Literatura Cronopio

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La puerta

LA PUERTA

Por Nora Mendez*

Tendría que haber sospechado de la tardanza, nadie pierde las llaves de su propia casa estando en ella, ¿o sí?, quizás sí pero no la dueña de una pensión de paso con inquilinos que vienen y van todo el tiempo y todo el día. Eran las 6 de la mañana, lo recuerdo, el frío me estaba entrando por las pantorrillas.

Siempre pensé que el día que cayera presa, sería en una acción extraordinaria, no así, tocando el timbre. Empecé a inquietarme, mi compañera se percató por como me movía. Calmate —dijo— esta vieja es bien pendeja. Alejandra había llegado primero a la pensión, se sentía con cierto derecho a conocerlos. Volteé hacia arriba y estaban la dueña, sus dos hijas y dos mirones más observándonos. Entonces quise dar la vuelta, halar Alejandra hacia un lado pero fue inútil, cuando se abrió la puerta, el mundo entero nos cayó encima.

Diez, o cien, soldados salieron en trote a chocar contra nosotras, una oscuridad entró directo en mi osamenta, sin piedad ni dimensiones, como una espada del tamaño del atlas que me atravesó la conciencia. Frente a mí estaban todos los desfiles del 15 de septiembre, las películas nazis, sus tanques, sus fusiles, todos los ejércitos del mundo atropellaron mi mañana un día de 1989. Pasaban por en medio de nosotras, como si fuéramos fantasmas, era imposible escuchar algo, sólo las imágenes y los golpes eran registrados por mi mente.

Sin más pude sentir un dolor opaco, algo en cámara lenta —como filman los cineastas toda muerte repentina y dolorosa por absurda—. Yo era un pez sin aire que de a poco se cubría con un agua turbia y lodosa de la cual no había escapatoria y era inútil cualquier movimiento. Quizás fue por esa idea que mis piernas y mis brazos dejaron de funcionar y los guardias tuvieron que arrastrarme por sobre las gradas que subían a la pieza que alquilaba recién, por cien colones mensuales.

La puerta ya estaba abierta, fue cuando me di cuenta que aún reconocía el olor de mi cuerpo cuando estaba viva. Tenía dos semanas sin cambiar las sábanas, era muy caro y complicado andar lavando tanto en las condiciones aquellas; en fin, estaba allí como un testigo obligado, con mi vida tirada sobre sábanas hediondas: mis poemas, mis calzones, mis jeans, mis camisetas, mi guitarra, mi mochila, mis alpargatas, la cajita rusa y las municiones. Todavía no encontraban el arma. Apenas y esta fotografía comenzaba a golpearme cuando se abalanzó sobre mí una cámara, tenía las iniciales del COPREFA, esa mierda de noticiero militar que daban todas las noches para cerrar los canales mierdas de la televisión nacional, para darle ánimo a la tropa mierda nacional y calumniar nuestra causa mierda.

Sin pensarlo siquiera me fui contra la cámara del hijueputa que pretendía filmarme, total, estábamos en guerra, y yo seguía peleando aunque ellos llevaran la ventaja al capturarme. Después de eso sentí los pencazos de los guardias y sus botas, dos o tres culatazos y los gritos, que eran lo más espantoso, con los que me recordaron que tenía madre y los dientes pandos, así como dieciocho años bien pobrecitos que no iban a respetarme. Les rompí la cámara y ellos me rompieron el maniquí de la existencia. Ya sin conciencia del paisaje, más que por los resplandores y sombras que captaba irónicamente como una Leica desvencijada, llegué (me llevaron) hasta el vehículo donde nos transportarían; era un microbús Volkswagen, de esas furgonetas de los años setentas. Me acuerdo bien porque el chino Granielo, uno de los tantos novios de mi hermana, tenía uno igualito y a mi me gustaba subirme, pues me sentía como en la Máquina del Tiempo de Scooby Doo.
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Hasta entonces me acordé de mi amiga, que en realidad no era mi amiga sino la compañera de comando que me habían asignado un par de meses atrás. Con la cara contraminada al suelo y las manos atadas hacia atrás traté de aislar los sonidos para escucharla. Sí, allí estaba, los guardias la estaban interrogando sobre si teníamos más armas, que la que les interesaba era yo y que si hablaba ellos verían la forma de sacarla del asunto. Ella era unos años menor, creo que andaba por los dieciséis. Venía bien recomendada, era hija de un cuadro político, hija de un maestro de ANDES 21. En la vida real tenía un nombre chistoso, Shirley, que contrastaba con su apariencia de bella india centroamericana. Creo que intenté decirle algo pero sólo me salió un gruñido, lo que me valió otro estacazo y una venda en los ojos. El trapo olía a gasolina, el mismo olor escandaloso que transporté sola semanas atrás cuando se me encomendó hacerlo para quemar un par de buses en la zona de La Málaga y nadie más llegó y me tocó hacerme cargo yo sola.

