NO ES EL AGUA QUE HIERVE
Hunde el cuchillo en el centro de la cebolla y sus manos se manchan de sangre.
Tal vez porque era muy roja, piensa.
Ya no recuerda cuánto tiempo ha aferrado el cuchillo en su mano izquierda. Lo hunde una vez más. Hay moscas que sobrevuelan el lugar. Se le meten hasta en el cabello. Debe ser por la carne que dejé podrir en el fregadero, dice en voz baja.
Se limpia con el antebrazo la malla de sudor que se le forma en la frente. Toma un poco de agua, y la retiene por un momento en el centro de la garganta. Cuando la traga, el agua se le reparte por dentro. Le recorre el pecho y se le abre en las costillas.
Le duele la marca del mango del cuchillo en su mano izquierda. Levanta una silla que se encuentra en el suelo. La lleva hasta la mesa del centro. Hay un vaso de agua sin tomar. No sabe si es de ella. Se sienta. Abre las piernas y una corriente de aire caliente le atraviesa la piel. Del bolsillo de su falda saca un pintalabios rojo. Abre la boca y comienza a pasarlo por sus labios, dientes y mejillas. El pintalabios queda cubierto de sangre. Con la otra mano se toca la cara. Siente que le duele. Vuelve a guardarlo, pero antes de hacerlo, lo huele. Es extraño el olor que le ha dado la sangre. Lo aproxima a las fosas nasales y lo aspira por mucho tiempo. El olor la adormece. La despierta un ruido de agua que hierve en la estufa. Baja la olla y apaga el fuego. Abre las ventanas para que las moscas se dispersen un poco. Se aleja de espalda y cierra la puerta de la cocina como si cerrara un baúl.
Ve un racimo de conchas de caracoles colgado en el techo de la terraza. Lo puso hace unas semanas para que se moviera con el viento, pero desde hace tres días no hay nada de brisa en la ciudad.
Los candelabros que tanto le gustan se encuentran repartidos sobre el piso de la sala; las ventanas están rotas y de un florero partido sale un agua con olor a fango. Aun así, se inclina sobre el líquido y hunde su dedo índice en el pequeño charco que forma. Luego abre las dos palmas de las manos y las pone sobre el agua. Se limpia la sangre. Recoge los tallos de las flores sin hojas que están repartidos por el lugar: sobre el televisor, los sillones, muebles y las ventanas.
Los vidrios del espejo están esparcidos en el piso. Se le incrustan en la planta de los pies. Siente que las esquirlas le hieren el cuerpo. Salta del dolor pero no llora. Cae de espalda al suelo e intenta llevarse uno de los pies a la boca para chuparse la sangre. Sabe que no lo logrará, pero lo intenta.
Ve que en el marco del espejo quedan algunas puntas de vidrio. Algunas que se resistieron a romperse, a caer con los golpes. La blusa verde que lleva se ha manchado con la sangre que le sale del pómulo izquierdo. Se había olvidado del golpe, del fondo del agua, cuando él la sumergió para que dijera algo que ya no recuerda.
El marco ahora encuadra la pared azul de la sala. Cree que se ve mejor así. Se pregunta por qué él no lo habrá partido antes. Se levanta del piso y se pone frente al marco e imagina que la pared la refleja. Observa su cuerpo como un muro agujerado. No sabe si el cuello le suda o es el cabello mojado que se lo ha humedecido. Tiene una sensación de calor sobre su nuca, igual que la respiración de él cuando está recriminándole, cuando va a abofetearla.
Empuña su mano y golpea la pared azul. Se sangra los nudillos y se los chupa. Cree que tiene cierta relación con la sangre. De tanto sangrar le gusta sentir ese sabor óxido en su lengua. Cree que es normal que la sangre le recorra el cuerpo. Si no la ve por un día, ella misma se provoca una herida para tenerla cerca. Igual que esa vez cuando se hizo una herida en la palma de su mano con una lata de sardina: se sentó en la terraza y se llevó la mano muy cerca a sus ojos y comenzó a hablarle en voz baja como si estuviera diciéndole un secreto.
Levanta con sus manos la blusa y comienza a chuparla. Desde pequeña tiene por costumbre chupar un trapo para dormir. Es una pañoleta vieja de color marrón. Todavía la conserva. Está en el cofre donde guarda sus joyas que no son más que retazos de telas de colores que usa de acuerdo con la ropa que lleva. Algunas veces se mete al baño y comienza a chupar el trapo. Se siente segura al hacerlo. Abre la llave del baño, para que él crea que hace algo útil, como dice: lavar o limpiar cualquier cosa. Se sienta en el piso y permanece allí con su trapo hasta cuando los ronquidos de él abren las paredes.
