Literatura Cronopio

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Marbella

MARBELLA

Por Diego Mauricio Barrera Quiroga*

«No le cuadra la voz; sus ideas son circulares
y sus trapecios están cansados, pesados, contraídos.
(Figuras geométricas, Camila Celis Castiblanco)

«Y nuestro destino final es, si cabe, más absurdo aún: el olvido».
(El mito de Sísifo, Albert Camus)

Su cuerpo arropaba la silla de la estación del bus en Marbella. Lleva media hora esperando. Es el mismo tiempo que tengo allí. La pierna derecha le salta continuamente imprimiendo un ritmo que coincide con el párkinson de sus manos. Tiene callos ásperos y las huellas parecen surcos; sus uñas aparentan dureza por el color amarillo, además, están largas y algo curvas. En el grueso dedo meñique de la mano izquierda porta un anillo que converge con el tono de los dátiles. Trae las rodillas juntas, la cara grande, los dientes apretados, la panza crecida, un miedo cerval y un bastón. La abarca derecha está desajustada y la izquierda aprieta el obeso pie. Los dedos permanecen recogidos, pero dejan ver la tierra acumulada debajo de las uñas. El párpado del ojo derecho está caído, la alopecia es evidente e imposible de ocultar con un shemagh, aun así, un cabello crespo y caótico se sostiene en la parte trasera de la cabeza. Como si fuera poco, carga un hinchado testículo que asemeja un nido de mochilero. No disimula la intranquilidad que lo menea. Ostenta una espesa barba. La nariz aparenta enganchar incómodamente con la boca; sin embargo, lo oigo respirar sin dificultad. Adicionalmente, mueve los belfos como si tuviera el hábito de hablar solo.

A lado y lado le conversan al oído dos señoras. No puedo reconocerles el rostro porque el profuso maquillaje esconde hasta la mismidad, en consecuencia, la rugosidad de los años; por lo demás, las gafas grandes y oscuras impiden ubicar algún aspecto. El color rojo abunda en medio de sus agrietados labios. A una de ellas se le alcanzan a ver los incisivos centrales pintados por el colorete. Llevan vestidos coloridos, con estampados de flores, zapatos cerrados y negros, y peinados voluminosos en una mala emulación de Farrah Fawcett.

En el lugar había un baño para hombres y mujeres, dos dispensadores con productos comestibles y una cafetería al fondo del pasillo. Las paredes eran blancas y el piso de mosaico rojo. Dos puertas: la primera, para ingreso y salida —un par de árboles de fruta cítrica anaranjados hacían de centinelas al acceder—, y, la segunda, conectaba con los buses estacionados. Un policía recorría de un lado a otro la estación: me percaté de él por la sombra al pasar. Fuimos pocos los que coincidimos ese día y a esa hora en aquel sitio, aun cuando el mundo no suele confluir tanto. Algunas personas eran negras. Más tarde supe que Marbella era el punto intermedio para los que transitaban de Algeciras a Madrid provenientes de Marruecos, mayoritariamente.

Si no fuera por las señoras que lo acompañaban hubiera pensado en que él era un quídam, un don nadie abandonado, un sin vecino o un foráneo como yo pisando tierras extensas, pero ajenas. No paré de mirarlo. Pensé en la muerte, por tanto, en la liberación de vidas miserables, en la barca de Caronte. También, recordé a Vallejo y la desilusionada realidad, a David que falleció por unas lesiones renales después de padecer una obstrucción urinaria, a la tía María Isabel, hermana de papá, quien antes de partir de este mundo acumuló fortuna a punta de préstamos y usura, la misma que nos recibía en casa con tintos trasnochados y jugos agrios; a Liberato y su escombrosa vida; a Méndez y su maldiciente locura; a Martínez, el taimado, ambicioso y dañino sujeto de Medellín y a Dios, convertido en yermo.

Alguien me dijo que todo puede andar mal, aunque todo puede venir peor.

—Primo, vamos para la casa, —dijo una de las señoras al sujeto.
—No hay de qué preocuparse —Antonio, replicó la otra —empero no hubo respuesta.

