Literatura Cronopio

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LOS HUESOS HUMANOS: FORMAS DE LA RUINA. LA NOVELA DE JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Por John Jaime Estrada González*

Es ya un lugar común para todos los que trasegamos el mundo de la literatura, que ésta puede tratar todos los temas habidos o por haber e incluso, los que algunos suelen llamar los más serios, sin dejar de ser literatura. Nunca exigirá como lo hace la ciencia, que se le tome ciento por ciento en serio; puesto que el espacio para la ficción, la invención y el juego, son inherentes a la creación literaria. Siempre fue así durante los siglos aunque la formulación teórica de este principio llegara en el siglo XX. Cuando Octavio Paz comentaba a Borges le sorprendía que sus cuentos pudieran ser leídos como ensayos y sus ensayos como cuentos. Esa sorpresa era anterior a Borges, pertenecía a la literatura y un buen escritor sabe jugar con ella.

Hay escritores, siempre los habrá, que no pierden oportunidad para decir a sus lectores que lo que leen en sus obras es ficción, que se trata de literatura. Porque el peso de lo escrito fue el determinante una vez que la cultura oral fue sobreseída. A pesar de ello, no consiguen disipar el espectro de la duda y seguramente esto podrá suceder con el lector de La forma de las ruinas. La maestría de un escritor será capaz de hacer creíble lo que pareciera increíble. Pero es la vida misma la que tiene más poder que la pluma. Por eso puede arrollar con lo increíble y hacerlo realidad; en esto la vida supera a la literatura, de allí que Antonio Machado insistía en que la literatura nace y se aprende en las cantinas y en Juan Gabriel Vásquez ¡sí que abundan los bares y cantinas! Parece que en ellos se tejen sus obras y sin casualidad alguna, se tejieron los magnicidios de la historia de Colombia.

Todos conocemos el recurso de los comerciantes de la realidad, los agobiantes noticieros, que recurren a la frase de cajón, «la siguiente noticia parece salida de un cuento de terror» o «parece salida de un cuento de hadas», «es una escena casi dantesca.» Con referencias de ese estilo suelen salvar los límites entre lo verosímil y lo inverosímil, ¿por qué apelan a la literatura? ¿No hay algo diferente a la literatura para contraponer al absolutismo de la realidad? Esa manipulación de la literatura se ha hecho otro lugar común. Hoy en los paratextos —y La forma de las ruinas no es una excepción— se suele advertir, palabras más, palabras menos, que los personajes y hechos de la obra son ficción, las coincidencias con la realidad histórica son sólo eso, meras coincidencias.

Es verdad que todo empieza en el lector, pero al final de la lectura es el único responsable de alguna conjetura histórica. El autor sólo aprisiona el texto para que los fantasmas grises se detengan o pasen, parodiando a Silva. Es quizá por ello que los críticos suelen decir acerca de algunas novelas históricas, que un lector más culto, con mayor erudición o memoria podrá disfrutar más de la obra literaria, encontrarle más guiños a una novela o por el contrario, podrá desecharla olímpicamente con argumentos. Al lector de amenidades y pasatiempos le valdrá sólo el gusto del entretenimiento.

Podemos constatar que la novela histórica lleva ya un tiempo retroalimentando la cuestión de la cientificidad de la historia. Su estatuto epistemológico se ha discutido desde siempre en la academia, disparando nombres que han ido cuestionando o dando nuevas perspectivas a la investigación histórica: Marx, Schopenhauer, Nietzsche, Bloch, Braudel, Foucault, etc. Se trata de sumar nombres. En La forma de las ruinas, el narrador enfrentado a lo que va a ser su novela nos cuenta desde dónde y con que trabaja, «todos los papeles que me acompañaron en el viaje —las copias de viejos periódicos, las fotos, los libros y las libretas de notas— y la mesa cuadrada del comedor se había convertido en mi lugar de trabajo» [1]. Esos mismos son los materiales con los que trabaja el historiador, se le podrían agregar algunos más según sea el tema de la investigación, como partes del esqueleto, huesos, ¿pero el resultado será diferente? He trazado este corredor teórico como una necesidad aproximativa para ingresar, pues no se trata de escribir si es o no una buena novela, sino plantear el camino de mi acceso a su lectura.

