Literatura Cronopio

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Terquedad

TERQUEDAD

Por Melina Pezzotti*

Terquedad, hubiese sido la palabra para el colibrí que regresa, pero no está perdido, regresa por un hálito de vida, por ese poquito de ázucar que le ayuda a sobrevivir. Debí de haber escuchado las voces ocultas que anidaban en la noche limpia de aquel día, debí escuchar hacia adentro cuando podía callar, pero tenía cierta urgencia en el pecho que aguijoneaba mi corazón y laceraba mi espíritu. Aunque no tenía miedo, el suspiro no anunciaba lo insondable, la palabra prisión o celda, siempre tan distintas. Nada calla en esta tarde brumosa y antigua, algo en mí suena decadente. Como el zancudo que no tiene prisa en buscarme, porque sabe que tarde o temprano me encontrará, como si el suspiro me contara sus viajes hacia la osadía de una perdición oscura y nacarada.

¿Acaso no hemos alimentado esa sangre espesa y oscura? Tal vez somos ese alarido que la noche sugiere, esa sombra que arde en nosotros como una tempestad, una vociferación, un esplendor de hormigas monas, un murciélago atraído por el olor bestial de la carne cruda, inanimada del vacío.

Terquedad podía ser esa velocidad, esa carrera que emprendí para conocerte, de hecho, fui yo quien intercambió nocturnidades con el hado, fui yo quien decidió atraerte hacia mí como si fueras una manta de fuego. Cómo recuerdo ese fuego, esa sustancia visceral, ese clamor que gritaba en mis adentros… y confieso que lo dejé gritar porque a veces me sentía sola, parecía fácil alucinar con ese extraño que había llegado a mi vida con cierta soltura, casi sin pedirlo, le daba nuevas fuerzas a mi vida, en el fondo amaba esa celda y al mismo tiempo huía de su rugido. Por un lado ansiaba tragar saliva, la perturbación del ocaso, la llaga enardecida; y por el otro, tanteba en la oscuridad, en los labios húmedos y sudorosos de la imaginación. Quería sostener lo imposible en mi regazo y al mismo tiempo no deseaba vencer el misterio, atesoraba esos brillos inocuos, esos espejismos, esos ojos que no podía descifrar ni comprender, ese color, esa luminosidad que ni siquiera podía describir. En el fondo amaba esa lejanía, esa perfección que ofrece a nosotros el más tenue contacto que a veces se nos niega. No, no quería nada tan presuroso e irremediable como la realidad, pero tampoco deseaba seguir sintiendo ese vestigio en mi alma, esa raíz, esa tierra de donde provenía mi espejismo. De donde había sacado los colores para tanta luminosidad. Me recordabas antiguos lazos vueltos a contar, me recordabas cosas que odiaba de otros hombres que anduvieron por mi sendero. Pero insistí, mi terquedad siempre fue más fuerte que mi sensatez. Tantos diluvios acontecieron ese día en mí, como si fuera otra y al mismo tiempo fuera la misma, como si el mundo pudiera apagarse en una lágrima, como si pudiera besar a un desconocido que ya anduvo en mi vida.

Terquedad es alucinar con un miedo que nos quema y nos deglute sin piedad, tal vez se tratara de olvidar esos diluvios, esas sombrías protuberancias hacia osadías, que lejos de liberarnos, nos harían esclavos de secretos, de sed. Cuánto oxígeno quise recibir de tu entumecido corazón. Andabas con cautela, orgulloso y visceral, no querías destrozar el tuyo.

De hecho, no sé qué me acercaba a ti de esa manera, siempre estuvo en mis manos no seguirte, pasar de largo. ¿Siempre estuvo en mis manos no seguirte?

Aún me pregunto si me inventé esa cercanía por desesperación, o si sólo estaba ahí hablándome al oído para llevarme a una palidez de la cual nunca me habría podido recuperar.

Terquedad es alucinar contigo, con tus alas suaves de pajarillo que no quiero soltar, ¿acaso no seré ese pajarillo?, renuente a buscar otros árboles, otros nidos más fuertes, que no estén hechos de aire, paja y de cosas vencidas.

Un montón de arrullos de paloma que me siguen, me abren, me destrozan, me deglute… El techo de mi corazón está lleno de arrullos de paloma benévolos y lacerantes, con sus alas tejen mi pesar, con sus alas puedo echar a volar mientras escribo, sé que la esperanza es mortificación, sé que la celda no puede nutrirme, me aniquila, me devora, no hay piedad en ella.

