosotros de ellas, también eran cristianas, por lo cual íbamos a la iglesia los sábados con mis primas y conocimos a muchos amiguitos allá.

Hablaré de Sandy y Diego, porque por ellos escribo este relato. Sandy era una nena muy linda de 12 años, de una familia humilde y Diego tenía 9 años, era hijo de una comerciante. La señora era una líder de la iglesia, era muy alegre.

En agosto de 2009, específicamente el 25 de ese mes, un atentado terrorista deja 15 heridos y dos muertos. Sí, como lo imaginan, Sandy y Diego murieron en un atentado en el centro de San Vicente contra la estación de policía. Eran niños, niños que fueron inocentemente a comprar dulces a un supermercado y de vuelta se encontraron con la muerte. A Sandy una esquirla le atravesó el corazón y a Diego le quedó una en el cráneo. Diego estuvo en coma un día y la mamá no podía permitir ese agravio, lo desconectaron y murió.

De nuevo víctimas por la violencia del país, que de manera directa arrebata personas y esperanzas. Fue horrible llegar a la iglesia y ver la ropa de Diego colgada en todas partes, es que nadie estaba preparado para eso, eran niños, niños con un futuro por delante y muchas ganas de disfrutar la vida. Fue muy aterrador al sentir cuando llegaron los carros de la funeraria con los cuerpos, la mamá de Sandy aparentaba ser más fuerte, pues lloraba en silencio, pero la de Diego, sollozaba desconsolada, a gritos. Y es que ese niño era similar a mi tío, alegre y lleno de vida. Mi papá recordaba cuando Diego llegaba a la rectoría a hablarle, con confianza, como si no hubiese estigmatización de nada, «el pestañudito» le llamaba.

Ver a personas que habían compartido conmigo risas, enojos y juegos, allí con los ojitos cerrados y un trapo en la cabeza lleno de sangre que no se lograba esconder dentro del ataúd de Diego, no fue fácil, tú podías tratar dejar eso atrás, pero en esos días era normal ver como a los ladrones o personas inocentes la guerrilla los exhibía en la plaza desnudos o golpeados, tan inhumanos eran. Ese año nos vinimos de San Vicente, con temor a que la violencia nos alcanzara directamente.

Hoy en día he crecido en muchos aspectos. Logré perdonarlos. Me fueron arrebatadas personas importantes, pero no quiero que suceda lo mismo con más civiles, y la verdad tengo fe en que podamos vivir un poco más tranquilos, porque podremos hablar de paz con las FARC y el ELN, pero hay muchos más grupos al margen de la ley que no cambian sus ideales y es que lastimosamente emergen sin restricción alguna. Me quedan los recuerdos y las lágrimas cuando pienso en qué sería de ellos hoy en día, pero no puedo estancarme ahí, pues eso sería solo hacerme daño a mí. ¿Recuerdan a Valentina? Por cosas de la vida la volví a encontrarla en la Universidad, en el primer semestre de Derecho; y es que así es la vida, no puedes escapar o esconderte de las cosas, las afrontas y sigues.

Karen Xiomhara Benavides Martínez

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia

MEMORIAS DEL OLVIDO

En Colombia hay quienes celebran el desarme de las FARC, por supuesto, pero en el país se percibe más una mezcla de reticencia, desinterés y desconfianza, que de algarabía y entusiasmo, que tanto prometía la paz. Mi historia empieza un 11 de junio de 1997, el día que llegué a este mundo y ya era partícipe de la guerra más duradera en América latina. Los contendores se disputaban el poderío del territorio nacional: por un lado las fuerzas armadas colombianas y por otro, las fuerzas de izquierda del grupo guerrillero FARC. Todo esto implicaba una serie de percances y dificultades para la población, quien era la afectada directa o indirectamente.

