Literatura Cronopio

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EL RÍO CAIMÁN

Por Antonio Morales Riveira*

Como los seres que han permanecido en los cataclismos, las guerras y los amores, el Magdalena sigue alli, lleno de heridas, multiplicado en sus cicatrices, en sus tajos, en su savia que traspasa las épocas y las generaciones.

Río madre de todas las tormentas de un país acostumbrado a verse en el espejo verde que lo cruza, que lo va dividiendo, fértil e incondicional, agarrado de los bordes de la tierra, de las pieles de sus hijos, de los hombres que lo trasiegan.

Hombres de agua y ríos de hombres, Magdalena vida que anda, gran movimiento entre los espacios, brecha nacional, ser animado por los vientos, los olores y los tonos de la soledad. Magdalena río hombre, vertiente, mensajero de la vida y de la muerte. Río chinchorro acostumbrado a los desvíos y a las mutaciones permanentes. Siempre distinto, camaleón de agua camuflado en si mismo, en sus mil formas, en la sucesión interminable de todas sus posibilidades. Río vía, animal múltiple lleno de brazos, dios que quita y pone a su antojo riberas y playas, que traza el destino de los hombres bajo los designios absurdos de su inestabilidad.

Por allí va el país que baja y vuelve y se reconoce en cada orilla, en cada cara morena, río que se recrea a sí mismo, serpiente loca girando en las espirales del trópico, bestia de monte acechante, encorvada en los remansos, bestia viva y muerta, babilla singular fenecida, atacada por los goleros, dignamente muerta para ser pasto del ciclo irremediable de la naturaleza, siempre hacia abajo, con una obcecación propia de los inmortales, de los héroes. Río de los guerreros que avanzan entre combates hacia el encuentro definitivo con la disolución, allá en el Caribe.

Hombre río atacado por los playones, envuelto entre las atarrayas y las sopas que se cuecen en las arenas. Hombre río sin piel, apenas con la corteza inevitable de los años transcurridos puestos sobre el cuerpo como los árboles al viento y al azar. Pescadores enterrados en los fangales, en la quietud de las malas épocas, en los vacíos que se esconden en las puertas del cielo que los cubre. Pescadores del Magdalena, flotantes seres del hastío, comedores de huevos de iguana, cazadores de horas muertas, cuando no cae nada más que el soplo de los tabacos, el golpeteo del dominó y las conversaciones agarradas en las redes.

Río puerto, así se llame Dorada, Boyacá o Berrío. Aún hoy entre las ruinas de su propia opulencia, allí está el río de siempre. Aún hoy andan los remolcadores con sus planchones cargados de frutos del país, de las masas vegetales, del gas y del petróleo. Aún hoy, Magdalena, camino y destino de miles de hombres, de viejos capitanes cesantes, cazadores de mariposas, de bogas venidos a menos, de estibadores del calor en sus puertas hechos de latas y porfías.

Aún hoy, muy de mañana, llegan a los puertos los hombres del río, las barcazas de cabotaje, las chalupas y canoas que son, en muchos sitios, el único medio de transporte, costoso pero rápido y seguro.

Todavía salen de los potreros a los barco-corrales miles de reses que van a los mercados, o en busca de mejores pastos. Aún brincan los pejes en el agua y las gentes se enjabonan entre el verde, tratando de demostrarse que lo que fue, aún es, y que esas aguas que son parte de la conciencia resisten al lavado de las pieles y de los corazones. Entre la algarabía de los puertos y el ir y venir del mundo, el río revive su fuerza, la de siempre, la incontenible dureza de sus aguas. Río hombre que tiene aún el vigor para derrotar a sus enemigos, para arrollarlos a punta de crecientes y ventarrones.

Y pasa dejando los rastros, pedazos de sí mismo, en la enrumbada de sus aguas desempleadas, en los ruidos de los troncos desarraigados, sacados de cuajo por la violencia de los líquidos, por la potencia del imperturbable; del que siempre será, el que nunca se podrá secar, el río de las mil islas empujadas de departamento en departamento a la vista de los hombres. Río frentero, opaco o brillante, río fantoche ante quien se inclinan las ramas y las gentes. Río cargado de flores, de mortecinos, de rió de motor. Río que se sueña a si mismo llenando el gran vacío de los acontecimientos poéticos, llegando siempre a tiempo a la cita con su ego de gigante narciso. Río embeleco, río que sabe para dónde coger.

Por eso se aparece en cada curva, loco Magdalena, propio Mohán, que transcurre entre lo que crece y descrece, sutil bajo la mirada trabada de las vacas comedoras de hongos, por El Banco.