Cuando escribo esto, veinte años después, ni yo misma me lo creo. No culpo a los lectores si piensan que es mentira, pero así eran esos tiempos, una especie de espíritus arcanos y amazonas se apoderaron de nosotras, guerrilleras urbanas escuálidas y por casa muy melindrosas. Arrancamos. Calculo que habría pasado una hora y media como máximo en todo aquel jelengue de papeles, trapos y escaleras, buscando armas y propaganda. La atmósfera, el resplandor del día que entraba por los vidrios del micro, contrastaban con nuestra angustia. Pensaba en la gente que iría a sus trabajos, inocente, en el bus o el auto de al lado sin darse cuenta que allí llevaban a dos bichas bien pendejas que se dejaron capturar por un montón de maricones alevosos y armados. ¡Puta! Los golpes se repetían constantes por encima de los trapos que nos tiraron, quizás para ocultarnos; las voces de aquellos hombres eran voces corrientes, todas me parecían iguales. Yo no se qué tenían (que tienen) los guardias, los militares en general, los policías, que no puedo clasificarlos —por más pobres que sean— dentro de mi ideal concepto de pueblo, serán cosas de la doctrina o quizás de la querencia con la que todos nacemos y por ellos nos inclinamos como la señora justicia.

Mis sentidos se concentraron en los giros del auto y en el largo de las calles. Era obvio que habíamos dado más giros hacia el noroeste, por más vueltas en círculo que dieran para despistarnos. De seguro nos llevaban a la Policía Nacional, que está en el centro de la ciudad. Llegamos. No sentía el cuerpo, sólo una materia gaseosa en el cerebro que se resistía a dejar de echar humo. ¡Piensa, Clara, piensa! Nos sentaron a la par y vendadas, en una especie de patio que tenía un piso antiguo y bonito, lo se pues la venda no alcanzaba a cubrirlo todo. Alejandra, ese era el seudónimo de Shirley, me comentó que en su cuarto habían descubierto más armas. Pero no era cierto, porque las armas del día anterior las escondimos en el cuartito del tendedero, que era un área común, así que no podían culparnos de eso también y de nada pues no tenían nada más que haber encontrado sino una pistola en mi cuarto y algo de literatura en el de ambas. No era el momento ideal para ser sociable así que fui directa: ¿Vas a decir algo? Unas manos acompañadas por una voz de mujer nos interrumpieron. Me llevaron dentro del edificio, a una especie de oficina atendida exclusivamente por mujeres. Era el departamento de detectives de la Policía, la mayor parte administrativa era llevada por cuatro mujeres odiosas.

Me quitaron la venda y pusieron mi cédula de identidad en un escritorio, mientras una mecanografiaba tomando nota. Leyeron mi nombre y mis datos. En eso recordé la vez que saqué el documento en la alcaldía. El hombre había intentado bromear por lo del color de mis ojos, a lo que respondí con una mueca seria. Igual me pasaba con estas mujeres, que no estaban coqueteando conmigo, pero que igual se merecían no sólo mi cara de susto sino de repugnancia. Las odié. Otra detective (oreja) me tomó las fotos tridimensionales (un lado, otro lado, mentón arriba, apártese el pelo de la oreja), mientras me veía como opinando, ¿opinando de qué vieja bruja? Deseaba escupirle la ropa, reconocerla de algún pasaje o calle, saber algo de ella y gritarle que ya vería lo que le pasaría una vez saliera de allí. Otra me tomó las diez huellas digitales de la mano y deslizó la frase delicada y fría de: vas a quedar fichada de por vida. La pobre no sabía que yo no le entendía y creyó vulnerarme en el momento. Yo no entendía nada, sólo sentía la tierra hundirse bajo mis pies. Volví donde la mecanógrafa que me hizo recitar en voz alta el documento que había digitado. Dije en voz alta mi nombre completo, edad, dirección, teléfono, nombre de padre y madre. Me di cuenta por primera vez desde la seis de la mañana, que era yo la que estaba allí, no Clara, aunque Clara hubiera hecho todo lo que me había llevado hasta ahí.