El conflicto armado me afectó de una manera directa. Mi niñez fue muy natural como cualquier niño de cuidad, pero en mi familia siempre estaba la zozobra, la inquietud de como estaría mi abuelo por la parte materna, que vivía en una zona veredal llamada Merendú ubicada a orillas del río Caquetá, donde la guerrilla tenía presencia constante. Tanta era la preocupación de mi madre, que en festividades y fechas de receso escolar nos trasladábamos a permanecer un tiempo con mi abuelo. La vida en Merendú era distinta: La justicia se manejaba muy diferente a como yo la conocía. Todo era controlado por aquel bloque de izquierda que tenía potestad de ley y de poder sobre el territorio: la bien sabida frase de ley era «balazo y pal rio».

El temor era tal que un día mi abuelo decidió tomar su ropa y consigo la de mi tía, que es su fiel compañía y salir «por motivos de discapacidad» el 10 de diciembre del 2004, dejando ahí enterradas todas sus pertenencias que con esfuerzo y trabajo duro había conseguido durante su juventud. Ya en la casa de nuestra madre, mi abuelo estuvo un tiempo corto y de transición, ya que el nuevo lugar destinado para vivir sería el corregimiento de San Rafael en el Putumayo.

Pero como decimos los colombianos: «la medicina fue peor que la enfermedad». En la vereda San Rafael se vivía la parte de la guerra más cruda en las horas del atardecer: los enfrentamientos eran muy comunes, tanto así que en algunas oportunidades mi madre me cogía a mí y a mi hermana y nos escondía debajo de la cama para no tener tanto peligro de una bala perdida. En una ocasión ella no estuvo cerca para tomarme esa vez, ya que me encontraba en la cocina de la escuela y se prendió sin pleno aviso un combate. Corrimos con mi primo a escondernos en los mesones de la cocina y desde allí escuchábamos el cacarear de los fusiles y, nosotros, perplejos por el miedo que recorría de abajo a arriba nuestro cuerpo. Ese día entendí lo cruel que era la guerra, cuando pude ver a un compañero de lucha de ellos (FARC) tirado y herido en un corredor de la escuela. Después de unos momentos todo cesó y llegó mi madre que desesperada me abrazaba.

En ese lugar no solo conocí el lado malo. Tuve la oportunidad de conocer más allá de los combatientes a las personas detrás de ellas, quienes no eran nada diferente que las personas de la ciudad. En ocasiones ellos llegaban a la escuela donde mi abuelo vivía, armaban su equipo de micro y si faltaba uno me invitaban a mi o a mi primo a hacer parte del equipo. En el juego te pegaban, igual tú le podías pegar y tirar sucio, igual como a cualquier otro y sin miedo a nada, todo terminaba con una olla de limonada y las risas entre sí, que causaban el súper partido.

Pero, mis visitas culminaron cuando a mi tío, el presidente de la junta comunal, una tarde, como cualquier otra, le llegó un comunicado de las FARC donde decía que «todos los jóvenes de la vereda deben estar presentes en la caseta comunal para una reunión». Y en mi caso, debería de estar presente en esa reunión. Mi madre se puso muy exaltada con esa citación, sin embargo, asistí ese día a la caseta sin chistar. Allí nos hablaron del orgullo de pertenecer a ese grupo de izquierda y una serie de artimañas para que nos enfiláramos en la FARC. Antes de las 6 de la tarde se acabó la reunión.

Pasaron un papel para aquellos quienes quisieran pertenecer al ejército revolucionario, se inscribieran. Como tenía un poco más de ventaja sobre otros jóvenes no firmé aquella hoja y ya terminada la reunión salí para la casa y ahí mi madre terminó ese sufrimiento que la tenía agonizando y me dijo «esta es la última vez que vienes donde tu abuelo».

Después de 5 años volví y ya todo había cambiado. Eran tiempos de paz y se respiraba otro aire en San Rafael y con tranquilidad los habitantes vivían y compartían. Ya en mi presente tengo 20 años y tengo la vida cotidiana de cualquier joven.

Brayhan Stiben Bermeo Vieda

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia
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