Literatura Cronopio

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El espejo giratorio

EL ESPEJO GIRATORIO

Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla*

El cansancio de la vida de haragán a la que me estaba acostumbrando y que poco a poco me iba acercando a la obesidad, hizo que un día me rebelara ante mi propia indolencia y me dijera: ¡hasta aquí nomás!, y dispuse hacer ejercicio.

La caminata me pareció que era la mejor opción y, con el sano propósito de contrarrestar los efectos adiposos que se me empezaban a acumular en la cintura, de inmediato, con la inexperiencia del novato, inicié un largo recorrido por la periferia de la ciudad.

Después de varias horas de vagar sin rumbo fijo, pero sintiéndome animado por mi propósito; que ojalá no fuera a ser —me dije—, como los propósitos de año nuevo que luego se olvidan; me empecé a resentir por el cansancio y por las inclemencias del sol abrasador.

Con alivio, distinguí a la vera del camino un frondoso grupo de árboles. Me los imaginé como un oasis de frescura en medio del desierto y decidí refugiarme bajo ellos con la intención de descansar por unos minutos y recobrar fuerzas.

Más tarde, después de una pausa reparadora, y antes de continuar con mi interrumpido paseo, dispuse explorar ese remanso de frescura y descubrí en él, una casa abandonada. Llamó mi curiosidad, me acerqué, abrí la puerta sin ninguna dificultad, entré y me detuve a observar el desorden reinante. Luego, me animé a echarle una ojeada a los diferentes ambientes de la vetusta construcción. En varias habitaciones, que lucían las inequívocas huellas del abandono, se encontraban muebles deteriorados, algunos aún tapados con telas que pretendían protegerlos y otros cubiertos por el polvo de varios años. Nada que valiera la pena utilizar de nuevo. En el último cuarto encontré un bulto alto, cubierto con una tela que alguna vez fue blanca y que ahora lucía amarillenta por efecto del tiempo. Guiado por la curiosidad, retiré la tela y hallé un raro espejo. Raro, porque no era ni remotamente parecido a cualquiera de los que había visto en mi vida.

El tal espejo, o mejor dicho el juego de espejos, era un símil de las puertas giratorias, de esas que hay en la entrada de algunos edificios u hoteles. Se trataba de dos planos que se intersectaban y que al hacerlo formaban cuatro secciones en ángulos rectos. Cada una de estas secciones tenía un espejo a cada lado. En total, ocho lunas. Ocho superficies que reflejaban el mundo adyacente.

De inmediato, me llamó la atención tan singular mueble y me pareció un desperdicio de recursos.

¿Cuál podría ser el propósito de su construcción? ¿Para qué tantas caras, tantos espejos? Si con uno es suficiente para contemplarse; o acaso sería para que ocho personas pudieran observarse al mismo tiempo sin interferir unas con otras y por esa razón se encontraba en el centro de la habitación. ¿Acaso —pensé—, dicha casa fue un internado o una residencia llena de huéspedes que después del baño, concurrían a ese ambiente especial para acicalarse sin molestarse unos a otros?

Sea cual fuere la razón, la curiosidad me mantenía atado al misterioso artilugio. Di un par de vueltas alrededor del raro objeto y luego, respondiendo a un impulso lúdico, lo hice girar con fuerza. Las cuatro hojas, como aspas de un fantástico molino, giraron con rapidez, turnándose para reflejar el espacio que se encontraba frente a ellas, dándome la impresión de estar frente a un inusitado calidoscopio.
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Cuando se detuvo el octoespejo, me coloqué en medio de una de las cuatro secciones que delimitaban las hojas y me contemplé. El espejo que se encontraba frente a mí, reflejó mi imagen tal como soy.

Me observé por algunos minutos, pues no tenía prisa en continuar con mi personal periplo, mientras tanto pensaba en las personas que los utilizaron y en cuáles serían sus motivaciones, sin llegar a ninguna respuesta que me satisficiera. Luego inicié un giro de noventa grados, para mirarme en el otro espejo que demarcaba ese espacio «interior».

En ese momento, tuve la sensación de que mi imagen en el primer espejo no respondía a mi giro y que a mis espaldas se burlaba de mí. Volví a ver con rapidez y la imagen de inmediato tomó una actitud acorde a la mía. Por un momento pensé que los gestos burlescos que creí observar se debían a mi imaginación, pero el acto, contra toda lógica, se volvió a repetir una y otra vez; hasta que haciendo un esfuerzo, dispuse ignorarla y verme en la segunda luna.