La narración lleva a un escritor que ha tenido una suerte de revelación: escribir una novela sobre dos viejos magnicidios en la historia de Colombia, todo a partir del encuentro con un individuo Carlos Carballo. Este es un personaje compulsivo, de esos que aparecen en la vida de cualquiera y todo cambia a partir de él; lo cotidiano y lo doméstico se dejan deliberadamente a un lado. El narrador, un tal Vásquez, angustiado por su esposa que va a dar a luz sus dos hijas gemelas, en alto riesgo, consume muchísimas páginas contando estos avatares de papá y esposo preocupado, un hombre común y corriente preso de esa angustia familiar cercana a la muerte de sus seres queridos. Una vez que todas sobreviven por los buenos oficios de un perinatólogo, sólo volverán para recordarle al lector la ternura que guarda para ellas y la vida doméstica del escritor. ¿Qué ocurrió? Escribir esa novela de conspiración y coincidencias con la historia requieren al hombre entero y al igual que muchos otros, lo devoró la trama conjetural.

En las primeras líneas de La forma de las ruinas el narrador ve en un noticiero al hombre que supuestamente intentó robar del museo Jorge Eliécer Gaitán, el traje de paño que llevaba el líder aquel 9 de abril en el momento en que fue asesinado. Supo de inmediato y sólo para él, que el supuesto ladrón enfocado en las cámaras (Carballo) sólo buscaba dar una caricia delicada al saco, allí donde lo había hecho también su padre el día del crimen, casi 60 años atrás. Para saber esto como lectores tuvimos que haber leído las 550 páginas. El final de lectura nos conduce al comienzo de la narración. El autor se enfrenta a la obra que va a escribir y ese enfrentamiento es la novela que leemos. Una vez que hemos leído la última línea, el narrador apenas va a comenzar, así lo expone al enfrentarse con el papel en blanco, la escritura:

«…mis circunstancias habían cambiado: ya no serían los personajes ficticios de aquella novela los que ocuparían mi tiempo de soledad, sino una historia verdadera que a cada paso me demostraba lo poco que había entendido hasta este momento del pasado de mi país, que se burlaba de mí en mi propia cara, como haciéndome sentir la pequeñez de mis recuerdos de narrador ante el desorden de lo ocurrido tantos años atrás.» (La forma de las ruinas. P.545).

Fue ese Carlos Carballo quien le ofreció ese lado de la literatura que le pudo haber fascinado también a Rafael Humberto Moreno Durán, amigo del narrador y compañero de charlas literarias. ¿Qué era lo que en realidad pensaba hacer el narrador con las historias que le propuso Carballo?

«…lo único que me interesaba a mí de la escritura de novelas: la exploración de esa otra realidad, no la realidad de lo que realmente ocurrió, no la reproducción novelada de los hechos verdaderos y comprobables, sino el reino de la posibilidad, de la especulación, o la intromisión que hace el novelista en lugares que le están vedados al periodista o al historiador.» (La forma de las ruinas p. 205).

La novela está escrita después de un largo periplo, es todo el trabajo de un hombre solo que no fracasa y emprende la comprensión de la historia de los asesinatos del general Uribe Uribe y del líder Jorge Eliécer Gaitán como una deuda consigo mismo. En efecto, es la desconfianza o el grado de incredulidad al que ha llegado con las historias de Colombia, lo que lo conduce a pasar muchas y largas noches en el barrio La Perseverancia, leyendo textos olvidados de la historia, los hechos en bruto, esta vez sin el reproche de su mujer, quien le dejó disfrutar viendo a sus gemelas dormir, sin reproches.

El material narrativo y también visual, la inclusión de fotografías, constituye la novela que se desarrolla en círculos concéntricos. Cada uno de los círculos podrían ser una historia independiente, sin embargo, logran unidad narrativa para ganar la atención, mantener el suspenso de lo que está por venir. La narración se hace intensa por la concatenación que permean las historias, sólo en apariencia independientes. De la retícula de un personaje se desprende otro; estos se alimentan y robustecen a través de vasos comunicantes. Por ejemplo, Benavides, el médico de la obra, aparece justamente cuando el narrador angustiado deambulaba por las salas de un hospital ya que sus esperadas gemelas presentaban un cuadro clínico desolador. Encuentra refugio de tales adversidades en conversaciones con el doctor Benavides, un algólogo, con formación mal llamada humanista. Asimismo, este doctor era hijo del primer especialista que tuvo Colombia en balística y ciencias forenses, profesor de estos saberes en la Universidad Nacional. Es explicable que los pormenores de los grandes asesinatos en Colombia no le fueran ajenos, al contrario, eran tópico erudito de sus conversaciones. Benavides es quien conduce al personaje más obseso por conjeturar y explicar la conexión entre aquellos asesinatos: Carballo. A partir de él seguimos la historia del siglo XX en Colombia. Trabajado por tales hipótesis, escribe el narrador: «Me pregunté si no era posible que una puerta se abriera en mi vida y por ella entraran los monstruos de la violencia, capaces de inventar estrategias y ardides para meterse en nuestras vidas.» (La forma de las ruinas. 125).

