Cronopio U.S.A.

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Unomanos

ADAPTACIÓN UNO. MANOS

Por Héctor Vila*
Traducción de Camilo Ramírez**

Para Heather y Cheswayo

Él lo dijo justo así: «Oye, hermano Héctor, ¿por qué no me cobijas bajo tus alas?»

Él lo dijo justo así al final de una de nuestras últimas clases del semestre. Extendió su mano derecha y la puso sobre la mía y lanzó su brazo izquierdo y me abrazó —nos abrazamos—.

«Sí, hermano Héctor. Sé mi mentor,» insistió suavemente. «Sé mi mentor. ¿Por qué no te vuelves mi mentor? Sí, es en serio. Cobíjame bajo tus alas», dijo con una sonrisa placentera, adorable.

Mentor —que tiene la forma de un agente—. En latín, monitor —recordar, pensar, aconsejar—. El nombre del hombre de Ítaca cuyo disfraz asumió la diosa Atenea para actuar como guía y consejera del joven Telémaco; de manera alusiva, aquél que cumple el rol que el supuesto Mentor cumplió respecto a Telémaco —de ahí un sustantivo común: Un consejero experimentado y confiable. Gracias, diccionario.

He estado lidiando con esta palabra desde la primera vez que la oí en conjunción con mi nombre. Su peso —su historia, sus expectativas—. La Odisea de Homero, por Dios. ¿Cómo encajar en esos zapatos? Los pequeños no conocen la gravedad de sus preguntas, su carga.

El reto más difícil para mí ha sido asumir la jurisdicción sobre mí mismo y mover mi ser completo — mi sentido del ser — hacia la sensación de que encajo en cualquier parte, en cualquier tiempo y bajo cualquier circunstancia. ¿Por qué no me cobijas bajo tus alas? aferrada a mi conciencia, una sagrada ala blanca, extendida, suave, protectora. Y yo estoy mirándola, desplegada sobre la cabeza del estudiante, atrayéndolo cuidadosamente, sólo un ala, un ala alusiva, referenciando algo implícito, como en una vida, tu vida, la vida del estudiante.

Adaptación Uno. Manos. Hacía -13 centígrados (9F) la otra mañana cuando realizaba los quehaceres —mudar a las ovejas de un potrero a otro para que continuaran pastando hierba fresca incluso en diciembre, alimentando las gallinas y limpiando su corral y dándole tetero a Sandy, el buey Jersey de dos meses, limpiando el granero, nivelando las aguas—. Ellos dependen de mí, yo, de ellos. Si sus vidas son buenas, la mía lo será también.

Si la vida de mis estudiantes es buena, satisfactoria, una vida creativa llena de promesas —quizás la mía lo será también—. Es una ley del universo, tácita pero cierta. Este tipo de interdependencia alimenta la adaptación, la nutre. La adaptación requiere el abandono, dejar ir algunos aspectos de uno mismo; es esencial para la evolución, para evolucionar.

La luz solar apenas empujaba por entre las pesadas nubes azul grisáceas esa mañana. La aún visible luna llena declinaba. Iba a mantenerse el frío. Todos los signos estaban allí.

Abrí la puerta del granero, el tetero de Sandy acunado en mi brazo izquierdo. Surgió vapor de mi nariz cuando empujé y mi espalda rechinó un poco en el lado izquierdo de mi cintura; una rigidez en un hombro. Las gallinas revolotearon, saltando desde bolas de heno. Los gallos que cantaron a las 4:30 esa mañana y me hicieron despertar se volvieron hacia mí y me encararon con una apariencia digna y orgullosa, con la cabeza levantada. Sabía exactamente dónde estaba, cómo serían las cosas ese día debido a la forma en que se sentían las cosas en el granero. Mantengo el compás con estas criaturas —ellas me dan tiempo—. Es una idea mejor, un sentimiento mejor de saber dónde se está, qué se necesita hacer y por qué.
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Me dispongo a atravesar una tierra áspera hacia el potrero para mudar a las ovejas. Un viento ártico se levantó. Me hizo lagrimear.

Cuando llegué a la verja noté que el cambio de la tierra hacia la congelación había doblado un poste y que la bisagra superior de la puerta se había desprendido de la lámina posterior. La verja se veía herida, cansada. Había nevado un poco la noche anterior, escasamente una cubierta —pero lo que había caído cerca a la verja se había apoderado del travesaño inferior—. La verja estaba helada.