Pasa por entre las garzas, las pisingas, los patos, pasa por sobre todo el aleteo que invade el silencio, con esa gritería de Patasola. Dispersa las basuras que lo enferman. Acuden a él sus tributarios, las ciénagas, las humedades, todo lo destroncado. El nunca será igual, con su lenguaje de remolinos, con sus profundidades, con sus ganas de que sea narrado, contado. Él, «llavería» del Ganges y del Nilo, desvariando hacia el mar, precursor de todo lo habido, papá Magdalena por donde todo subió y ahora todo baja convertido en mierda.

Pasa Puerto Berrío, puerto paisa, vital y dependiente de las aguas que lo empapan; vuelven las historias en medio de la decadencia de un muelle que alguna vez fue escenario de sudores, cuando el sol salpicaba a los trabajadores y se veía, gracias al trabajo incesante, el movimiento de los poros al abrirse.

Subsiste el río tibio, la corriente, el sol que cae y chamusca los transbordadores, la existencia vegetal que anda por las aguas, las areneras su hipnosis permanente.

El río se lleva las ideas, se las apropia. Sobre el río uno es río y nada más. Las aguas internas de los hombres hacen parte del cauce y el río está dentro de ellos, en un todo místico e intangible.

Puerto Nare, Puerto Serviez, las nubes, los platanales, y cuando uno se adormila en la monotonía de las aguas, río abajo, siempre algo inesperado se atraviesa en los zaguanes del sueño. Cualquier imagen es más fuerte que lo previsto. Río Magdalena, universo de sensaciones puras, aguas como años con ciclos y meses interiores. ¿Qué habrá en su fondo?

El río crece con su país, se baja de los páramos y las serranías, se hace cada vez más evidente como gran embudo nacional. Allí habitan los trabajadores que comen siete veces al día, para bien nutrirse en medio de su descomunal esfuerzo por ganarse el pan. Habitan los remolcadores, largos estadios anaranjados, siempre coloridos, en una carrera sinuosa de recodo a recodo.

Habitan las gentes en las dragas , en los barcos que van de pueblo en pueblo, hamacándose: comidas, gaseosas y desvelos.

Habitan las islas, las ánimas. Se inventan las historias reales que después nadie creerá. Habitan los trechos largos donde por kilómetros no aparece nadie en las orillas, a no ser la iguana nerviosa que otea el cielo buscando las águilas que se la han de tragar.

Pasan las casas flotantes de los trabajadores, los pueblos , el sol, gran hervidero. Pasan los juegos de los hombres y la línea del tren hace una siesta de nunca acabar. Y llegan todos los afluentes, los generosos hijos del río que, sin agüero, entregan sus aguas para hacer a cada metro más grande la leyenda del río grande de La Magdalena.

Sigue esta cinta impasible, este volcán horizontal. Muchos objetos, como el, parecen ser piezas de museo. Las barcazas varadas, los remolcadores despanzurrados, la maquinaria oxidada, todo envuelto por el verde de las aguas de la vegetación de las riberas. Porque también del río se fueron las bonanzas y los auges, y perviven tan sólo en la memoria de los antiguos, en los sentimientos, en los trajes de cuadritos de los escolares, en las arrugas…

Poco a poco el camino fluvial conduce hacia el Caribe. Aparece en la línea de tierra la imagen de la gente ribereña , los comedores, los baños sobre el agua, las salas, las estancias, el amor mismo que cuelga sobre el río, pasión en los playones, en los pantanos y en los maizales, entre algarrobos y entre el matarratón.

Pasa al cosmos fluvial en cueros.

Se siente la entrada a las grandes sabanas de Bolívar, la vida simple de los atarrayeros, la vida muelle. Sobrevienen las historias de los peces encuevados a la entrada de la ciénaga de Simití, lugar del universo entornado por los idilios, en una franca evocación del infinito como si la vida durara para siempre. Allí en esa gigantesca masa de agua, parte del río, llega uno a saber que la naturaleza es la madre, si, pero de los hombres humildes.

Magdalena Caribe, tierra de mirones, de cogedores de punta, vertiente misma de la imaginación popular, territorio fantástico del hombre que se volvió anfibio y escamado por andar mirando los cuerpos lascivos de las «peladas», que aún hoy le entregan al río sus pieles morenas, sus pieles zambas, para dicha de la vida.

La leyenda del hombre caimán es más certeza que mito. En cada habitante de esta región cruzada por las águilas, sigue vivo el gran batracio, llorando su triste destino, sus penitencias. Ahora ya nadie le lleva el ron, ni la yuca, ni el queso, porque ya ni el río se acuerda de él. Quizá por eso el Magdalena le dio la espalda a la población de El Plato, tierra del caimán, y tan sólo le dejó un canal medio seco que lleva al viajero a un romántico muelle de antaño, hoy en decadencia.