Mientras chupa los bordes de su blusa, recuerda que él en una ocasión la sorprendió mientras lo hacía. Le dijo que se parecía a Bilbao y se alejó con su carcajada que lo hería todo, mientras se acomodaba la camisa que hace un momento ella le había rasgado para defenderse.
Piensa en Bilbao. El loco que tiene como costumbre chupar piedras. Él la conoce desde niña. La ayudaba a pasar la calle cuando iba sola al colegio, hasta que su madre le prohibió recibir su ayuda. Ella, obedeciéndola, jamás le volvió a aceptar la mano para cruzar entre los carros. Bilbao lloraba como un niño y pataleaba cuando ella se negaba. Él era inofensivo. Solo quería extender su mano para cruzar al otro lado, ese mismo otro lado, a donde no pudo llevar a su hermano menor una tarde en que salían del colegio.
Trata de recordar la historia de él. Tal vez terminaré de la misma forma, piensa. Una vez le contaron que el hermano siempre se le trepaba a Bilbao sobre los hombros de regreso de la escuela. Una tarde él tenía un dolor de espalda por el golpe que un compañero de la escuela le asestó en una pelea. De regreso a casa se quejó del dolor durante el camino. Su hermano, en vista de que no contaba con la espalda de Bilbao, cruzó con velocidad la calle, y quedó debajo de las llantas de un carro como si hubiera sido tragado por una bestia. Desde ese día Bilbao no se movió de allí. Su familia se lo llevaba a casa pero él siempre regresaba al mismo punto. Hasta que se cansaron, hasta que todos se fueron muriendo y lo dejaron sepultado junto con su hermano en esa misma calle.
Ella murmura:
—Yo no me parezco a Bilbao porque no tengo a nadie para cruzar al otro lado, pero sí tengo un golpe parecido al que le dio el compañero en la escuela.
A diferencia de él, piensa, no tiene un lugar en donde permanecer y sepultarse viva. Por lo menos él tiene ese pedazo de calle, dice en voz baja.
Deja de chuparse la blusa y escucha desde la sala el zumbido de las moscas en la cocina. La casa tiene un olor de hierba quemada. No solo su cuerpo está lleno de sangre, también las paredes. Hay una macha roja sobre una foto vieja. No es sangre. Ella le pasa el dedo índice para quitarla, pero no se borra. Levanta el portarretrato y le pasa la lengua. La mancha aún está allí. Se resigna. No reconoce a nadie de la foto. Hay muchas personas. Cree que ella debe estar allí, pero no se identifica. De tantos golpes que ha recibido, su cara le ha cambiado. No puede recordar cómo era antes. Arroja el portarretrato con rabia al charco de agua que dejó el florero. Detrás de la puerta de la cocina escucha ruidos como si un animal se arrastrara en el suelo. Se caen las ollas y cree que se ha vuelto a caer la silla en donde se había sentado hace un momento. Corre, y con fuerza, mueve un estante de madera que tuvo algunos adornos, pero que también se rompieron hace un tiempo. Con el estante sella la puerta de la cocina para no dejar salir lo que está dentro.
Mueve la cabeza para sacudirse el cabello que aún está húmedo y se limpia la cara con los antebrazos. Busca los zapatos que, recuerda, se los tiró en la cara antes que él la tomara por la cabeza para ahogarla.
Encuentra uno debajo del sillón, y el otro, enredado entre una montaña de ropa que estaba en el centro de la sala. Al ponérselo, los pies se le hinchan más y le crecen las heridas que le provocaron los vidrios del espejo.
Toma un blusón del nudo de ropa y se lo pone encima de la que lleva. Es ancho y le cubre hasta la rodilla. Se apresura. Se le había olvidado que la procesión de la iglesia pasará hoy por la puerta de su casa. No sabe por qué es la procesión, pero siempre le ha gustado. Se siente segura con esa gente que camina detrás de un monumento.
Vuelve a limpiarse la cara. Atraviesa la puerta. Se detiene por un instante como si quisiera devolverse. Mueve de un lado a otro el dedo índice de su mano derecha.
—No. No olvido nada —dice.
Se incorpora a la procesión. No sabe cómo muchos caminan con los ojos cerrados mientras rezan. La gente canta muy fuerte para que el ruido de los carros no le trague las voces. Desde lejos divisa los colores del monumento que mueven de un lado a otro, hombres y mujeres que se riñen por cargarlo. Le gustan las procesiones porque nadie parece verla. El único que siempre corre a saludarla es el loco Bilbao; pero esta vez, cuando la ve, no lo hace.
—Debo estar irreconocible para que no sepa quién soy. Ya ni si quiera me tengo a mí misma. ¿Quién soy?
