Literatura Cronopio

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Por que es envidiable la vida de los borrachos de mi barrio

PORQUE ES ENVIDIABLE LA VIDA DE LOS BORRACHOS DE MI BARRIO

Por Pedro Madrid Urrea*

Los borrachos de mi barrio son tempraneros, son madrugadores pese a todas las creencias, que dicen que el borracho es ocioso, que desperdicia la mañana, sólo duerme; pero ellos, ya despiertos, suben loma arriba para encontrarse, un saludo y a empezar.

Saben, de eso me aseguro, que la vida les sonríe. No hay hijos que cuidar, no hay esposa con quien lidiar, no hay metas que alcanzar. El tranquilo día a día, de limpiar grasa, apretar tornillos, acelerar; de sentarse en un viejo paradero verde, a inicios de la vía al mar, concurrida pero estrecha, a ver el afán de los demás, mientras ellos, sexagenarios quizá, se miran, sueltan sus sonrisas a veces desdentadas como antesala de un buen trago. Es un trago más bien débil, porque los borrachos de mi barrio han tenido tiempo de sobra para probar los manjares más endemoniados de la destilación, no obstante el aperitivo anisado sabe igual a gloria, a libertad.

Miran hacia las casas vacías con resignación. Saben quién se pasa, quién va a llegar, quién ha vuelto luego de pregonar que el barrio era de miserables, de imbéciles pobres diablos. Los borrachos de mi barrio conocen la movida, pues cargan con el peso de ser los vigilantes ad-honorem gracias a su extrema capacidad de quedarse quietos. Incluso cuando el smog ataca, los domingos en la tarde, en que paseantes retornan impacientes, cuando el sol más arde, hacia sus hogares aguantando los embotellamientos y el asfalto quema, ellos allí sonríen, brindan y disfrutan del espectáculo vespertino, embotellamiento feroz, rechinar de frenos, sonar de pitos, explotar pocas de paciencia. Sonríen, porque así a media caña engañan hasta a la muerte. La muerte va para aquellos, energúmenos que al volante se matan por llegar a un lugar.

He visto, en ciertas ocasiones, a algunos de los borrachos de mi barrio preocuparse por otra cosa más que por el licor dentro del paradero desvencijado. Uno, incluso que luce como una vieja versión de Hemingway a pocos días de disparar, es a quien he visto mirar, con ojos de pasión roja, a una señora que saca un puesto de fritos, donde él come mañana tras mañana, y con lo que ella sostiene a sus tres hijos. Y es otra cosa a la que voy con los sempiternos etílicos, que no guardan dietas: sus organismos se han acostumbrados a tanto, que una fritura y picante, más bebida gaseosa y un trago, no hacen mella en sus talantes.
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Asépticos se han vuelto de tantas ingestas. Inmunes a los brotes de fiebre que dieron en el colegio a tres cuadras del paradero verde. En ocasiones los veía, después de las siete de la mañana, simplemente aguardar con el trago en la mano a que las señoritas se asomaran, para disfrutar con las formas, la estética, la belleza ingenua, tabú pecaminosa de una adolescente, lolitas de Nabokov que los sosegados ebrios idolatran y piden que no dañen, ni siquiera aquellos guiñapos de la plaza de vicios, con quienes tienen ciertas discusiones sobre venderle o no el pérez, el porro, la pepa, el papel a los loquillos que venteados salen del colegio para hacer las señas a esos maleantes. Al menos nunca les han levantado la mano; todos los respetan, nadie se mete con ellos. ¿O sí? Baluartes importantes, como una estatua de parque, que aunque defecada de paloma y orinada por humano, se mantiene erigida. Así son los borrachos de mi barrio.

Creo que los distingo desde que en momentos de escuela caminaba por las calles de mi barrio, viendo a lo lejos a mi madre esperar y recibirme, sonriente de que su niña regresara, diciendo «Antonia, mi niña Toñita, ¿qué tal la escuela?». En el camino los veía, de la misma forma que los veo ahora, sonrientes y jocosos. Jugaban con todos los niños a hacer los eructos más largos, jugaban con las niñas a defendernos de los niños más extremos, y hacían negocios con los profesores porque cuidaban los carros que parqueaban en las calles.