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Aquí, mi sorpresa fue mayor. Mi reflejo normal, después de cortos periodos fijos y consecutivos, iba envejeciendo. Sentí cómo mi cuerpo se tensó ante lo insólito de ese fenómeno, pero no me moví y con fascinación me quedé observando. Durante el lapso de cada cambio, me daba tiempo a contemplar con asombro mi decadencia progresiva y a reflexionar sobre mi futura y volátil vida. Hasta que llegó el momento en que, abruptamente, me retiré asustado. En ese instante, ya me veía lo suficientemente avanzado en edad como para intuir que me aproximaba al desenlace, al ineludible final de mi existencia y no quise saber por anticipado cuándo sería. Preferí quedarme con la duda y satisfecho por darme cuenta que, ese misterioso oráculo, me vaticinaba que llegaría a la ancianidad.

Como es de suponer, me encontraba asombrado ante la reciente experiencia y con temor latente ante la magia de esos raros cristales. ¿Qué entes los fabricaron —me preguntaba— y con qué poderes contaban para hacerlos? Pero la curiosidad pudo más que el temor y me enfrenté ante la tercera superficie de azogue.

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En esa luna, al inicio, me vi con mi imagen actual, pero en ese instante pensé en mi novia y me pregunté, qué estaría haciendo y si al final compartiría su vida conmigo a través del matrimonio, tal como se lo había propuesto en fecha reciente.
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En el espejo y a la par mía se fue formando la imagen de una joven desconocida —y yo con la boca abierta de asombro—, la que me veía de manera amorosa. En pocos segundos cambió su apariencia, correspondiendo a la de una futura madre, debido a su notorio embarazo, y a continuación, en menos de lo que se lo imaginan, sostuvo en sus brazos a un niño de meses. Luego, la imagen de la joven y la del crío desaparecieron y llegué a la conclusión de que el cristal había respondido a mi interrogante mental y que se trataba de la predicción de que mi esposa no sería mi actual novia, sino una bella mujer que aún no conocía y que me daría, al menos, un hijo. De nuevo, aunque incrédulo, comprendí que el espejo me presentaba una faceta de mi futuro.

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Mi curiosidad estaba picada. Giré hacia la otra cara de vidrio y quedé frente al cuarto espejo. La imagen que reflejó, como en los casos anteriores, fue la de mi actual figura. Pero a continuación, mi otro yo, frunció el ceño, levantó la mano y señalándome con el dedo índice, me acusó por mi mal comportamiento, por andar en parrandas y por descuidar mi hogar.

A no dudar, se trataba de mi futuro hogar. Traté de defenderme por anticipado, de justificar mi supuesto mal proceder, pero no encontraba los argumentos necesarios para hacerlo, pues desconocía las futuras y supuestas motivaciones que me indujeron a esa hipotética conducta. Era un acusador implacable, que me decía mis verdades con crudeza y sin miramientos, como si se tratara de mi conciencia.

Comprendí que en el cercano futuro, pues aún me veía joven, llevaría una vida disoluta, pero que seguramente enmendaría para llegar a la avanzada edad que me profetizó el segundo de los espejos. Además, esta auto reprimenda pronosticada —estoy seguro de que, en su oportunidad— surtiría sus efectos y me reencausaría por los senderos de un camino sano.

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Con decisión enfrenté al quinto espejo, pues las experiencias recién pasadas iban curtiendo mi espíritu y me daban el valor para hacerlo. De inmediato, me mostró otro aspecto de mi futuro. La supuesta enemistad con uno de mis amigos o la puesta en peligro de mi vida por alguna imprudencia, quizás, de mi parte.

Allí estaba mi actual y querido camarada, con una pistola en sus manos, viéndome con seriedad de hielo, apuntándome y presto a disparar.

Desconozco el motivo de su actitud y es lógico que así sea, pues se trata de algo que acontecerá en el devenir de la existencia y no me cabe duda de que estaré en peligro de muerte por alguna acción que en el presente es ajena a nuestra amistad.
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Aunque el suceso es inquietante y hasta cierto punto aterrador, me da tranquilidad ver que en esa escena estoy comparativamente joven y saber de antemano que llegaré a viejo, según el vaticinio inicial.

Sea lo que sea, cuando llegue el momento, sé que lo superaré y quizás sea una ventaja saberlo desde ya.

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Se puede decir que la curiosidad me arrastró hasta el sexto espejo. ¿Qué me revelaría?

De nuevo me vi joven, lleno de vida y sonriente. Esa imagen me gustó. Reflejaba mi presente y mi estado de ánimo actual. Pero ese placer me duró poco. La imagen actuaba por sí misma, como orgullosa de su independencia. No obstante que, en los casos anteriores, las imágenes cobraban autonomía para mostrarme aspectos de mi futuro, ésta se veía autosuficiente, muy segura de sí misma, dándome la impresión de que me ignoraba. Por un momento, creí reconocer en ella a mi alter ego de la adolescencia, cuando soñaba con ingresar a un gimnasio y llegar a ser un Adonis que sería admirado por las jóvenes féminas de mi barrio y envidiado por mis amigos.