Los carros se detienen para que la procesión pase. Es como si le abrieran paso a una ambulancia con una cantidad de heridos a bordo. Ir en una procesión la hace sentir importante, porque las personas se apartan para que ella pase. Ve que desde las ventanas de las casas aparecen y desaparecen cabezas que se asoman para mirar la procesión; otros se persignan y se arrodillan en las terrazas. Los hombres van erguidos. No parecen percatase del calor que forma collares de sudor bajo sus axilas. Las mujeres no dejan de cantar y de ondear pañuelos blancos. Ella alza la cara y los ve moverse en el aire. La procesión le forma otro cielo sobre su cabeza.
Debe regresar pronto. Tiene que volver a la casa a recoger todo del suelo. Observa a lo lejos la iglesia. Se detiene en medio de la calle y deja que la gente la sobrepase, hasta que se queda sola y las personas de los carros le gritan para que se aparte. Ahora no la protege la procesión, es ella y la calle.
Corre de repente. Pasa los lugares que hace un momento había recorrido con la gente. Se da cuenta de que nadie se asoma por las ventanas, no ve personas arrodilladas en las terrazas. El camino regresó a su normalidad. Ella corre como si hubiera recordado quién es. Sabe que olvidó algo. No es el agua que hervía. La bajó antes de salir. Tampoco la puerta. Esa la cerró, sobre todo la de la cocina. Lleva puesto los zapatos. No los olvidó igual que esa vez cuando él le arrojó un candelabro en la espalda.
Ve la casa desde lejos. Nota que la luz de la sala está encendida. Ya debe estar allí, piensa. Detiene el paso poco a poco y la respiración se le corta. Se toca el pecho.
Al llegar a la puerta sabe lo que pasará. Él estará sobre el sofá. Al verla entrar le gritará tres palabras. Luego notará que en su cara no hay un lugar más para un golpe, y se irá a dormir resignado hasta cuando ese lugar vuelva a existir.
Al abrir la puerta escucha las conchas de caracoles. Un viento ligero atraviesa la terraza. Se detiene para retener ese sonido.
No lo ve en el sillón. Se toca la cabeza. Aún no sabe lo que tiene que recordar. Hay un olor fétido en la casa. Es la carne del fregadero. Sí. Es eso, piensa.
Camina de prisa hacia la cocina. Rueda el estante de madera con el cual había sellado la puerta. Al hacerlo, rechina sobre el piso.
Las moscas se han ido, las estanterías y las alacenas están vacías. Todo está sobre el piso y ella se abre paso entre platos rotos, sartenes y cacerolas.
El olor persiste. Ve sobre la mesa del centro un vaso de agua que jamás tomó. Estira el cuello. Al otro lado hay un cuerpo atravesado en el suelo. Es él. Tiene un cuchillo hundido en la mitad de la frente.
Se detiene frente a él. Se arrodilla y lo observa por mucho tiempo. Al cabo de un rato dice:
—Parece una cebolla.
* * *
El presente relato hace parte del libro «No es el agua que hierve», publicado en 2018 por Collage Editores.
«Hay cuentistas maravillosos, efectivos desde su primera frase, boxeadores de nocáut. Hay otros que embrujan con sus buenas argucias o con su manejo preciso de la cotidianidad. Fadir Delgado conecta con los lectores desde la insólita rareza, desde una mirada poética poderosa que hace que uno no pueda dejar de leerla porque algo insólito nos espera en la siguiente frase: seres extraños que en el fondo son muy corrientes salvo que en su forma personal de ver el mundo hay una distorsión que los hace inquietantes, o situaciones anómalas vistas con la normalidad del que no puede ver el mundo sino desde su cristal deforme, hacen que su libro No es el agua que hierve sea un acto de posesión hipnótica: uno se engancha y no puede soltarlo hasta que ella, como médium, concluye cada cuento con el deslumbramiento de lo fuera de lo común. Brillante en su contención, profunda en sus palabras económicas, Fadir soprende».
Enrique Patiño, escritor colombiano.
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* Fadir Delgado Acosta es escritora colombiana. Autora de los libros de poesía «La Casa de Hierroy: El último gesto del pez». Ha publicado en diferentes revistas literarias nacionales e internacionales. Invitada a distintos festivales y encuentros culturales en países como Francia, Canadá, México, Perú, Cuba, Venezuela y Ecuador, así como en otras ciudades del territorio nacional. Premio de Poesía del Concurso Internacional de literatura de la Universidad de Buenaventura (Colombia), 2014. Ganadora de la Residencia Artística en Montreal por parte del Ministerio de Cultura de Colombia y el Consejo de Artes y Letras de Quebec, en el área de literatura, 2013. Ganadora de la convocatoria internacional de la Oficina de la Juventud de Quebec para participar en un intercambio literario en esta Provincia, 2010. Su libro El Último gesto del pez fue traducido al francés y publicado por la editorial Encres Vives de París, 2015. Se desempeña como directora de talleres de literatura y coordinadora de la Fundación Artística Casa de Hierro de Barranquilla.