Ellos, según resonó cierta información con el transcurrir de los años, habían llegado a ese estado gracias a la violencia en nuestra tierra de oprobios. Otra teoría apuntaba a viudez y locura. Con la que más me acomodé fue que todos, así sencillo como suena, decidieron entregarse al alcohol, a la calle y la vida austera: desayuno, huevo y un pan, café aguado, nada más; un trago; jean del día anterior, que por consiguiente fue el del día anterior de aquel, más una camisa puesta por ahí, en cada uno de los suelos de los cuartos de tres metros cuadrados donde habitan, en el segundo piso de un parqueadero que tiene patio, celdas techadas y sobre éstas los cuartos donde los borrachos se visten luego de desayunar, bajar al parqueadero, ver qué hay para hacer. ¿Nada? Entonces un trago.
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Los almuerzos, las comidas, son la misma historia. Pocas ocasiones algo diferente a unos panes y una salchicha, bebida de cola gaseosa, y un limón para matizar. Así se alimentan, inmunes ellos, protegidos de todo mal, mientras nosotros los mortales con lamentos de insolaciones, pre infartos, soplos en el corazón. Ellos orondos caminaban por las empinadas calles de mi barrio de resquebrajados andenes y olvidados parques, saludando a diestra y siniestra, por cada esquina, puesto que este es el universo que los ha visto envejecer, de la mejor manera, porque no se ha sabido del primero que se haya quejado de dolencia alguna, de quejumbre pesada de anciano decrépito. Es imposible para ellos, quienes duermen a altas horas de la noche y se levantan bien temprano, cuando el sol aún ni asoma, a esperar y a esperar, a veces por días, para que algún infortunado llegue con su vehículo sucio, o con una llanta baja; y es infortunado porque ellos, los borrachos de mi barrio, trabajan reparando cosas que se han dañado. Son expertos, a lo nuevo alergia tienen.

Tampoco, debo decir, que he visto momento de unión tal de nuestra gente del barrio con, obviamente, los borrachos que lo habitan. Era uno, por su puesto el que lucía como Hemingway, inolvidable de ojos pequeños, mirada triste pero sonrisa abierta, de pelo y barba cana, gorra grisácea manchada de grasa. Fue uno de los gandules del vicio, ebrio alucinante de sustancias, que le propinó un golpe certero en la mandíbula al Hemingway Local dejándolo privado en el suelo. Fue a la hora, a eso de las ocho de la mañana, cuando un vecino, percatándose de un cuerpo en el suelo, también se dio cuenta de que el cuerpo era nuestro. Estaba aturdido, recuerdo porque pasaba por allí, despertándolo con el click de mis tacones al pasar. Anonadados quedamos todos que la recolecta nos alcanzó para sus gastos, para una botella de licor y para instigar a los gañanes a que respetaran a los viejos, principalmente, a quienes ni una mosca se atrevían a matar.

Porque nadie es capaz de decirles algo, si hasta cantan, cuando están ahí entonados a mitad del día, cuando el sol perpendicular cae fuerte, trópico montañoso implacable, y a todos nos pone a correr. Aunque ellos, trago en mano, cantan tonadas que un radio de antena cromada escupe. Se abrazan cuando más sentimental se pone la tonada, a veces las gorras caen, a veces son lágrimas, que siempre, siempre, acompañan con otro trago.

He oído decir a algunos vecinos que sus vidas condenadas, pecadoras, no se escaparán del escrutinio de Dios. Y les digo, muy amablemente, que no saben, seguramente, que nuestros baluartes son inmunes hasta a los ataques del Todo Poderoso. Ellos son libres, viven frescos, con camisa y tres botones desabrochados dejando que el viento andino les golpee, refresque sus pechos rojos y cuellos quemados, por ese sol que ya ni sienten.