Las ovejas se acercaron un par de pasos hacia mí. Les di la cara y retrocedieron dos pasos. Me quité los guantes para lograr un mejor agarre sobre la verja congelada y tiré hasta que se soltó y pude maniobrar la bisagra hacia la lámina posterior, sosteniendo la verja con una mano, moviendo la bisagra con la otra. Tuve que golpear la bisagra con mis puños desnudos unas cuantas veces y, tras unos minutos, la verja funcionaba de nuevo. Estaba sin aliento. Nariz goteando. Un dedo y un nudillo sangraban sólo un poco y supe, tras lamerlos, que en unos cuantos segundos mi sistema —y el frío— sellarían las heridas.

¿Habría cicatrices, un registro de este evento? Me pregunté.

Noté mis manos. ¿Quién está haciendo estas tareas? ¿Quién —o qué— es el yo en el yo? ¿Soy yo yo o un aspecto de mí que es arte del espectáculo? Quizás ambos. ¿Quién —o qué— dará testimonio de mi haber estado aquí? Las manos se mueven entre la realidad y la ficción, como los fantasmas.

Los filósofos han hablado sobre las manos. En el documental, Derrida, Jacques Derrida dice que lo que le interesa de los ojos es que son la parte del cuerpo que no envejece. «En otras palabras —dice el filósofo francés— si uno busca la propia infancia, a través de los signos de envejecimiento del cuerpo… uno puede encontrar su propia infancia en la apariencia de los ojos… Hegel dice que los ojos son la manifestación del alma… Pero yo traduzco ese pensamiento como sigue: Que el acto de mirar no tiene edad».

Respecto a la mano, «Hay una historia de la mano», dice Derrida, «la evolución del hombre, lo que llamamos la hominización del animal, ocurre por vía de la transformación de la mano. Creo que no es el cuerpo de la mano el que se mantiene igual, la mano cambia desde la niñez hasta la edad madura. Los ojos y las manos son señas de reconocimiento, signos mediante los cuales uno identifica al Otro. Para retornar a la cuestión del narcisismo, ellos son, paradójicamente, las partes que contemplamos con menor facilidad. Podemos mirarnos en el espejo y vernos y tener un sentido razonablemente preciso de cómo nos vemos. Pero es muy difícil tener una imagen de nuestro propio acto de mirar o tener una imagen verdadera de nuestras manos en movimiento. Es el Otro quien sabe cómo son nuestras manos y nuestros ojos.»

Yo contemplo manos, intensamente, fascinado por ellas porque dicen mucho acerca de la vida de una persona, sobre sus creencias. Las falanges de mis dos manos están torcidas en diferentes direcciones, en particular el dedo anular de mi mano izquierda —y no puedo decirles cómo ocurrió esto—; el dedo índice de mi mano derecha no logra cerrarse completamente; y tengo lo que se llama una «fractura de boxeador» en el hueso del carpo posterior al meñique de mi mano derecha, lo cual me ocurrió al estar arrodillado frente a mi caballo de seis meses quien, al dar un paso hacia mí, colisionó con mi meñique fracturándolo, mientras yo trataba de mantenerlo a raya. Es una fractura que le ocurre a menudo a los boxeadores. Tengo algo que parece ser una quemadura en mi mano izquierda, pero que, en realidad, es el resultado de mi rozamiento con una sierra que uso para cortar metal; tengo una cicatriz en «V» ahí también y bajo ella un gancho de acero que mantiene mi muñeca unida (esto se originó en el deporte, no en la labranza, es otra historia).

Las manos del académico siempre me han intrigado porque plantean un problema: esas manos suaves y sutiles, destinadas a voltear páginas, no a cavar zanjas, han puesto de cabeza a civilizaciones, han nombrado cosas, clasificado otras y, de hecho, definen qué está evolucionando y de qué manera; etiquetan el progreso; determinan lo correcto y lo incorrecto; condenan. Perdonan. Y se lavan las manos respecto a las cosas que no quieren ver. Estas manos suaves tienen tanta autoridad. Esto me perturba. ¿Pueden las manos delicadas enseñar?
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¿Puede un mentor tener manos suaves? ¿Fáciles de moldear, de cortar, de comprimir?

¿Hemos dejado atrás a la mano en nuestras adaptaciones culturales? ¿Aquéllos de nosotros que usamos nuestras manos a nivel pedestre —es ahí donde habitan las manos, después de todo, donde son necesarias— cómo podemos entenderlo a Usted, al Otro, sin volvernos Usted, entrando en Su yo como si fuera el nuestro propio y abandonando el espectáculo que somos? ¿Cómo le hablo yo a Usted si no soy Usted, Usted quien usa Sus manos?