Puedo recordar la suavidad de ese medio día, casi etéreo, irreal, casi puedo sentir la misma ansiedad con la que te esperaba, con la que miraba tu rostro, casi puedo sentir tu deseo recorriéndome y en un instante esa tibieza se hizo tempestad, como si tu corazón se hubiese abierto en dos… Era como si pudieras depositar todo el hielo en mi, toda tu impotencia, o sólo era el calor, el cansancio y aún así quería besarte, dejarme llevar, pero no era el suspiro tan fuerte, eran más dóciles mis anclas.

Tu voz podía calmarme, alentarme a escribir, a vivir. Todavía siento una tristeza en mí que se niega a dejarte marchar, todavía late en mí una voz majestuosa y osada que desea que seas mi amigo, pero es una utopía. De hecho, toda esa química que me arrastra hacia ti nace de los desvaríos de lo irrealizable, de la neblina fantasmal que no podemos atrapar, por eso hay tanta hiel entre nosotros, son los cuerpos quienes se buscan sedientos y ancestrales, mientras el alma calla y la sedosidad habla de fuegos perpetuos, el alma es ese rocío, esa llamarada de certezas.

ARAÑAS

Soy el milagro que camina en la noche, la sombra que no huye de sí misma, el ancestro de un árbol, el miedo atávico de una pesadumbre.

Soy la doncella de un espejo…

Tus ojos torpes me encontraron temblando de frío en la noche, me confundieron con una araña en la nieve, en el agua, en la tierra y en el sol. Te inquietó mi telaraña celeste.

Poco sabías de mí, no era más que la telaraña que acariciaba tu rostro cuando bajabas por un vaso de agua. Y tu curiosidad encendió la luz para verme devorar una hormiga.

Te gustaron mis ojos pequeños que solían mirarte con la certeza de que no me harías daño.

Tenía el corazón de una intrusa que podía adorarte, cruzar el aire con mi pequeño cuerpo, limpiar tus ojos cubiertos de sangre con mis ocho patas.

Amar tu laberinto y tu dolor.

CIGARRA

Soy el corazón del silencio que gime sin cesar. El oído atento de tu conciencia. El trueno de un mundo pequeño que danza en tu corazón.

Soy lacerante como un verano seco, despido fuego en mis alas, tengo alas doradas, labios que cantan antes del eclipse.

Cierro tus ojos con tibiezas siderales.

Balanceo mi alma en las jornadas de la tierra, allí donde todavía hay sol, donde el día comienza sin que nadie me escuche.

Me voy, siempre regreso, como un gato, a mendigar afecto.

Soy el viento de la tarde y me alimento de las raíces de los árboles, soy el viento del día que alegra tu ventana.

Mi canto dura lo que una musa. Mi sonido es agreste como el fuego.

Canto por la infinitud de mis alas nacaradas.

LECHUZA

Blanco de nieve en el pecho. Dos ojos redondos en un universo de plumas blancas, dos ebrios ojos que te miran sin cesar anunciando la eternidad.

Tu sonido de halcón herido, tu cabeza: esa silueta de corazón.

Tu voz lúgubre, tu quejido de cielo, tu silencio de plumas blancas y suaves.

Qué sollozo lastimero emerge de tu cuerpo.

Todo en ella es inexacto, improbable… Todo en ella es certeza, es blanca y perdurable como un recuerdo. Como un trozo de lluvia, como sus ojos abiertos y redondos que se detienen en ti.

Todo en ella es silencio y sabiduría.

Qué deseabas decirme con tu presencia, por qué merodeas los árboles y las ventanas cercanos a mí y resplandeces, «plumas blancas», resplandeces en mi rostro que es dócil a tu voz lúgubre, a tu sollozo, a tu dolor.

Nocturno.

Habitante de las estrellas.
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* Melina Pezzotti Escobar nació en Medellín el 24 de diciembre de 1975. Estudió Trabajo Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Asistió durante 4 años al taller de literatura en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, con Claudia Ivonne. Ganadora del Primer Concurso de Narrativa y Poesía «Le Radici e le Foglie» (Las raíces y Las hojas) en Roma- Italia, el 28 de diciembre del 2001. «La memoria nunca regala sus marcas» es su primer libro, publicado en el 2007. Desde hace 13 años reside en Cartagena de Indias.

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