Pero aún así, El Plato Magdalena es la tierra del hombre caimán, de los ritos del agua, de la literatura oral ligada al gran río, del mito mismo que identifica al hombre con sus deseos, con esa gran estela de agua, que, erótica, como el gran lagarto, se extiende entre las pasiones humanas, los vados, los cantos y los mansos, los canales que conducen a los amores tropicales, al olor del mango, al besuqueo y al ron.

El Plato, enclave carnavalero de hombres caimán, de hombres trompeta, de hombres río, de hombres ventana, de seres soñando despiertos con los imposibles con las visiones del río zampado en la mitad del alma, río hecho un poco de las lagrimas del gran caimán costeño.

Hombre tierno por dentro y endurecido por fuera por los esfuerzos, hombre seguro, que ha visto entre los montes y las riberas al caimán, aún hoy arrastrando como la costa, su pena, su llanto, su olvido.

En esta zona del Magdalena, en todos los cumbiones está el hombre caimán, ese ser antropo-zoo-acuático, hecho de carne, sueño y agua, como todas las gentes que miran de frente, camino del Caribe.

Hombre mestizo, cruzado por los genes y por los vientos, que vive allí, en el único lugar del mundo donde los pedestales, que suelen ser ocupados por los próceres y los héroes, aguantan el homenaje pétreo que un pueblo se hace a sí mismo, a su capacidad de burlarse de las dificultades y del destino.

Río caimán en Plato, dios aborigen y mestizo, erguido, horizontal. Río lagarto, pegajoso, escamado. Río de dientes para afuera. Río costeño, río disfrazado, río de pócimas y lagrimas, río palabra, río noticia, río rumor, río leyenda.

El mito del hombre caimán es la lengua misma del río. Río que danza, cumbiamba húmeda de lagrimas que de vado en vado busca el corazón mismo del Caribe, como Bolívar, otro hombre caimán lleno de lágrimas que bajó por estas aguas buscando su destino, que no era otro que la muerte sobre el Caribe, propio destino del Magdalena. Tragicomedia de esta nación con «jeta» de río que recuesta sus penas en lo tibio de sus aguas.

Tierra de negros cimarrones. La libertad hizo de este puerto un importante cruce de caminos y punto comercial. En El Banco se abre el Magdalena en sus dos brazos, el de la Loba y el de Mompós. Desde allí se acentúa la navegación, aparecen entonces los grandes planchones que obligan a los aspavientos de los patos. El río Magdalena se ocupa de la gente, de los trasteos de muebles y del alma, y en sus riberas se mezcla el motivo perenne de los atardeceres con la vida diaria, con la pesca de los hombres cangrejo. Virtual «ye» del río, El Banco deja que el Magdalena se bifurque y que la vida se parta en dos al son de las chalupas y de los movimientos sincopados de las aguas que arrollan de tarde y de mañana la quietud. Todo se mueve, toda la energía de las aguas trasciende las riberas y se incrusta en las acciones de los hombres, en las quemas, en los remansos donde los pescadores se encierran a la vista de los bosques que ahora son apenas arboledas.

Por el brazo de Mompós, en el camino hacia la villa, la vida se revuelca con la tierra. Surge entonces un Magdalena de agricultores. Hasta las reses pasan muertas, y los movimientos de los campesinos se agregan al trasunto del río.

El río cambia, se enfurece al mediodía, porque tiene temperamento, humor, sentimientos. Pasa Guamal, pasan los platanales como una cinta verde y despelucada. Armónicos, porque todo influye en todo, los árboles toman la forma de la brisa, y la imagen de dos mellizos en un burro hace pensar que la costa, en pleno, se desata en medio de la quietud de los sembrados. Los pajonales en los bordes sugieren los morros de las reses y de nuevo el agro le da paso a la ganadería extensiva. Es el reino del garrapatero. Pasan los pueblos siempre escondidos, «encaletados» a espaldas del río, pueblos sin puerto colgados del asombro.

Ante la presencia de la cultura caribeña, hasta la tierra cambia. Se enrojece, se prende, se enciende.

Un extraño palo de mango sugiere la longevidad, el paso de los espacios en las mentes viejas de los hombres antiguos.

Aguas en lucha contra todos los sedimentos lanzados al río por los hombres que pretenden domesticar la brutal fuerza que se peina y se despeluca para embeleco de las tranquilas ciénagas que lo aman. Aparece Mompós con su vida intimista, con sus sequías, con el temor manifiesto del brazo del río por esa ciudad a orillas del Caripuaña, verdadero nombre del Magdalena, antes que los españoles vinieran a sembrar los odios estratégicos. Mompós, ciudad desde el siglo XVI vio salir los largos sampanes con los bogas, los zambos bogas hijos de negro e india, hermanados en el sufrimiento colonial, hijos del bantú africano manejador de manadas, cuyos cantos primitivos le dieron origen al vallenato sabanero de hoy.

