Literatura Cronopio

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Bajo el cielo de paris

BAJO EL CIELO DE PARÍS

Por Francisco Laguna Correa*

a Carlos Abreu Mendoza (Abrumen)

Aquí sólo hallarán mentiras y afrentas en contra de la veracidad; sin embargo, lo más extraño fue que se aproximara al lecho y que con la palma de la mano contara los latidos de su corazón. Uno tras otro y en el intermedio las pausas, esos ligeros pestañeos que como paréntesis anunciaban una nada portentosa y casi reveladora: los latidos continuaban y con ellos la vida y el movimiento y el enigma que hacía que el cabello continuara creciendo. ¿Quién hubiera pensado que entre los latidos y el crecimiento había una comunión indisoluble? Entonces, con el pulso tenso y la respiración contenida, contar las sucesiones, el tamborileo, la veracidad de la vida enroscada en el músculo cardíaco, donde según los más sentimentales se alojaba el misterio de la vida.

Vivir para crecer; crecer, para un día, dejar de vivir. Pero más que en la mano, en los ojos la caricia, la mirada endeble que lo recorría en su totalidad, indiferente a los latidos, al pulso y el crecimiento. Indiferente, también, a los sueños; como si no supiera que a nuestro tiempo los sueños no le hacen ni cosquillas. Y después del pensamiento, la sonrisa, el regreso a su misión: contar los latidos, las espasmódicas percusiones que evidenciaban el crecimiento, la unidad, el paciente alejamiento de la piel. Eso era lo más inquietante, es decir, que todo indicaba que su propósito era alejarse del lugar de donde nacía. Lógica inversa a la de los escorpiones, que al nacer persiguen con hálito devorador el vientre y el cuerpo todo de su madre, ese origen destinado a inmolarse.

Humano ante todo y después de todo. ¿Pensante? ¿Voluntarioso? Más bien contante, apoyado en la aritmética, en el clásico uno, dos, tres, hasta el infinito. Latidos al por mayor, sin desenlace. ¿Después qué? Pues contó, y de la misma manera como llegó, después se alejó, desprendiéndose de la modorra que lo conminaba a continuar recostado sobre la cama, inerme ante los latidos, el recuento y la respiración; inerme, incluso, ante los sueños que le dictaban antiguas lecciones de ortografía, rancias reglas que obligaban a acentuar las oxítonas que terminaban en ene, ese o vocal: «Obligación», «Ciprés», «Contá», bueno, siempre y cuando el hablante fuese argentino o uruguayo. El resto eran memorias, recortes de periódico, encabezados de policiales cuyos sospechosos eran todos iguales: complexión y estatura medias, facciones finas, bigote espeso, sin señas particulares salvo el signo palpitante del pelo encima del labio superior. Bigotes de aguacero, chorreados; recortados, estilo hitleriano; engominados y estirados, a la Dalí, o pulidos y mesurados como lo llevaba Luis Cernuda; criminales, en todo caso, con algo que ocultar debajo de la nariz, en ese escorzo de piel semejante al estrecho de Gibraltar, divisorio de dos mundos, puesto que el hemisferio norte del rostro poco o nada tiene en común con el meridional. La nariz chupa aire; la boca, lo escupe. Y así despertó, con el cabello embarrado en la frente sudorosa, indiferente a los latidos de su corazón y sin un ápice de consciencia del portento que hacía que encima de su labio superior cientos de pelos crecieran para darle forma a su bigote.
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Se puso de pie de un salto. La cama, al despertar, lo incomodaba, hacía que la espalda le doliera y el fastidio del día comenzara su merodeo cotidiano. Se miró en el espejo con ojos legañosos y mandíbula testaruda, de donde pelos hirsutos despuntaban y conformaban una barba de dos días. ¿Era culpable? ¿Llegaría en cualquier momento la policía para aprehenderlo? La verdad, no recordaba lo que había ocurrido la noche anterior: apenas rasgos inestables que se perdían en nieblas unamunianas: el presentimiento de una discusión cuyo desenlace había sido mortal. Pero él estaba ahí, de pie frente al espejo, contando sin saberlo los latidos de su corazón, desprendido del pasado, pero no por eso desprendido de la culpa de haber matado. ¿Con sus propias manos? ¿Con un arma? Si al menos pudiera recordarlo, pero no recordaba ni su nombre, así que sólo le quedaba correr hasta la cama y, después de revolverla, sacar del bolsillo trasero de su pantalón la cartera, extraer la licencia de conducir para enterarse de su identidad. Se llamaba A-bru-men, lo dijo en voz baja, separando las sílabas, intentando hallar familiaridad en las seis letras; cerró los ojos con fuerza haciendo un amago de identificarse en la fotografía que tenía entre los dedos. Nada. Luego de lavarse la cara y mirarse, una vez más, en el espejo con los ojos bien abiertos. Había matado, no tenía duda de ello, la policía llegaría en cualquier momento. Hubiera podido entregarse él mismo, hacer una llamada a la estación de policía y decir con voz temblorosa que él era el homicida que estaban buscando. Pero no lo hizo, y como si una voz escondida detrás de su oído le dictara órdenes, se vistió y limpió la habitación de todo rastro suyo. Miró la licencia una vez más, luego el espejo, eran, en efecto, idénticos, desde el tupé y los pómulos salientes, hasta el espeso bigote. Siguiendo un automatismo de reloj suizo, abrió un portafolios que estaba al pie de la cama, y de un estuche extrajo unas alicatas y un rastrillo. Sin parpadear recortó su bigote y después rasuró con el rastrillo el restante imposible de cortar a ras con las alicatas. Devolvió los utensilios al estuche. Miró en derredor. No tenía ya ninguna duda, había matado; la policía llegaría en cualquier momento.

Antes de cerrar la puerta —entonces reparó en el número 17 dorado que identificaba su habitación—, extrajo del cesto de la basura el manojo de pelos que hasta hace unos minutos colgaba debajo de su nariz. Los guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta y sin volver a pensarlo —había matado— salió de la habitación. Mientras bajaba las escaleras a toda prisa, la pantalla comenzó a oscurecerse y «Sous le ciel de Paris», interpretada por Yves Montand, llenó cada rincón del cinematógrafo, vacío desde media hora antes de que la película terminara.
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* Francisco Laguna Correa (D.F., México, 1982) es autor de Crítica literaria y otros cuentos (2011 & 2013), Finales felices (2012 & 2013), Diógenes from the Wild North (2014), Resquebrajadura (deforme y mutilado, este relato) (2014) y Ría Brava/Ría Grande (novelarrota). Ha sido incluido en la antología 20/40 de Suburbano, editada por Antonio Díaz Oliva, que compila narrativas de 20 autores latinoamericanos menores de 40 años que residen en Estados Unidos. Entre los reconocimientos que ha obtenido, destacan el Premio de la Academia Norteamericana de la Lengua Española en 2012 y el Premio Internacional de Poesía «Desiderio Macías Silva» en 2013. En la actualidad es doctorando y docente en la University of North Carolina-Chapel Hill. Desde el otoño de 2014 formará parte del MFA en escritura creativa de la University of Pittsburgh.

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