LA CAZA
Por Guillermo Aguirre Martínez*
Salimos poco antes del alba, iluminados apenas por nuestro débil farol. Ya esa misma noche llegaron a mí sombríos pensamientos disipados al poco de levantarme, en cuanto tomé la escopeta y me uní a mi compañero de caza, quien como de costumbre llevaba un buen rato esperándome de pie, junto a la puerta, a oscuras, charlando con el frío, sonsacándole sus intenciones para el día recién comenzado. Le seguí. Generalmente era él quien decidía la ruta, yo sólo marchaba tras él.
El primer tramo lo recorrimos sonámbulos, sin llegar a despertar por completo, él con gesto alucinado y yo con firme temple, con ánimo sereno aun cuando conocía tan poco como él de nuestros esquivos propósitos. Sabía yo que su obsesión por caminar al frente no obedecía a nada en especial, nada tenía que ver con decretar la ruta correcta o con seguir alguna ya transitada. No, era simplemente obstinación lo que le llevaba a marchar unos pocos pasos por delante, y esto fue lo único que llegué a saber de su persona. En cuanto a mí, todo bajo aquel rostro de juiciosa complicidad obedecía a una desesperación que me hacía atravesar cada uno de los límites prefijados con un sabor más amargo que dulce; eso era todo.
Desde un tiempo atrás teníamos por costumbre no detenernos hasta dar con la primera de las piezas, aunque esto no necesariamente significase acabar con su vida, pues otra costumbre era la de respetar el aliento de esa primera visión, tomarla tan sólo como indicio de lo que después habría de venir. Naturalmente, no fueron pocas las ocasiones en que esta gentileza nuestra nos hizo regresar tal y como habíamos comenzado la jornada, con algo menos de sosiego pero, en cualquier caso, acrecentada la fe.
Elevé entonces la vista; ahí llegaba la primera, volando a gran altura junto a la posición ganada por el sol, hacia el horizonte por tanto. El instinto primero fue el de apuntar, si bien todo quedó en un afán insatisfecho y después en respeto por nuestra cumplida promesa. Su rumbo nos indicó el camino a seguir, y con más ansia si cabe proseguimos contagiados por la fuerza de su nervioso aleteo.
Era inútil. Todo me parecía inútil. Esa misma historia se repetía constantemente y por mi parte sólo quedaba ponerle un fin de la forma más cortante y decidida. Esta farsa dilatada de la mañana a la noche y reiterada día tras día en nada aliviaba mi desazón, y así creí conveniente, ineludible tal vez, tentar a nuestro destino. Buscaría una salida.
En mi ánimo era ya como un nuevo amanecer, había emprendido mi marcha y debía mostrarme audaz, echar por tierra pactos y creencias, echar por tierra augurios, sueños, tentaciones; me parecía necesario poseer la certeza de que en ese primer animal, en nuestro trato con él, se había sellado un más que innegable decreto, y así a cada zancada una inmensa sensación de poderío comenzó a agigantarme hasta hacerme creer un dios, una bestia inmortal, dadora de vida pero también de muerte; me sentía feliz, me sentía eufórico por aquel desbordamiento de cólera; el resto no me importaba, posiblemente nada de esto acabaría bien y aun así sólo me importaba el hecho de advertir que por vez primera me sentía como vivo.
Después todo se presentó confuso. Me derrumbé y así me encontraron, un dios entre los hombres, profanado y sometido a razonamientos ilógicos, sometido a sus leyes y a las violaciones más atroces e insufribles para alguien que, como yo, llegó a tener el universo en sus puños, para alguien que, como acaso dije antes, podía afirmar que sentía. Todo esto me fue arrebatado; luego llegó el aparato jurídico, las más abominables sentencias de esta raza de alimañas y el yugo final puesto a una existencia en la que, por breves instantes, lo juro, llegué a creer que estaba vivo.
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* Guillermo Aguirre-Martínez es doctor en Estudios Interculturales y Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Tras haber ejercido la docencia en la Westfälische Wilhelms-Universität Münster así como en la Ruhr-Universität Bochum con una ayuda del DAAD, en la actualidad disfruta de un contrato de investigación Juan de la Cierva en la Universidad de Deusto. Su poemario Piedras ha sido publicado este mismo año (2017) en la editorial Devenir, mientras que en 2014 y en 2016 respectivamente aparecieron su novela lírica Rayo oscuro de luz y el también poemario Pozo de silencio, ambos en Ediciones Oblicuas. De su producción científica cabe destacar el ensayo Forma y voluntad, editado por Verbum en 2015.