Literatura Cronopio

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Fiestas Patronales

LAS FIESTAS PATRONALES

Por José Pacheco*

Las fiestas del Santo Patrono siempre han tenido para mí un significado especial. Independiente de que sea devoto de él o no, toda mi vida he estado obligado a participar en ellas y debo reconocer, que disfruto mucho de esos días alejados del ruido, el humo, los carros y la gente extraña. Son los días en los que vuelvo a encontrarme con mi verdadera esencia, con lo que en realidad soy, son los días en los que estoy con mi verdadera gente.

Hoy vuelvo después de muchos años. Pienso en todas esas cosas que de niño viví y espero que la magia de aquel entonces atrape a mi hijo como me atrapó a mí. El bus sigue avanzando por la carretera asfaltada alejándose de la ciudad, dejando atrás el bullicio, los semáforos, la gente misma y hasta la vida sedentaria a la que uno se acostumbra en la urbe. Lo único que no queda atrás es el calor, esa sensación está presente metro a metro en el camino que nos lleva a San Luis.

La conexión con San Luis, mi pueblo natal nunca se ha perdido. Soy uno más, así lo siento. Así me lo han hecho sentir cada año de mi vida en octubre para las fiestas patronales. Lo dejé hace mucho no por voluntad propia, la educación ha sido siempre la preocupación de mi mamá, por eso la idea de estudiar fuera, de conocer otras cosas, otra gente, de vivir otra realidad. De niño nunca quería regresar, me fascinaba correr descalzo por la arena caliente y blanca de la calle principal. Me gustaba ir al río, me gustaba cazar pájaros, me gustaba cortar leña y hasta harrear agua del río hasta la casa.

De niño tampoco entendía por qué dejar todo botado durante una semana, no quería dejar de ver Cartoon Network ni tener que soportar cinco horas sentado en un bus. No entendía el por qué de la ropa nueva, no entendía el por qué de las velas en la iglesia, no entendía el por qué de la procesión, no entendía por qué los hombres se peleaban por cargar la imagen del Santo, no entendía muchas cosas en mi mente de niño.

Mi hijo se llama Máximo, tiene dos años y es la primera vez que va a San Luis. El sábado lo presentaré al Santo Patrono en la misa, pidiendo para él larga vida y salud. El trayecto empieza a desesperarlo y el calor no ayuda mucho a que concilie el sueño: Llora, patalea, se queda tranquilo, juega, vuelve y llora. Lo entiendo, no es fácil estar encerrado durante cinco horas, más si eres un niño y tienes las energías suficientes y las ganas de estar de aquí para allá y de allá para acá. En este momento, siente lo que yo sentía a su edad cuando viajaba con mi mamá.

Cuando era niño, no entendía el por qué de muchas cosas. Cuando fui creciendo, solo me alegraba por no tener que ir a misa todos los días, me alegraba de no tener que levantarme a las cinco de la mañana para estar temprano en el salón de catequesis. Me alegraba poder ver a mi abuelo, poder jugar con su cabellos blancos, que me pusiera su sombrero vueltiao, que me llevara a ordeñar, poder tomarme la espuma caliente, sobre todo, me alegraba poder hacer lo que nunca hacía en la ciudad. Cuando crecí entendí el por qué de la obligación de volver cada año.

Máximo aun no entiende, no sabe para dónde va ni tampoco por qué. Estoy seguro que si pudiera hablar con fluidez, me reclamaría por mantenerlo aquí en estas condiciones. Me pediría una explicación seria sobre la razón del esfuerzo sobrehumano que implica el viaje. Si lo hiciera, no tendría cómo explicarle, definitivamente es algo que entenderá con el tiempo, supongo que solo el tiempo dará las razones y le explicará el por qué de los viajes.