De repente abrió la boca para bostezar y, luego, pestañeó. Movió el cuello como negando algo sin atender a las señoras. Levantó el rostro y, ahora, él no dejaba de verme con sus ojos color avellana, cercados por una oscuridad tenue. Asimismo, oteó rápidamente el lugar y volvió sobre mí. Tuve una sensación de temor y pena —en ese orden—. Los ojos parecían abiertos con los dedos. Sonrió con timidez. Las cejas están desordenadas y percibo una apariencia desequilibrada. No respondo ante el gesto. Sigo serio, aunque recorra por mi cuerpo un pequeño pánico.

Vuelvo sobre él, en ese momento, lo advierto solo, pobre y desnudo. Continúa sentado, condenado a espectar en una patibularia silla el cortejo del mundo, alienado por el tiempo que corre sin solidaridad, lleno de fantasmas, muertos y quietud inexplicable bajo la vigilancia de ojos fríos, desconocidos, extraños y brillantes. Lo anterior, es una suposición como, también, sospechar que la realidad que lo habita es reciente, carente y deíctica. Me costó mucho recordar esa tarde remota: habían pasado bastantes años.

Quise decirles algo de forma tal que sonara boutade e inveterado, pero el cuerpo enteco, misérrimo y vapuleado frente a mí eliminó cualquier intención. Tampoco quería pasar como el forastero gárrulo. Así que metí mis manos en las faltriqueras del pantalón, estiré los pies, cerré los ojos y evoqué las covachas horadas e ilegales que habitaban en el Timi: zona primitiva, de alimento escaso y comodidades desconocidas; batuecas sin acueducto ni luz convertidas en andurriales enormes llenos de desheredados de la tierra: surgidos del éxodo; hogares —si es que así se le puede llamar a aquel lodazal fétido— lleno de niños imantados a unos senos, ancianos aporreados por el olvido y jóvenes fumando marihuana y bazuco. Los árboles brotaban alrededor y el follaje verde escondía secretos de natura. No había pomposidad ni soberbia y menos títulos o certificados de posesión; no obstante, se creían dueños, elegidos y propietarios ya que habían sobrevivido a la expulsión. La vida digna brillaba por su ausencia, por eso, el coraje se valoraba con decoro. Rezaban más que un tonsurado, cargaban grandes camándulas en sus pescuezos y no paraban de repetir jaculatorias acompañadas de peticiones para que la concesión divina cambiara la desgracia terrenal. Las mujeres: jóvenes, por su parte, estaban convertidas en fámulas y otras habitaban las casas de lenocinio, en la Décima.

En este terruño el poder se manifestaba en el contrabando de luz y agua mediado por los rufianes cerriles. Por esto, los habitantes pagaban para el suministro pirata. Las instituciones nunca asomaban la cabeza así supieran de la necesaria intervención. El alcalde y las autoridades sanitarias, por ejemplo, mantenían una actitud casi estulta ante la situación. Quienes sí se afianzaron y ejercieron control fueron los malandros: adolescentes —y niños— que aprovecharon la ausencia benefactora de la modernidad estatal para despojar a los moradores de lo poco adquirido. Hurtaban a transeúntes sin importar la vecindad. Utilizaban puñales y trabucos mohosos. La sinuosidad del camino los encubría. Se ocultaban en los recodos polvorientos con los ojos rojos, cansados y apariencia macilenta. Todas las noches había terribles lamentos ahogados por los disparos. El último muerto que vi, agujerado por las balas, fue Alonso: bravucón y montaraz sujeto que se burlaba de las víctimas mientras las golpeaba y atracaba. Estaba tirado a un costado de la calle. Nadie se atrevió a recogerlo a pesar de que el reloj marcaba las 10:00 a.m. y la chiririnka —anunciadora azul— ingresaba por la boca y salía por la nariz flemática. La policía no entraba por miedo a ser agredida. Algunos farfullaban mientras contemplaban el muerto. De acuerdo con los pobladores, lo ajustició un alarife cansado de que lo robara. Con una pistola hechiza le descargó siete tiros a la humanidad de alias Trompa e’chucha. Sin embargo, era uno menos de los tantos jóvenes alterados en aquel averno tangible.

