Literatura Cronopio

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3.

Esculpiendo en el tiempo. Hoy iniciaré el montaje. Hace tres años, cuando encendimos por primera vez la cámara, no tenía ni idea que el obsesivo, interminable continuum me llevaría a darle vueltas, cámara al hombro, a los pabellones de los columbarios del Cementerio Central, siguiendo a Beatriz mientras efectuaba con Zapata, el maestro de obra, una revisión minuciosa de su colosal intervención. Que esta lápida está muy salida, que por favor tapen ese hueco en el cielo–raso para que no entren las palomas, que si no han vuelto los indigentes a saltar las cercas para escamparse en las noches, que hay que reconstruir el camino de acceso, que hay que cortar el césped de los jardines, que hay que buscar con qué cerrar los osarios pequeños en las bases de los pabellones, que hay que tapar con yeso todas las fisuras en las bocas de las tumbas… Hace tres años, cuando los cargueros eran apenas largas cintas pintadas sobre tela que repetían la imagen que constataban la tragedia nacional, la palabra yeso se asociaba al olor fresco de la mascarilla mortuoria que la maestra se había mandado a fabricar para reflexionar sobre el sentido de los rituales funerarios, y la ministra de Cultura no le había colgado una medalla al mérito como recompensa a toda una vida dedicada al arte. Quién lo hubiera creído. En mi computador no aparecía el fichero que contenía la secuencia de fotos que le tomaron mientras le cubrían la cara con una masa pegajosa, húmeda, blanca, espesa, para sacarle en vida el molde de su rostro.

¿Acaso ella, en ese instante, imaginaba que su propia máscara sería testigo de la construcción de la faraónica instalación? En aquella época esa máscara era un rostro que, como un sello, se había estampado de tela en tela, que convirtió algunos lienzos en sudarios, o que reproducido en volumen y pintado de verde se exponía en pequeñas vitrinas de madera y vidrio para recorrer exposiciones o ser vendido en la tienda de la Galería de Alonso Garcés, desde donde miraba a sus espectadores o a sus clientes con una expresión tan larga, tan permanente en el tiempo como los cargueros recién expuestos en el gran salón de al lado. Recuerdo esa exposición. La filmé mientras la instalaban y cuando nos dejaron con ella, solitarios. Trípode sobre rieles, cámara digital, piso de madera y muchas luces. Cargueros en blanco y negro y cargueros de colores. Tanto lujo en apariencia, tantas dudas con la tecnología. La cámara de video tan reacia a ser fiel a los colores de Beatriz. Amarillos extremistas, verdes chillones, violetas que derivaban hacia un negro de luto amargo, matizado. Una suma de conjunto triste, muy triste. Así empezamos, luchando por ser fieles al color, luchando por compensar los inestables rayos de sol que se filtraban por los ventanales del techo y los reflectores que trajimos, un aparataje que con el tiempo fue reduciéndose hasta convertirse en un equipo de documentalista solitario… Y luego vino «el vernissage». Como los cuadros, pasamos de secuencias de tormentas solitarias a bárbaras sesiones de superflua mundanidad. Tal vez me sentí tan incómodo filmando ese cocktail de inauguración, como ella cuando que se daba cuenta que la cámara se encendía durante las intermitentes sesiones de rodaje que me concedió.

Qué extraño oficio. A veces buscando reproducir en primerísimo plano el deslumbrante reflejito de luz sobre el verde que un pincel va depositando sobre el tramado de un lienzo, y en otras atento a los gestos predecibles de acaudalados coleccionistas e intelectuales curiosos que lentamente recorren la ruta de los cuadros, que se inclinan y tapándose la boca hacen a su pareja un comentario, y luego, acomodándose en el centro del recinto a conversar, de espaldas a los cuadros, siguen con sus ojos la ruta del mesero que lleva en su brazo el charol donde viajan unas copas de vino. Y atrás, inmutables, los insobornables cargueros. ¿Cómo será el desfile de espectadores el día que inauguren las Auras Anónimas? ¿Cuál sería el ritual que Beatriz practicaba al acceder dejarme estampar instantes de su rostro, de su vida en mi película? A veces me siento como ese fabricante de máscaras de yeso que estampa sin cesar moldes de instantes para simular la vida.
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Cuando empezamos a filmar, Yolanda izquierdo no estaba muerta y su retrato no hacía parte de la galería de santos de la patria loca. Todos los cuadros parecían detenidos en una eternidad extenuante cargados de de un pesado color dolor, de una aplastante queja que utilizaba palabras puñales para relatar de nuevo las crónicas de la infamia, de la ignominia. «Las delicias», «Mátenme a mí que yo ya viví», «Pásenlos a la otra orilla»… daban cuenta de una obsesión por los titulares de prensa de los acontecimientos más tristes de la historia reciente. Las acciones paramilitares y guerrilleras estaban reflejadas en la tristeza de las madres de las víctimas y ella las enjuagaba, como la Verónica, y tejía cuadro a cuadro el sudario del pánico.