Miré los zapatos de Clara y me tuve compasión. Clara era mi hermana, la hermana oscura de mi yo. Clara era una voz de leyenda que me llevaba siempre a lugares impensables; era ella la que tenía convicción, el par de ovarios ultramarinos para combatir al monstruo del fondo del Mar… Y ahora, se me escondía, tenía que esconderla y poner la cara, yo, con el Nora Carolina de pila bautismal y decir ¡Presente señorita! mientras me golpeaban. Luego pasé al cuarto frío, así le llaman al sitio con aire acondicionado, ventilador y paredes forradas con peluche bajero. El peluche era amarillo oro, oro sucio, oro de melena de zoológico león.
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Me llevaron hasta allí casi corriendo, por una serie de pasillos y agachada, todo el tiempo agachada, no había gradas pero era obvio que el camino iba en ascenso, me dolía la fuerza de la mano que me inclinaba siempre hacia abajo. Lo primero que te quitan es tu altura física, quizás eso hace más fácil que te quiten tu altura emocional y espiritual, quién sabe, es algo que todavía recapacito. A los cinco minutos de haber entrado a la suite peluche llegó el representante de Cruz Roja (por lo menos así se presentó), que en aquel entonces era un tímido símil de verificador de los Derechos Humanos. Prometió ayudar, mantener mi integridad física dentro de aquel recinto que nadie me había dicho cuál era y en donde me mantenían esposada y vendada contra mi voluntad. Fue una plática surrealista, como se habría sentido «El principito» en sus visitas a los pequeños y variados planetas. Un escritorio, una silla, una lámpara, un hombre al que no le importaba qué quería yo ni quién era, pero hablaba porque ese era su trabajo. Le hice un par de preguntas pero no supo contestarme, así que le dije que mejor se fuera, que muchas gracias, que otro día. Los miedos se comenzaban a acomodar al sitio cuando entraron «los dos».

Los dos son los interrogadores a los que escucharía durante los tres días que duraría mi estadía en aquel lugar, que yo estaba segura era La Policía Nacional. Uno, el que parecía ser más bajito, gritaba y golpeaba un escritorio que debajo la venda sentía a un metro de distancia; el otro esperaba que saliera el primero para decirme que no me preocupara, que me entendía y que era cuestión de que hablara y todo esto se acababa. Horas después me di cuenta que Uno salía con la información al cuarto de mi compañera y regresaba con la información que ella le daba, mientras Dos intentaba cotejar la anterior conmigo. Fue precisamente cuando le estaba contando al «tranquilo» cómo cantábamos en la Iglesia de la Zacamil, que el aporreador entró y me dijo con placer tintineante: —Ajá Clara, así que sos la responsable de Alejandra y se dedican a tirar postes y cajas. Vos le diste los explosivos, las órdenes y la coartada. ¡Fuiste vos, cabrona!

No había cerca un ascensor —probablemente tampoco un abismo— pero yo estaba viajando a una velocidad descomunal hacia el infierno.
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* Nora Méndez. San Salvador, El Salvador, 1969. Poeta, escritora, periodista independiente, cantora. Aparace antologada en: Poetics of the Resistance, Universidad de Michigan, 1992. Trilces Trópicos, Barcelona, 2005. Revista de Poesía Prometeo, XVI Festival Internacional de Poesía en Medellín, 2006. Sobre tierras y ciudades iluminadas, Festival de poesía latinoamericana en Alemania, Latinale, 2006. De aquí nomás, antología de poesía centroamericana, VOX, Argentina. Libros publicados: Atravesarte a pie toda la vida (poesía), Universidad Tecnológica, 2002. La Estación de los Pájaros (poesía). Dirección de Publicaciones e Impresos, 2004. Trilogía: Seis, Pintura Fresca, Calentura de amor (poesía), Editorial Universitaria, 2006. Cuentos de Lemon Twist I y II (cuentos(, Findemundo Editora, 2011. Microensayos, Findemundo Editora, 2013. Dressing Room (poesía), Findemundo Editora, 2013. La Nena Dry Clean (novela), Findemundo Editora, 2013. Actualmente labora como editora y escritora en Findemundo Editora, editorial de corte artesanal casero, que edita su propia producción literaria y de otros talentos emergentes LETRA NEGRA EDITORES es una empresa de servicios editoriales fundada en 1998. Su objetivo principal es fomentar y difundir la literatura centroamericana e iberoamericana. Cuenta con un amplio catálogo conformado por connotados autores de toda la región. Sus colecciones son: narrativa centroamericana —novela, narrativa breve— poesías, ensayo literario y literatura infantil.

El presente texto hace parte de su novela testimonial «De seudónimo Clara», publicada por Letra A Negra en 2013.

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