Literatura Cronopio

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ESA NOVELA TAN ÍNTIMA Y PÚBLICA QUE ES VIVIR

Por Amir Valle*

Uno es, usualmente, los libros que lee. Y bajo esa verdad nos manifestamos, aunque sea triste reconocer que no son nada comunes los que se contagian con la hermosa locura del Quijote (o cualquier otra obra que enaltece los valores que tenemos como especie racional) y son muchos los que se hunden en esos mundos pedestres creados por quienes atentan contra la literatura, aún cuando sus personajes digan ser niños magos que andan con toda su pureza detrás de la piedra filosofal o un lúcido profesor averiguando las posibles intimidades de Jesucristo.

Soñar hoy con enmascararse y hacer justicia como el Zorro, irse a la selva con una banda de hombres de honor como Robin Hood o hundirse en el fondo del mar junto al Capitán Nemo porque la humanidad es francamente detestable, deben parecer estupideces porque no abundan quienes mantengan esos sueños luego de leer un libro. Si, además, se apuesta por vivir dentro de ese inframundo que  persigue a quienes pretendemos ser escritores, entonces la aventura es más complicada: uno es los libros que no ha podido olvidar, los libros que recuerda nítidamente, aún cuando los años (y otras miles de lecturas necesarias) le lancen guiños cómplices, seductores, corruptores, desde muchas de las esquinas que componen su vida intelectual. Y generalmente debe ocultarlo a riesgo de parecer loco o, en las mejores valoraciones que recibimos, anticuado.

El escritor que soy deambula por mis mundos: el real y el de mis ficciones, con muchos de esos guiños (esos cientos de libros que van llenando las lagunas de desconocimiento que uno trae al mundo cuando nace), pero siempre reconoce allá en lo alto, como aquella nube que guió al pueblo de mi Dios por el desierto, las señales de obras literarias que fueron agujazos precisos, fuertes, definitivos, en ese muchacho que soñaba (y sueña) con escribir grandes libros.

Una tía peleona, un tierno amor, una gran amistad y el nombre de un indio peligroso que siempre acecha, llegan desde mi infancia: Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, quizás porque en el pueblito de campo donde vivía entonces, cuando mis padres, maestros de profesión, pusieron delante de mí aquella joya literaria, yo conocí a una tía amorosísima pero siempre peleona, el amor (primer amor) de una niña que moriría pocos años después de leucemia, una gran amistad con un niño negro de mi clase (que todavía se conserva) y el nombre, siempre temible, del fantasma de un asesino que, según la leyenda, vagaba por el sitio que más nos gustaba a los muchachos del pueblo, una laguna a la que llamábamos La Aguada. Me encantó tanto aquella historia que decidí continuarla, y nació allí, en las páginas donde Tom sufría por el amor de la bella Becky, mi primer acercamiento efectivo al oficio de escribir. Años después descubrí que en aquellos tiempos, y gracias a ese libro, conocí el inmenso poder de crear tensión en la obra literaria y aprendí (tal vez comparando la vida de Tom con mi vida de niño) que el mayor reto era llevar esa aventura personal, que es vivir, a la aventura que alguien debería leer y hacer suya.

Un «pichicorto», como decimos en Cuba, sigue estando ahí, siempre que lo miro, recordándome que hubo un antes y un después de que yo lo conociera. Pichulita le decían, y era el protagonista de otro de los libros (en este caso un relato editado en forma de libro), escrito por un tal Mario Vargas Llosa y publicado con el nombre de Los Cachorros. Fue el despertar de un vicio. Me confieso empecinadamente vargasllosiano, porque tenía 16 años cuando leí esa obra y supe, sin imaginar cuánto de verdad tenía tal intuición, que aquel escritor sería la persona que más iba a enseñarme del duro oficio de escribir. Surgía así una relación de amor–odio contra la cual todavía lucho: aprendí leyendo, en ocasiones hasta diez veces, cada libro de Vargas Llosa, marcando sus páginas, buscando sus nuevas novelas en un país donde su nombre era un nombre prohibido, pero siempre regresaba a ese relato, humanamente tan simple (el mundo de una juventud llena de traumas y sueños y esperanzas y traiciones y miedos: es decir, casi mi mundo), donde descubrí la ductibilidad de la lengua española y supe que el lenguaje no debía ser, únicamente, un instrumento, sino también un personaje, un alma viva de lo que se narraba.

«Eso es masoquismo», me dijo mi amigo, el escritor cubano Alberto Garrido, cuando le dije que había leído un libro seis veces en menos de un mes: ¡tanto me había impactado! Se llamaba La tierrita de Dios, de Erskine Caldwell. Lo sentí alucinante. Siempre regresan imágenes: la casa vieja en medio del Sur, rodeaba de tierras secas y muertas…, una anciana muriendo en el patio ante los ojos resignados de la familia que ya ni siquiera podía sufrir el terrible suceso de la muerte de alguien que les dio la vida…, un viejo auto como esperanza lejanísima…, y la presencia de la muerte gravitando sobre todas las cosas, pegada hasta en esa nata de polvo que cubría a la casa, al auto, a los pocos animales famélicos…, y esa desazón de saber que la vida ya no depara nada para aquella pobre gente. Y la crueldad…, la dura marca de la crueldad, como un hierro al rojo vivo, hurgando en mi cerebro. Nunca volví a escribir igual desde entonces. Sentí que perdía parte de la ingenuidad que me quedaba de la infancia. Y descubrí, como una inmensa bofetada, la certera arma que resulta graficar el dolor ante los ojos de los lectores. Descubrí que el ser humano, como especie, debía tener siempre algo de masoquista (el tiempo me daría la razón), porque sólo así podría comprenderse una de las lecciones literarias que me enseñó Caldwell en aquel libro: el dolor es un tema eterno, el dolor siempre interesa, siempre seduce, siempre cautiva.