Antes si el viaje salía bien, llegábamos con mi mamá, siempre en la tarde. Me quitaba los zapatos y salía calle arriba en busca de mi primo Rafael. Se me olvidaba todo. El olor a naturaleza que se respira en mi pueblo me impedía recordar todas esas cosas que había dejado atrás en la mañana y que siempre me ocasionaban problemas con mi mamá. Cuando cruzaba la esquina allí estaba él, en la puerta de madera de su casa de barro con una enorme sonrisa y con la mejor ropa que podía tener, para que la tía lo viera bien presentado decía su mamá. En cuanto a mí, me importaba de poco a nada tener los pies zungos y los pantaloncitos de pana llenos de barro.

La carretera negra ha terminado, se acabó el asfalto y puedo ver que todo sigue igual. El único avance de esta zona, solo está en los discursos de los políticos, en esa retahíla de mentiras con que engañan a la gente y se engañan ellos mismos. Donde se justifican unos a otros su razón de ser. Todo sigue igual, como suspendido en el tiempo, como en una burbuja, como ajeno a lo que pasa más allá, como distante del mundo real, como ensimismado y reacio al cambio. Ahora el calor se mezcla con el polvo, en este punto sigo viendo las mismas cercas de alambre de púas, las mismas casas de barro, los mismos hombres harreando las vacas y por entre los espacios de los árboles hacia el río, los mismos pescadores tirando atarraya y recogiendo los trasmallos. Las tardes en este lugar siempre están llenas de gritos, vacas, chivos y hombres a caballo, igual que hace 10, 20 ó 50 años.

De la gente que antes me miraba, me abrazaba, «cuánto has crecido», «te pareces a tu tío», «dónde está tu mamá», «¿cuándo llegaste?», «¿cuándo te vas?», me decían aquí, me decían allá, muchos han muerto y otros están tan viejos que tal vez ya no me reconozcan. Recuerdo que con Rafael corríamos de un lado a otro sin control: íbamos al río, íbamos a la gallera, caminábamos hasta la ciénaga, nos metíamos en el corral del «cachaco» González, le tirábamos piedras a las vacas, la noche nos sorprendía con unas energías enormes que teníamos que guardar para el día siguiente. Mi primo Rafael se iba a regañadientes, pero me prometía llegar temprano para ir con papá a ordeñar. Ya mi primo nunca más me esperará en la puerta vestido de gala, ahora es un hombre y tiene responsabilidades para con su familia, ni siquiera sé si pueda verlo esta semana, me han dicho que está pescando y que regresará tal vez el lunes o martes.

Máximo se despertó a las cuatro de la mañana. Casi que a tientas y alumbrando el camino con un foco de mano, mi abuelo nos llevaba hasta el puerto donde está su canoa. Mi hijo nunca ha estado tan cerca de tantas cosas. Su mamá se ha encargado de dejarlo bien cubierto, cuidándolo del sol, los mosquitos, las avispas. Se ha quitado todo, me mira como pidiendo explicación, como esperando una señal de aprobación. Sublime momento, me parece estar viéndome en él. Antes no entendía el por qué de tantos cuidados para conmigo, si yo era como todos los del pueblo y ellos eran como yo.

El sol lo sorprendió tomando espuma de leche caliente y sacándole las garrapatas a un perro pequeño que hay en la finca de mi abuelo. Luego correteó las gallinas, los pavos, los chivos, podía ver en su cara la felicidad, el placer de hacer algo nuevo y hasta hoy extraño. Lo llevé conmigo, recogimos maíz, arrancamos yuca, buscamos patillas y cortamos leña mientras mi abuelo tomaba café.

La finca de mi abuelo son dos islotes enormes que se levantan en una de las ensenadas de la ciénaga de Sura. Desde la parte más alta, donde está el racho de palma y barro a especie de garita, se ve toda la laguna. Su agua es verde y tranquila. También se ve el tanque elevado que hace las veces de acueducto del pueblo y hasta los carros que pasan por la carretera angosta y pedregosa que lleva hasta la cabecera municipal. Tiramos piedras al agua, gritamos y gritamos y nos maravillamos con el eco que se propaga por todos los rincones de la pequeña ciénaga. Volví a ser aquel niño que se fue un día, dejando todo esto atrás, buscando un mejor futuro.