Mi viaje: desde el ¿qué voy a hacer conmigo mismo? hasta el profesor y ahora el mentor, ha sido imposible para mí sentirme bien respecto a las respuestas a estas preguntas de dónde y cuándo he estado involucrado. Podría haberlo hecho mejor.

El otro día, recibí un correo electrónico de una joven colega y amiga que respeto inmensamente. Me escribía acerca de lo emprendido por su familia, un experimento en Wisconsin con 50 viñas. La familia ha estado preparándolas para el invierno unos cuantos meses, el día de acción de gracias da conclusión al proyecto. Utilizan una alambrada alrededor de la base y la llenan con hojas. El alambre tiene que ser encordado alrededor de cada una de las 50 viñas. Ella me dice que «los raspones y cortaduras empiezan a desvanecerse de mis manos». Me enamoro inmediatamente de los «raspones y cortaduras», esa bella imagen que posteriormente habrá de desaparecer. Irresistible. No quiero que se «desvanezcan» —como una vieja fotografía, un nodo en la senda de la vida—. Sus manos han de ser adorables, pensé, con indicios de unas cuantas cicatrices que nombran un pasaje sobre el amor y la familia y el crecimiento y la belleza. Y esto, en su curso, me ha tocado con tal melancolía, me ha rozado de esta forma y me ha causado dolor ante la idea de su desvanecimiento. ¡Tuve el mismo sentimiento al leer por primera vez la Oda a un Ruiseñor de John Keats y llegar hasta Olvido! ¡Esa palabra, como campana, dobla y me aleja de ti, hacia mis soledades! Y luego Keats dice, ¡Adiós!, lo cual repite poco después, ¡Adiós! ¡adiós! Doliente, ya tu himno se apaga más allá de esos prados, sobre el callado arroyo, por encima del monte…

Desvanecerse, las cicatrices se desvanecen pero nunca se van en realidad, ¿o si? ¿Nos desvanecemos todos de esta manera?

Las manos nos dicen nuestro acercamiento al amor, a la vida misma. Las manos son mejores que las imágenes. Las Dos Manos de Van Gogh. No aprendemos nada de Facebook, nada en realidad, porque dejamos por fuera las manos. Dejamos de lado las manos a menudo hoy día —y la mayoría de las manos que vemos están bien sea matando o manteniendo a raya el daño de alguien, abrazando a un Otro que sufre, consternado—. Siga las manos (esto es, cuando están retratadas) en las 45 imágenes más poderosas de 2011 y dígame, ¿qué ve que hacen las manos? ¿Qué dicen estas manos acerca de nuestra lucha por el ser?

Recuerdo las manos de mi abuela. Gastadas manos de trabajadora. Mis manos han sido comparadas con las de ella: redondas, fuertes, usadas —no son las manos que uno asocia con el pasar de las páginas de un libro—. El problema de la mano es que reside a nivel de la tierra —donde las manos, de hecho, trabajan—. El conocimiento, las economías de escala y la tecnología han creado un modelo invertido donde la economía de consumo se privilegia sobre todo lo demás. La hominización sin manos —¿o es con manos ocultas, con manos no reconocidas, con manos que no queremos ver?— Creemos estar evolucionando de manera distinta y que la mano es, de alguna forma, secundaria. Las manos suaves han planteado esta conclusión. Manos redondas y redondamente suaves entran en discusiones cuidadosamente orquestadas para discutir las amenazas de diversas epistemologías. Nos reunimos para discutir cómo no usar nuestras manos. No nos gusta la tierra. No queremos ensuciar nuestras manos.
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¿Por qué no me cobijas bajo tus alas? ¿Es esta la pregunta adecuada, mi hermano estudiante? Para yo entrar en el Yo que es Usted necesitamos estar cada uno en las manos del otro, desplegando juntos nuestras alas. Esto es la adaptación.

¿Ha sido una visión o un sueño vívido?, nos preguntamos en últimas junto a Keats. Se fue ya aquella música: —¿Despierto? ¿Estoy dormido?— Las manos siempre saben la respuesta.
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* Héctor Vila nació en Córdoba, Argentina, y emigró a los Estados Unidos en 1960. Doctorado en Literatura Inglesa y americana de la New York University. Es autor del libro «Life-Affirming Acts» (2000), y de artículos dedicados a la educación, tecnología, política y cultura popular. Es profesor en Middlebury College, en Vermont, EE.UU, donde enseña cursos sobre American Studies, Education Studies, y Environmental Studies. Está por terminar su primera novela, The Double Helix. Su blog se llama «The Uncanny» (hectorvila.com)

** Camilo Ramírez es estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia.

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