Mompós, ciudad de oro y cimarrones, filigrana blanca y larga al borde del río; apenas memoria de sus gentes que se niegan a evadirse y perder sus pergaminos en la diáspora social que tiene lugar en el Magdalena. Mompós y bogas, carnes de fuego, seres fundidos en los crisoles de la religión, en las iglesias. Mompós, reverbero alargado, muelle impracticable lleno de basuras, donde todavía hoy se boga en el marasmo de los recuerdos que pretenden de nuevo hacerse sustancia. Mompós, lugar del mundo donde aún se azota a los árboles que no dan frutos.

Adiós, Santa Cruz Mompós, río Magdalena testigo de la opulencia, sabio nacional que conoce los males del país, siempre ligados, paradójicamente, a tanta riqueza natural. Como en Talaigua, antaño la más rica encomienda española y hoy apenas un pueblo más, con su iglesia blanca, sus redes vacías y una rigurosa desdicha que cruza el Magdalena, como un caballo surgido de las aguas.

Siempre la orilla con su actividad sincopada, distinta del trabajo incesante del río que se lleva todo hacia el Caribe, los juegos, las noches de bebida, el trabajo, los costales, los sombreros, los machetes, los trasmallos, la piel y el destino de los hombres.

Hasta el aburrimiento se lo lleva el río. La arrastra con el embrujo ciego que causan sus aguas, con la fe. Río cartero, mensajero acuoso y sibilino, portador de rumores, de aleteos, de los chapuceos del canalete que lo hiere y le arranca remolinos no previstos. Río de guerras y de paces, río que todo lo sabe, que todo lo ha visto, que nada lo sorprende. Gran bañera verde, pila bautismal de la nacionalidad.

Pueblos que esperan por Bolívar que pase la línea, la chalupa, el taxi líquido. Pueblos que son vistos de pasada por el río que prefiere concentrase en cada vuelta, en su camino irrefrenado hacia el mar. Río de lavanderas por el sitio de Barro Blanco, gitanas del agua, golpeando las viejas ropas.

La blanca y andaluza iglesia de Pinto marca el regreso al brazo de Loba. Entre pajonales, carneros africanos y águilas que le arrebatan la carroña a los gallinazos, aparece Magangué.

Ciudad activa, sucia, metida en la depresión. Puerto vivo con sus iglesias rosadas como pasteles de boda. Ciudad que a todas luces señala que allí, el Magdalena, como una feria, está bien vivo.

Mas adelante el río se ensancha, toma la dimensión de sí mismo, majestuoso. Pasa la memoria del viejo capitán de buque Alejandro Mario Abello. Pasan, sí, los vapores del pretérito. Pasa Calamar, la de los calamarí, tribu caribe, último punto de Bolívar, allí donde se desprende el Canal del Dique, artificial brazo del río que ligaba desde el siglo XVI a Cartagena de Indias con el país de arriba, el de los indios.

Se va el río hacia el Caribe y el país se va secando, se empieza a quedar sin él. Ya huele a mar, huele a Suan, a Palmar de Varela, a Malambo. ¡ahé eh eh ah! ¡el palito de Malambo! Desaparecen poco a poco los fantasmas pasajeros del sampán, esos que hacían este viaje en setenta largos días. Se van los barcos, los gritos de rebeldía. Se va la tala de bosques, se va el lecho, cama franca de la promiscuidad del río. Se va del valle a la llanura total, al departamento del Atlántico, y aumenta la sensación de grandeza, ¡ay morena mía! Hasta la violencia y los problemas sociales se van. Sobre todo se van los peces, la gallega, el bocachico, el bagre, la tolomba, la dorada, el capaz, el nicuro, el sábalo y el pataló. Todo se va mientras allá, como una última muralla antes de la precipitación, aparece Barranquilla, prócer e inmortal, !madurada al sol!
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* Antonio Morales Riveira es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Periodista redactor de varios perdiódicos y revistas nacionales. Fue corresponsal de la revista Proceso de México, director de la Revista Cromos, director del Noticiero de las 7 en los 90 y redactor del diario El Espectador. También ha sigo guionista de cine y director de documentales. Es uno de los socios fundadores de la revista Número.

1 COMENTARIO

  1. El nombre del pueblo es «Plato», sin artículo, decir «El Plato» es incorrecto. El nombre de fundación español fue Villa Concepción de la Plata, el nombre oficial es Plato y el orígen más aceptado es debido a un cacique de la zona que apodaban «Plato viejo»

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