Literatura Cronopio

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Prohibicion

PROHIBICIONES

Por Maria Paz Ruiz*

—¿Estás preparada?

—Claro que sí, llevo toda mi vida esperando por esto.

—Sabes que será un poco impactante, que no debes decirle a nadie lo que vamos a hacer.

—Ya, ya lo sé.

—Lo mejor es que abramos la puerta rápido, no quiero que nos vean.

—¡Eso sería lo peor! —susurra ella confirmando que nadie los sigue.

La puerta roja cruje con un ruido insoportable, los dos entran al cuarto columpiándose entre el terror y la dicha. Ella lleva un zapato sin amarrar y sabe que debe tener un cuidado extremo para no caerse. Él tiene la cara sudorosa, se muere de ganas por hacerlo y se culpa por no haberla traído antes; pero sabe que si los ven los van a castigar. Y no se trata de cualquier castigo, sino del peor que habrán podido conocer: que los separen por las tardes y no los dejen verse más que por una reja oxidada que hay en la cocina de la casa. Porque sus papás tienen esa horrible manía de encerrarlos, como si con eso pudieran censurar sus fantasías, como si con eso resolvieran los problemas de la imaginación, los calores impertinentes de la adolescencia, los deseos furtivos que laten en los que se hacen hombres y mujeres casi sin darse cuenta.

Él se mira la barriga, se da cuenta de que ha engordado un poco desde la última vez que intentaron hacerlo. Ella se desamarra el otro zapato y tiene una risa nerviosa que se torna incontenible cuando se quiere quitar la camisa del colegio.

Los pantalones de él caen al suelo, sus calzoncillos dejan ver que tiene frío. Toda su piel tiene los poros puntiagudos como si más que un hombre fuera un trozo de pollo desplumado y a medio cocinar.
 Ella, semidesnuda, acerca la mecedora para treparse al armario. Parece absurdo que después de tanto tiempo planeando esta travesura tenga que subirse a un asiento conocido por su inestabilidad. Su pierna flaquita se balancea, sube los brazos estirando las yemas de los dedos, ya casi llega a tocar la caja. Caen copos de polvo sobre sus ojos y cadáveres de moscas aniquiladas por el calor. El polvo se introduce en sus bocas y en sus narices, pero se aguantan el estornudo el uno al otro.

Ella le pasa la caja sin perder el equilibrio. Él sonríe encantado de poder tocarla de nuevo. 
La abren al tiempo, sacan las bolsas de plástico que han añorado estos meses. Él se equivoca y coge la que a ella le corresponde; bolsa que lleva treinta años esperando por sus manos. Ahí está, es blanco y produce un sonido inolvidable cuando roza el suelo. Ella no sabe cuánto pudo haber costado ese vestido, pero lo que sí sabe es que se muere por ponérselo, y que es de su talla.

Introduce sus brazos en el vestido acampanado, las mangas tienen rastros de haber sido mordisqueadas por las polillas. Su piel morena resalta con el blanco insuperable. Nada más al verla dentro de ese vestido, él la quiere hacer bailar piruetas, hacerla cantar, hacerla chillar de felicidad. Pero no pueden. Les toca resistirse, porque es posible que la abuela los escuche y los regañe, aunque de lo vieja que está ya se hace la sorda, la ciega y la indiferente.
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Los pantalones, en cambio, a él no le quedan bien, se le ven los tobillos y parece disfrazado. Pero eso no importa, porque debe terminar de vestirse, de encajarse la chaqueta negra sobre esa camisa de volantes que ya huele a mil demonios en feria.