Ya son las 15:40 p.m.

En cinco minutos llegará el autobús que me transportará a Málaga. Por esta razón, regreso a la masa repelida que está frente a mí. Leo, nuevamente, ese cuerpo cansado y frágil. No recuerdo haber visto una mirada más cargada de inquietud que la de ese hombre. Súbitamente una ventolera penetra el lugar y dispersa un perfume barato de las trajinadas señoras que acompañan el atosigado sujeto, deformando mi cara ancha en una mueca como de vomitar.

Algunas personas pasaron frente a nosotros dirigiéndose hacia el suelo ferroso de la estación a la espera del autobús: mujeres altas de faldas cortas, morenas de cabellos rojizos y labios finos; asimismo, noté un niño que tarareaba una canción mientras disfrutaba varias golosinas. Me paré de un brinco, estevado, cogí las maletas y caminé con pasos cimbreantes por el peso del equipaje. No miré atrás. Contemplé afuera las nubes grises que cerraban el soleado día. Sentí escapar de un rincón que nadie reclama. Intenté pronunciar un acto de contrición para sacarme el miedo, pero no recordé cómo empezaba.

El reloj indica las 15:45 p.m. El autobús ha parqueado en la bahía 7.

Entregué las valijas al acomodador y subí con cierta sorna. Busqué el puesto 28; luego, aovillé los hombros y después desplomé el torso sobre la silla; recargué la cabeza en el cristal esmerilado y escondí los ojos en el pliegue cutáneo. No quise pensar en Antonio porque siempre supe que él nunca estuvo ahí. No tendrá idea de lo que harán al día siguiente o en un próximo tiempo las personas que atravesaron la estación, ni de cómo se vive o cómo se acaba todo. No les dará espacio a las ilusiones. No rezará, ni se decepcionará con el libro de Fernando que a muchos ha desilusionado. No se preocupará de Hugo quien morirá en tres semanas de inanición, en La Guajira, ni de Paco que vino hace varios meses de Extremadura. No se sentirá solo, ni desplomado. No cargará en el corazón ofensa, ni descubrirá en las palabras la alegría de los vituperios. No apreciará intensamente el egoísmo humano, ni la vanidad (y pereza) que traen los escritores. No le interesarán los lloriqueos de un bebé famélico, ni los fuegos artificiales en navidad y mucho menos las oraciones artificiales o los adjetivos ornamentados. No habrá lucha entre la luz y la oscuridad, ni ganador ante la disputa por el juicio. No lo mortificará si tiene o no acuosos besos o faenas excitantes. No recordará las penetraciones a Lucía, ni las cosquillas al terminar la cópula. Y, tampoco, caminará por el lento descenso en las ciudades logradas a pesar de las bataholas inevitables que lo arroja como un pobre inmigrante.

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*Diego Mauricio Barrera Quiroga. Nació en Florencia, Caquetá, Colombia. Estudiante en el Doctorado en Lenguaje y Cultura, UPTC, Magíster en Educación, Licenciado en Educación Básica con Énfasis en Humanidades y Lengua Castellana, y Abogado; integrante del grupo de investigación “Corporación Si Mañana Despierto para la Creación e Investigación de la Literatura y las Artes”. Profesor e Investigador, Escuela de Idiomas, UPTC; diego.barrera05@uptc.edu.co, barreradiego1990@gmail.com

6to puesto en el primer concurso de cuento corto en el Festival de Literatura de Pereira con el texto intitulado: “¡Ciérrale los ojos!” Publicado en el libro Cuentos cortos para esperas largas (pp. 8-9). ISBN: 978-958-57188-3-8. 1er puesto en el segundo concurso de cuento corto, organizado por la Universidad de la Amazonia, con el texto intitulado: “Dedos amarrados”.

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