Jamás problemáticos he dicho, nunca molestados más que lo mencionado. Sólo algunos envidiosos que se riegan en improperios, asegurando que es mal el ejemplo que sientan a los niños que los ven, a las generaciones que han visto crecer, aunque ignoren que de ejemplos es mejor no hablar. Ninguno, de aquellas generaciones, pudieron seguir esos pasos. No eran tan astutos. No éramos tan valientes. Seguimos nuestras vidas, nuestras rutinas, viendo a los borrachos de nuestro barrio enterrar y ver nacer, ver graduar y reprobar, ver felicidad y tristeza, preguntar cómo están y qué han hecho, mientras todos, de eso no hay duda, nunca devolvimos la pregunta.

Así su libertad malentendida sea, así al olvido hayan quedado sin querer, vuelven a sonreír tras trago y trago. Y saludan a cada uno de los presentes: al tipo que recién abre la panadería nueva, que se supone reemplazará al viejo que ha muerto de aneurisma; aunque también a la coqueta de las empanadas, al que marca los horarios en las tarjetas del bus en la esquina, de los erráticos que son, en contraprestación, amables siempre con los borrachos del barrio, porque les ayudan cuando bien cansados suben por la loma, a medio camino en plena iglesia tricentenaria, blancuzca como la sal, intentando llegar al menos al parqueadero.

Es que a todos conocen porque han vivido desde lo más próspero a las guerras más cruentas. Han visto cómo muchos de los con futuro se perdían entre balas y mafias, entre pistolas y llanto, ellos ahí, resguardados en su trinchera verde, con el único armamento de una media botella de licor incoloro, que nunca, nunca compartieron más que con ellos.
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Y han vivido desde que nos veían, a mis primos y a mí, bajar para el colegio y preguntarnos por nuestros tenis, porque siempre eran de colores diferentes. Veían a los niños, de zapatos negros lustrados por papá, mientras los nuestros eran de tortugas ninjas, de capitanes planeta, del gran Mighty Mouse. Y nos decían que éramos raros, pero que ellos entendían lo raro, y lo raro prolongado en la niñez, adolescencia y juventudes nuestras, adulteces, idioteces de oficinas, de centros bancarios, de salones de clase, de horas de maquillaje y peinados, de filas y filas de gente, de vehículos escupiendo smog, de personas escupiendo palabras, de plazos que no se han de cumplir, de tragedias que no se han de superar, de sueños que no se han de alcanzar. Inmunidad a soñar sólo ellos, por eso nos miran cuando pueden, nos preguntan por nuestros días, mientras respondemos con quejidos risibles y patéticos, por ínfimos problemas magnificados por la lente de nuestros ojos, cada mañana, cada día de nuestras vidas, como todos, como el que transcurre mientras yo, observando con paciencia perdida a que el bus, tan verde opaco como el paradero donde estoy, sentada con ellos, sigo intentando entender cómo han terminado así, libres de ataduras, perros callejeros libertinos, sonrientes. Sonríen, y lo saben, porque nos ven llegar, cinco o seis de la tarde, con caras largas, pies doloridos, frentes sudadas, cuerpos rendidos. Sonríen porque en el día hicieron suficiente para dormir, para comer, para beber y un cigarrillo de los baratos, de los que saben más a leña, pero que con un trago aperitivo anisado pueden disfrutar mejor, mientras nosotros con nuestras jornadas, nuestros horarios, íbamos abofeteando las vacuas vidas creadas sin ver que el ejemplo, en frente nuestro, era de plena anarquía, de plena revolución que no involucraba armas, que no involucraba muertos y que, mucho menos, involucraba dolor. Porque la revolución llevada consistió, en definitiva, en no hacer lo que todo el mundo esperaba: que no fueran los borrachos de mi barrio sino que fueran, como yo, otro eslabón más en la escalera social que no avanza, que no deja ascender. Ellos abajo miran, sonríen, beben, duermen, trabajan cuando quieren y mueren en su ley, tranquilos, sin estrés ni preocupación, viviendo así una envidiable vida, una envidiable existencia como nunca más he conocido. Porque es envidiable la vida de los borrachos de mi barrio.

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* Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.

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