Los días avanzan lento, tan lento como el progreso, y los actos que anuncia la cartulina que está en la puerta del billar también avanzan lento. En la mañana del jueves los atarrayeros han hecho lo suyo. Se han burlado de algunos y se han sorprendido con otros, pero al final desde que tengo uso de razón, Julio Mendoza se ha llevado siempre el primer puesto. También se ha cumplido la carrera de canoas, para la prueba, el pueblo entero se aglomera en torno a la muralla, que protege a la población de las aguas turbias del caudaloso afluente que lo inunda casi que por completo el mes de diciembre. Una gran caravana de canoas sube hasta el llamado Cerro de Los Cocos, que otrora era el punto más alto del pueblo, y que por efectos de la erosión del agua es hoy día sólo un pequeño barranco donde los niños se lazan de cabeza al agua. De ahí los intrépidos competidores, emprenden una lucha contra la corriente a canalete limpio buscando llegar a la meta.

La carrera de encostalados, luego la carrera de gatos, luego la carrea de bicicletas y luego a esconderse de la gigantona. La gigantona es una muñeca enorme que recorre las calles «buscando niños groseros». Los viernes a las doce del medio día, por las calles polvorientas y angostas de mi pueblo, no se ve ningún niño. Se oyen los ladridos de los perros y uno que otro llorando al verla pasar por la puerta de su casa. Que haya miedo es la gracia, que los niños teman a la gigantona es su razón de ser. Por eso sale el viernes, para el sábado ir a la iglesia a consagrase y recibir la bendición del cura. Por eso nadie dice que es un muñeco y que Cayetano Villamizar es el que va debajo de él. Yo le temí y ahora Máximo también le teme. Me mira con cara de extrañeza, busca en mí protección y también una respuesta, pero no la tengo, no sé qué decirle y sé que no podrá entender el simbolismo de las cosas a su edad.

Detrás de la gigantona viene la «papayera», siempre han dicho que fiestas patronales sin papayera, no son fiestas patronales. Ya Máximo está más tranquilo e imita al tipo que toca el redoblante, mueve velozmente sus brazitos como tratando de sacar sonido en el vacío. Lo extraño de estas fiestas, es que no ha habido peleas. Las peleas son parte importante de la cultura de mi pueblo, aquí las diferencias se arreglan a las trompadas.

Los actos siguen avanzando en la plaza, los grupos de teatro y las danzas han hecho sus números. Estamos aquí a la espera del cura, en algún momento el monaguillo sonará la campana y el pueblo entero se rendirá a los pies del Santo Patrono. La iglesia deja ver los estragos del río, las paredes lucen percudidas, aun conservan ese color marrón característico del agua revuelta del Magdalena. Asumo que la gente se aburrió de pintar en octubre, para que se manche en diciembre. Tal vez ha sido una decisión acertada, tal vez no, pero ya nunca más volverán a pintar la iglesia.

El tercer sábado de octubre, es el único día del año que esta pequeña iglesia se llena de gente. El cura es un tipo bajito, más bien amarillo, con gafas y una voz ronca que parece salida de una película de terror. Su sotana es de un morado pálido por el uso y el monaguillo, parece que lo único que le gusta de la misa, es la hora de las limosnas, se muestra activo y sonriente. El resto de la misa estuvo más atento a mirar por la ventana que a prestar atención al sermón.