Uno a otro se ajustan cremalleras, botones e hilos. Se miran con frenesí, se tocan la cintura, los hombros vestidos con prohibición, se acarician el pelo y la espalda, se abrazan y en décimas de recuerdo sienten el deseo de darse un beso. 
Han cumplido la promesa. El día que pudieran ponerse el traje de novios de sus padres, ambos iban a desprenderse de su virginidad. Se han visto desnudos tantas veces que ya sus cuerpos no resultan novedad. Han nadado en el río que está detrás del colegio, y se han percatado de lo grandes o pequeñas que tienen las zonas genitales. Todo lo han vivido con tal normalidad que han perdido los nervios de verse la piel morena expuesta.

Ahora, vestidos, oliendo a polilla y a prohibición empiezan a amarse sobre la mecedora de la abuela que ambos comparten. Ella gime enamorada, él se pregunta si no terminarán manchando de sangre el vestido de su madre con el ritmo de su cuerpo.

Suena la puerta, saben que han despertado a la abuela, y que no descansará hasta que los encuentre. Pero la abuela sabe más que ellos de amores furtivos, y riéndose por el pasillo, mientras los deja a solas, piensa que eso de desear a un primo es más antiguo que amamantar a los humanos.

CONDÉNAME A VIVIR BAJO TUS PIES

—Tienes una boca preciosa

—Y no me has visto los pies.
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—¿Cómo los tienes?

—Míralos: pintados de azul, pequeños y suaves como si fueran los de una niña.

—¿Y qué sabes hacer con tus pies?

—Cógemelos. Puedo jugar a meterlos por tu boca y asfixiarte mientras ves correr tu vida en el fondo de mis ojos. Con mis dedos sé regular el aire que pasa por tu tráquea para que sigas con tu manía de vivir.

—Eres un bellezón de cuidado, mi ama.

—No querido, soy algo así como una reliquia sexual. Hoy lo que mimo más son mis pies.

—¡Ahógame con ellos! Pégame, dame el aire que tengo que respirar, ordéname y condéname a vivir rendido bajo tus pies.

Ella se viste con unas botas negras terminados en afilada punta. Ensilla al hombre, se sienta sobre su boca y comienza a dominarlo como mejor sabe.

Después sus tacones se introducen en todos sus agujeros, juega con matarlo a golpes que no matan, comienza a latigar su culo hasta dejárselo rosado como un chicle, le estruja los pezones hasta que el hombre lagrimea de placer. Se descalza, se sienta en su espalda y saca un libro, el Ulises de Joyce traducido al argentino y no se baja de ahí hasta esta escena:
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—¿Qué hacés por acá, Stephen?

—Los altos hombros de Dilly, y su ajado vestido.

—Cerrá el libro rápido. Que no vea.

—¿Qué hacés vos? dijo Stephen.

La mujer cierra el capítulo diez con un sueño tremendo. Se masturba sobre el lomo de su amante y le pide que duerma tendido en el suelo.

El hombre, sin remedio, firma un contrato de pertenencia a una dómina que supera los setenta años.
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* María Paz Ruiz Gil es periodista y escritora bogotana. Estudió periodismo en la Universidad de Navarra. Máster en Estudios literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Candidata a doctorado en Creatividad Aplicada de la misma universidad. Profesora de microrrelatos y artista sonora. Narradora de microficción, ha publicado un libro y varios microrrelatos. Más publicaciones suyas en La nave de los locos, en el diario El Espectador (diario nacional de Colombia), en Palabra Abierta, suplemento cultural del diario Hispanic L.A. de Estados Unidos, en el periódico Tribuna Complutense, en la revista literaria Letralia, y en diferentes blogs especializados en el género de la microficción del mundo (Gaceta Cariátide de México, Piso12 de Argentina y Culturamas de España).  Es autora de dos novelas: Memorias de Soledad, Una colombiana en Madrid (finalista del Premio Joven de Narrativa U. C. M. 2010) y De padres y otros fantasmas (concursando actualmente para un Premio de narrativa). Sus blog: https://lacomunidad.elpais.com/historias-de-una-cronopia/posts

Los presentes relatos hacen parte de su libro Pop Porn, publicado por el Museo Arte Erótico América (MaReA).

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