No es que se estuviera burlando. ¡No! Era como si con seriedad me dijera: yo, una simple esfinge, soy mejor que tú. Y esa supuesta aseveración me molestaba, representaba lo que por desidia no llegué a ser. Así que dispuse ignorarla y pasar a la séptima superficie de vidrio.

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La penúltima luna me recibió de la manera acostumbrada, mostrando mi retrato del presente, pero no revelaba el futuro, sino el pasado.

Empecé a retroceder en el tiempo. Volvía a mis años de infancia y alrededor de mi imagen se iban formando siluetas de fantasmas, de ogros y de otros personajes ficticios, que al igual que a otros niños, me atormentaron en mi ya lejana niñez.

Sudé y temblé con horror, tal como me sucedía en el pasado, cuando temía que del ropero surgiera una mano peluda, que me tomara por el cuello y me arrastrara hacia un mundo desconocido, o que de debajo de la cama apareciera un monstruo e hiciera conmigo otro tanto igual o peor.

No lo niego, sentí la misma aprensión infantil que experimentaba ante la oscuridad o el temor a quedarme solo durante la noche. Todo lo anterior, como fruto y consecuencia de los relatos de terror que solían narrar mis inconsecuentes mayores. Pero pronto reaccioné, ya no era un infante, sino un adulto que había superado sus temores infantiles y recuperé la serenidad, aunque tuve que secar el sudor frío que perlaba en mi cara.

Giré hacia la postrera superficie de vidrio.

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Allí estaba yo, anhelante, frente a la última luna. La curiosidad me devoraba. ¿Qué fuerzas ocultas actuaban ante tal portento y por qué me fue develada a mí, un ser común y corriente?

En aquel momento, el mágico cristal se fue llenando de imágenes, que a un principio difusas, se fueron concretando; tal como sucede con las fotografías en el cuarto oscuro durante su proceso de revelado.
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Se trataba de un cementerio, mi imagen avanzaba por una de sus calles y a los lados, conforme caminaba, iban apareciendo y quedando atrás los monumentos funerarios propios del lugar. Yo veía a mi otro yo, avanzar; sólo le miraba la espalda, pero al mismo tiempo veía a través de sus ojos el conjunto de construcciones mortuorias.

¿Hacia dónde me llevaban esos incontrolables pasos? ¿A dónde me guiaba la magia del espejo?

Continuaba avanzando con lentitud, extrañeza y curiosidad, hasta que vislumbré a un grupo de personas vestidas de negro, rodeando a una de las tumbas.

¿Qué hacían? Dispuse averiguarlo y me encaminé rumbo a ellas. Conforme me acercaba pude darme cuenta de que no se trataba de un entierro, sino de un acto de homenaje que se rendía a alguien en el aniversario de su fallecimiento.

De pronto, mi curiosidad se vio derrotada por el temor. ¿Qué iba a descubrir? ¿Qué me iba a mostrar el hechizo del cristal? Tuve miedo, lo manifiesto sin pudor alguno. Di media vuelta y me retiré apresurado, hasta salir de la luna y fundir mi imagen con mi cuerpo material.

Creo que hay acontecimientos que uno no debe anticipar. Cosas que no debe saber en la vida, ya que pueden ser de bendición, como asimismo de maldición. No hay que tocar a Dios… o al diablo, con las manos sucias —me dije—. ¿Qué poder, el bien o el mal, era el responsable de ese mágico portento?

Opté por retirarme, primero del espejo giratorio; luego de la habitación, de la casa y finalmente del engañoso bosquecillo.

Me fui sin volver la vista atrás, no por temor a convertirme en estatua de sal, sino por algo peor, algo desconocido, pero peor. Alejarme para siempre y no revelar nunca y ante nadie la ubicación del viejo edificio.

Si en el futuro, alguien por azares del destino, encuentra esa maquiavélica vivienda y su incomprensible artilugio, que bajo su responsabilidad, consciente o inconscientemente, tome sus propias decisiones y afronte sus consecuencias. Sólo me queda desearle lo mejor y que Dios tenga misericordia de él o de su alma.
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* Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado seis libros de cuentos y una novela, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com

6 COMENTARIOS

  1. Precioso cuento ! hasta me senti cansada de caminar, de buscar refugio en los arboles..y vi la casa abandonada..
    Un abrazo desde mi corazon para usted y familia !
    veronica

  2. Mi estimado Chente:
    Como bien sabes, yo conocía ya este relato, pero una nueva lectura me satisfizo aún más que en la primera ocasión. Eso solo sucede con la buena literatura, como la que tú practicas. Enhorabuena.
    Un abrazo.

  3. Estimado Vicente:

    Me gustó mucho tu cuento porque me recordó El retrato de Dorian Grey. Es un cuento muy original y está muy bien escrito. Felicitaciones. Sigue adelante escribiendo porque lo haces muy bien.

    Cordialmente te saluda, desde Molino de las Flores, Mixco, tu nuevo amigo,

    Luis Ortiz

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