Durante mucho tiempo el narrador sólo había seguido de cerca los magnicidios de Pablo Escobar, éste se le había metido en la vida. Con tono biográfico seguía todos los avatares que rodeaban la vida de aquel criminal, repitiendo con fascinación algunos episodios. Lo obsesionaban en particular, los hipopótamos de la hacienda Nápoles. Juan Gabriel Vásquez lo refiere en otra novela muy anterior a La forma de las ruinas, El ruido de las cosas al caer. Cuenta que aquellos animales omnívoros, que pueden llegar a pesar dos toneladas y de una dentellada le pueden partir la columna vertebral a una res; esos monstruos que huyeron de la hacienda Nápoles, alguna vez lo habían mirado a los ojos. Eran también imágenes de telenovelas, novelas, películas, documentales y cortometrajes que fueron invadiendo las producciones colombianas incluyendo la pintura y el teatro. Como un pasado histórico volvía el narrador: «Eran los días arduos de 1991. Desde abril de 1984, cuando el narcotraficante Pablo Escobar hizo asesinar al ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, una guerra entre el cartel de Medellín y el estado colombiano se había tomado mi ciudad por asalto o la había convertido en su teatro de operaciones». ( p. 26). Aquella fue la primera percepción de pocos capitalinos, la ciudad no tenía nada que ver aparentemente nada con el problema, los epicentros de la guerra eran «metrallin» —como lo dijo una famélica presentadora de un noticiero de televisión— y Cali. Pero la novela de Vásquez conduce a que todo empezó en Bogotá; allí nacieron los magnicidios que nunca fueron resueltos [2]. Allí los atentados contra los presidentes y los candidatos a la presidencia, allí se asesinaron desde Uribe Uribe, Gaitán, Gustavo Jiménez, Bernardo Jaramillo Ossa, José Antequera, Rodrigo Lara Bonilla hasta Galán. ¿Cuándo no había sido el escenario principal del terrorismo? Los capturados por los asesinatos coincidían siempre en ser hombres solos, pobres, con alto grado de analfabetismo y motivados por unos centavos, al narrador ahora lo irritaba esa coincidencia para el lector ingenuo de la historia.

Lo que el narrador se propone con la novela que va a escribir precisa contar de nuevo toda la trayectoria de Pablo Escobar, lo hace en sólo cinco páginas (180–185). Escobar irá recorriendo episodios y su nombre será mencionado siete u ocho veces más. ¿Por qué esa presencia ominosa en los materiales con los que trabaja Vásquez? Son determinantes para quienes en la miopía histórica creen (es una creencia) que los asesinatos de varios candidatos a la presidencia de la república, en una Bogotá de más seis millones de habitantes, eran algo nuevo, sólo obra de un señor Escobar, como lo denunció en su momento el candidato a la presidencia Bernardo Jaramillo Ossa, meses antes de ser asesinado.

En la obra que Vásquez se propone escribir, por consiguiente, la conexión (complot) entre el asesinato de Uribe Uribe y Gaitán, era algo que el lector tenía que saber. Por último, lo que había hecho aquel nefando Escobar para intimidar al país, ni era de su invención ni tampoco nuevo. Siempre había sido el modus operandi, de miembros oficiales de la policía y el ejército, adláteres de los políticos más reputados en el poder. Esa era una verdad moral que tenían que saber los colombianos ¡Y vaya verdad!

NOTAS:

[1] Vásquez, Juan Gabriel. La forma de las ruinas. Bogotá: Penguin Random House, 2015. P.545.

[2] El escritor y periodista Antonio Caballero ha repetido hasta la saciedad que en Colombia todavía no sabemos quién mató a Gaitán.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».

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