Cuando estuve en su tumba, allá en París, me senté un rato para decirle cuánto le debía. «No te imaginas, Maestro», le dije, « de qué modos tan absurdos han estado conmigo, en todos estos años, Horacio, La Maga y el Bebé Rocamadour». Porque Rayuela y Julio Cortázar van conmigo a todas partes, y a veces, cuando nos reunimos quienes lo queremos, no sabemos precisar si Julio existió o si es un personaje más de esa Rayuela que él trazó en el piso de nuestras vidas y por la cual hemos avanzado, a veces a saltos, a veces lentamente, sabiendo que siempre habrá un balcón desde dónde poner una tabla que nos conduzca a otro balcón, o a otro sitio, detrás de nuestros sueños.

Escribí hace varios años un artículo de 20 páginas intentando decir todo lo que Rayuela me había aportado. Tuve que romperlo. Sentí que cometía un sacrilegio porque en aquellas palabras no lograba acercarme ni siquiera a la piel de lo mucho que me marcó esa lectura, cuando apenas cumplía los 21 años. Sí recuerdo que algo me hizo sentir satisfecho en aquel trabajo: con Rayuela descubrí que lo esencial para un escritor era la naturalidad de su mirada, el simple hecho de entender que la verdadera vida en el mundo ficcionado se producía cuando uno lograba mirar la cotidianidad a través de la retina limpia de la persona que realmente somos y no mediante los cristales empañados de la persona que queremos ser (y que siempre va con nosotros). La literatura, lo supe por Cortázar, no admite fingimientos, ni falsedades. Descubrí en aquellas escenas parisinas de Rayuela que la literatura no es artificio, es la naturalidad de nuestra mirada trasladada a un escenario donde, también, debe poder ser mirada con la misma naturalidad.

Un hombre llamado Pedro Chiquito me mostraría los recovecos más íntimos de ese modo especial que los cubanos damos al castellano, cuando me hundí en las páginas geniales de la novela El pan dormido, de José Soler Puig, a quien conocí poco tiempo después. De esos encuentros con el ser humano que había escrito una de las más monumentales novelas del siglo XX cubano, salí enriquecido con dos nuevas lecciones: la primera, que se podía ser un escritor inmenso sin acudir a las petulancias tradicionales, a los excentricismos y a las poses que habitaban el medio intelectual en el que yo comenzaba a moverme; y la segunda, que un personaje cobraría mucho más vida en la medida en que lo pusiéramos a hablar con la misma naturalidad con las que nos comunicamos en la vida real y que para ello el escritor debía mirar la vida con la simpleza necesaria, desde la altura necesaria, de modo que nada impidiera que llegara a nosotros el verdadero matiz del habla, los más puros giros entonacionales, las tipicidades que hacen del «cubano» una variante del idioma español.

Aquel hombre, a quien desde entonces llamé con cariño «el viejo Soler» me enseñó con El pan dormido a andar despierto cuando necesitara captar todo el mundo de connotaciones de eso que algunos llaman «cubanía». No creo que pude tener un mejor maestro: la novelística del viejo Soler es una de las más cubanas que conozco, y su gran obra, El pan dormido, es una clase magistral de absoluta cubanía.

Dicen que cuando uno se va haciendo viejo recuerda mejor los tiempos pasados, aquellos dulces tiempos en que se era joven, ingenuo e inocente. Quizás por eso Mark Twain, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Erskine Caldwell y José Soler Puig, permanezcan allí, en ese otero desde donde ven mi vida pasar, y de todos modos, como soy uno de esos que cree firmemente en que uno es lo que lee, prefiero seguir intentando conquistar el amor de una bella mujer desde la más pura ingenuidad que merece el amor (como hizo Tom Sawyer), enfrentar todos los miedos que hagan crecer mi papel de ser humano en esta tierra (sabiendo que, como Pichulita, habrá mucho que desgarrarse en la piel y el alma), soñar entrañablemente con lo que uno quiere (como lo haría La Maga), conocer que se puede vivir en el fondo mismo de la desesperanza (como los personajes de Caldwell, porque del fondo sólo puede salirse hacia arriba), y contar historias de vidas que tuve y que no tuve pero que invento (como aquel Pedro Chiquito que debía ser el alter ego del viejo Soler).

A fin de cuentas, si uno es los libros que lee, uno es libre de buscarse la felicidad: Sólo hay que buscar el libro que mejor te alimente, y ése, seguro, ya estará escrito.
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* Amir Valle es escritor y periodista cubano. Su obra narrativa ha sido elogiada por escritores de la talla de Augusto Roa Bastos, Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Autor de más de una veintena de títulos, su obra más reciente es «La Habana: Puerta de las Américas», una historia novelada sobre La Habana, publicada en España en el 2009. Más información sobre su vida y obra en: www.amirvalle.com, https://amirvalle.com/wordpress, y www.otrolunes.com.

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