Ya estamos en la fila, la ceremonia es sencilla, nos arrodillamos y el cura le hace la señal de la cruz en la frente diciendo: Máximo, que el santo patrono San Luis Beltrán te de salud y larga vida. Ahora empieza la pelea, es el momento donde los hombres del pueblo luchan por el privilegio de cargar al santo en sus hombros. Pasa todos los años y la solución siempre es la misma: el cura llama a los más alejados de la discusión. No aprenden, pienso para mis adentros, pero cargar al santo es un privilegio que solo unos pocos tienen y que en términos generales, significa mucho.

La caravana recorrerá las tres calles del pueblo. Delante irá el santo, detrás el cura con un megáfono hablando de esto, hablando de aquello y balbuceando algunas oraciones en latín y detrás la gente: ancianos, adultos, jóvenes y niños. Entrada la noche, el santo llegará de nuevo a la iglesia, que se iluminará de velas y se dará inicio a la fiesta: sonará la música, se beberá Ron Caña y se bailará de forma convencional, hasta que Ariel Padilla levante su lánguida humanidad de dos metros 20, baje los tacos del transformador y deje al pueblo entero en tinieblas.

Las luz amarillenta de la luna llena ilumina la plaza, la gente se aglomera mientas a lo lejos se escucha el tenue sonido de una flauta de millo que avanza lentamente en busca de la multitud. El grito entusiasta de un bailador emocionado no haya respuesta dentro del grupo y se pierde, se va con la corriente de aguas turbias del río Magdalena. Pedro Cuevas sigue avanzando con su flauta, montado en una carretilla que sus dos hijos menores hacen andar a un paso cansino. De seguro ellos también tocarán la flauta en las fiestas venideras, en los pueblos las profesiones se heredan, de cierto modo estás obligado a mantener la tradición, estás obligado a ser lo que fue tu papá, tu abuelo y tu bisabuelo.

Cuando el viejo llega en su carretilla, la gente le hace reverencias, le muestra cariño y a la vez respeto, prenden las velas, arranca la música y arranca también el baile. Los círculos se agrandan, se funden en uno solo y poco a poco el hombre de la flauta va quedando en medio. La primera tanda en la plaza, se acaba cuando se acaban las velas. El viejo para, hasta que la única luz que haya sea la de la luna. Se levanta la arena, el enamorado aprovecha y galantea a su dama y así no lo quieras, de un momento a otro, atraído como por un mágico encanto estás bailando alrededor de la flauta.

De una mochila de fique, uno de sus hijos le sacará una botella de ron y la música no iniciará hasta que este considere que es necesario. La gente mientras tanto, se va ubicando como en la tarde, a manera de procesión. Cuando el viejo vuelve a tocar la flauta, sus hijos hacen andar la carretilla y la gente tras él enciende las velas, la caravana por la calle central con las velas arriba parece un río de fuego, los viejos que ya no bailan, los niños y las mujeres embarazadas, se conforman con ver el espectáculo por la ventana. Cada sábado de las patronales, la rutina es la misma.

Llegarán hasta el campo de fútbol, allí hay más tierra que en la plaza y el polvo se levanta a medida que aumenta el ritmo del baile. La música sonará hasta el alba, con los primeros rayos del sol se acaba el espectáculo, se acaban las velas, se acaba el ron y se acaban las patronales. El otro año, el segundo domingo de octubre, Fernando Meléndez saldrá con su vaca loca llena de pólvora dando inicio a las festividades, el otro año el segundo domingo de octubre estaremos nuevamente aquí. El otro año, el segundo domingo de octubre, sé que Máximo podrá recordar lo que fue este año y estará contento de poder ver y hacer lo que hizo esta semana.

Mi mamá mantuvo viva mi conexión con mi gente, con mi tierra, con mi cultura, con el río y con mi santo patrono. Yo haré lo mismo, Máximo, sus hijos y los hijos de sus hijos, vendrán a las Fiestas Patronales, cada año de su vida hasta el fin de los tiempos.
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* José Pacheco es Comunicador Social y Periodista con énfasis en prensa y edición de Medios Impresos de la Universidad Sergio Arboleda, sede Santamarta.

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