Recuerdo que cuando entré por primera vez a su estudio me detuvo un cuadro que me conmovió. Una imagen en un lienzo tamaño «natural» que me lanzó una pregunta, que a su vez me propuso una película. Y como es costumbre en este oficio me la llevé —la pregunta— al balcón del apartamento del otro lado de la plaza de Toros, desde el que miraba a distancia el piso del edificio donde se encontraba el estudio donde continuaba en exposición solitaria del cuadro que acababa de ver. El continuum, como diría la maestra. Cavilando en mi burladero particular se me ocurrió escribir una sinopsis que comenzaba así: «Desnuda, de pie, una mujer sexagenaria llora. Los contornos de su piel son de un color azul verdoso, fosforescente, sobre un paisaje oscuro, vacío. Sus manos tapan su cara, sus ojos. ¿Por qué llora? Esa mujer no es ella, es su «autorretrato llorando No.2». Ella se llama Beatriz González, nació en 1938 y desde hace medio siglo ocupa una primera plana en la historia del arte colombiano. Su función ha sido mirar, reflexionar, crear, pintar, opinar, criticar, curar y enseñar…

—¿Qué pasó, maestra, por qué llora?

Si Luis Caballero, su amigo, su compañero, su colega, algún día le dijo que como Pintora de Provincia «…Usted nos ha enseñado a ver, dándole categoría estética a formas, a colores, a imágenes que en Colombia siempre tuvimos por cursis, vulgares y antiestéticas. Usted supo apropiarse de todo ese mundo y supo mostrárnoslo y supo hacérnoslo ver y apreciar…»

¿Qué aconteció maestra con la pintora de la Corte? Si usted con su ironía nos hacía lucir siempre una sonrisa perversa, si los títulos de sus cuadros , esas frasecitas con filo de cuchillo nos provocaban una carcajadita malintencionada, ¿qué designio trágico obligó su pincel a llenar de tristeza esos colores tan bonitos?

Usted, tan acostumbrada a buscar en la prensa imágenes que le inspiraran el deseo de pintar ¿qué noticias pudo ver en esta última mitad de siglo que la llevaron no sólo al llanto, sino a hacerse en vida esa máscara mortuoria? ¿A caminar durante meses esta galería funeraria con un pincel y una voluntad de esculpir en el tiempo una obra artística que más parece la confesión sublime de la dolorosa realidad del tiempo que nos ha tocado vivir…?

La edición de esta película debería responder a estas preguntas. Quizás, simplemente, amplíe aún más su dimensión. Horas y horas de conversación. Meses de distancia. Encuentros furtivos en ascensores. Llamadas inesperadas ofreciéndome fotos, archivos, recortes de prensa. Sesiones de pintura a veces acompañadas con silencios, sonrisas amables, o miradas de odio. Una complicidad extraña con alguien que pareciera odiar al cine colombiano y a sus autores, pero que a lo mejor ha entendido que poco a poco los documentalistas no somos más que unos aprendices de un nuevo arte que ha inventado ese oficio joven que es el cine… unos hipotéticos y obstinados aprendices para quizás un día ser denominados sin temor a dudas como escultores del tiempo.
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* Diego García Moreno. Director de cine colombiano nacido en Medellín. Cursó estudios en la École Louis Lumière de París. Sus trabajos más representativos son los documentales Las castañuelas de Notre Dame (2001), La canoa de la vida (2000), Colombia con–sentido (2000), Colombia horizontal (1998), Colombia elemental (El trompo, La arepa y La corbata, 1992–1995). En ficción ha realizado Balada del mar no visto (1994) y Haciendo maletas (2000). Fue investigador del Institut National de l’Audiovisuel de Francia y fundador de Alados, Corporación Colombiana de Documentalistas.Cuenta con un blog consultado por los cinéfilos: https://diegogarciamoreno.blogspot.com

La presente crónica es una reflexión del autor sobre su documental «Beatriz González ¿por qué llora si ya reí?». Sobre Beatriz González y el documental: Activa desde la década del sesenta, la artista plástica colombiana Beatriz González recorre en su obra el anguloso umbral que separa al arte del comentario político, con una determinación sorprendentemente lúcida. En sus pinturas, murales y en el proyecto monumental de intervención del cementerio de Bogotá —proyecto que atraviesa el film— parece esbozarse no sólo una investigación sobre el gusto latinoamericano, sino también más de una prueba para fundamentar esa idea suya acerca de que, en cierto momento (luego de la toma del Palacio de Justicia, en 1985, donde murieron cerca de un centenar de personas), Colombia se cubrió de un manto trágico que imposibilita todo tipo de humor. Tras las pistas de esa historia plástica de un país partido al medio apunta su cámara Diego García-Moreno; en el intento por retratar la vida y obra de alguien que, más allá de todo tipo de visión política o académica, sigue identificándose como una mujer que pinta “cosas muy tristes con colores muy bonitos” (FILMAFINITY).

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