Literatura Cronopio

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OLVIDO

Por Jorge Andrés Jaramillo Londoño*

Solo había oscuridad y el ruido del viento pasando por mis oídos. Me tomó un rato lograr abrir mis ojos. Sentía el mundo dando vueltas sobre mi cabeza. Estaba aturdido, desorientado y dolorido. Intensas punzadas al lado derecho de mi torso me mostraron un moretón del tamaño de una naranja. Mis nudillos estaban lastimados y tenía sangre entre las uñas.

Un sobre amarillo en el bolsillo interior de la chaqueta que llevaba puesta fue lo único que encontré al registrarme. Dentro de este había unos billetes, cincuenta mil pesos colombianos en total; una dirección escrita en un pedazo de papel y un llavero metálico con forma de guitarra eléctrica del que pendían unas llaves.

Miré en derredor para intentar ubicarme o pensar en algo que hacer. Estaba en una gran ciudad, había edificios, que parecían ser residenciales, a unos cien metros de donde me situaba. Frente a ellos, no tan lejos detrás de mí, unos pinos y un alto eucalipto adornaban el lugar. Más allá, no podía divisarse nada aparte de terrenos baldíos no muy distintos al que me hallaba. El cielo estaba cubierto de nubes grises y venteaba helado.

Caminé en dirección de las edificaciones hasta llegar a una estrecha calle vacía, perfectamente adoquinada. Anduve por aquella vía durante minutos, sin ninguna idea en mente, sin rumbo alguno, hasta que vi un taxi aproximándose. Lo detuve y pedí al conductor que me llevara a la dirección escrita en el papel. Aquello me parecía lo más sensato, si bien no sabía adónde iría a parar.

El viaje se me hizo largo y cansino. Un fuerte olor a cigarrillo inundaba el aire del carro. Estuve aletargado, casi dormido. El calvo conductor hablaba, pero su voz me llegaba como lejana, no entendí una palabra de lo que dijo. Recorrimos la ciudad durante media hora, según me pareció, hasta que el vehículo se detuvo en una minúscula calle flanqueada por casas, casi todas de un piso, exceptuando a dos que poseían tres niveles. La indicada, se hallaba en la mitad de la cuadra. Era una construcción de una sola planta, con el frente algo sucio, pintado de un amarillo pastel claro. Tenía una puerta doble de metal y una ventana a cada lado.

Quise tocar, pero, no tuve la suficiente voluntad. No me sentía seguro. Intenté mirar hacia el interior a través de las ventanas; sin embargo, adentro no parecía haber persona alguna. Estuve absorto durante unos minutos, sin saber cómo proceder. Entonces recordé el llavero dentro del sobre. Tres eran las llaves en éste contenidas y estaba seguro de que alguna abriría la puerta de aquella casa. Así fue como, después de intentar fallidamente con una, la segunda me permitió entrar en aquel lugar.

La casa estaba en completo silencio y me dio la impresión de estar inhabitada en ese momento. Desde la entrada observé, frente a mí, un pasillo largo que parecía interminable y sin una sola luz; a mi izquierda, una amplia sala de estar, ocupada con muebles forrados en cuero negro que rodeaban una pequeña mesa de vidrio y patas de metal, colocada en el centro; a mi derecha, un arco conducía a otra habitación que sin duda era un estudio.

Al ingresar pude ver que este salón estaba rodeado de estanterías en las paredes, todas repletas de libros. Frente a la única ventana, que daba a la calle, había una gran silla color granate y un escritorio de madera finamente tallado con muchos detalles. Sobre éste había una botella de cristal llena hasta la mitad con un líquido que supuse, por su color, era whisky; una copa vacía; una fotografía de dos hombres acompañando a una mujer; y un sobre idéntico al que encontré en mi chaqueta, el cual, de inmediato, capturó toda mi atención.

Algo de miedo me causaba mirar en el interior del paquete. Ya todo era bastante raro hasta entonces y nada me indicaba que el panorama fuese a mejorar. Me senté en la silla y por un momento contemplé el sobre como si ante mí tuviera una serpiente a punto de atacar. Serví una copa de aquel whisky y la bebí de un trago.

Vacilé un momento más. Tomé el sobre y lo vacié encima del escritorio. Solo una cosa salió de este, otro papel, similar al que hallé en un principio. Contenía un mensaje casi igual de breve al anterior, indicaba el nombre de un lugar: parque de las azucenas. Nada de aquello sugirió algo a mi recuerdo.

Aturdido, me ensimismé y erré en mi consciencia. Pasaron varios minutos, caminé por toda la habitación intentando, en vano, recordar algo, cuando bajo el arco apareció una pequeña niña, de no más de diez años. Estaba allí, de pie, con su negro cabello recogido en una trenza que le caía hasta la cintura, tan solo observándome.

—¿Usted es David? —Me preguntó.

—Sí —dije solo por responder, no tenía idea de quién era David.

—Papá dijo que usted venía al mediodía, pero apenas son las diez —continuó.

—Ah, sí…

No sabía qué más decirle.

—¿El papá está aquí? —Se me ocurrió preguntarle. Algo no tan fuerte a la esperanza, inocentemente sentí.

—No, él se fue desde anoche.

—¿Para dónde?

—No sé, no me dijo nada.

—¿Cómo es que te llamas, muñeca?

—Isabel.

—¿Y tu mamá?

—Está con mi tío.

La noté insegura y yo no sabía qué más agregar. Llevé la conversación a su fin. La niña se marchó tranquilamente, caminando por el pasillo, con ese aire despreocupado y confiado que solo las pequeñas criaturas poseen.

En aquel momento me sentía tan repleto de dudas cual niño de cinco años. Salí de la casa casi con la única intención de mantenerme en el personaje que me asignó Isabel, pues no tenía idea de adónde ir.

Intenté una vez más sonsacar información de mi memoria. Solo logré avivar la intensa jaqueca con que había despertado en ese lote baldío hacía horas.

Decidí entonces buscar una farmacia o tienda donde comprar algún medicamento. Saliendo de la casa torcí a la derecha. Caminé unas tres cuadras y di varios rodeos. Mareado por el dolor, la preocupación y la ansiedad comenzaron a invadirme. Sentí hambre y sed.

Encontré un pequeño local en una esquina, luego de cinco minutos caminando, según creo. El sitio era una suerte de garaje repleto de estantes ataviados con productos de cocina, limpieza, papelería y algunos fármacos para la gripe. Quien atendía era una mujer de unos cincuenta años, baja, robusta y de mejillas coloradas. Ella reía mientras despedía a un comprador, alto, de unos sesenta y tantos, pero de vitalidad excepcional.

Decidí comprar algún medicamento y algo de comer y beber. Pedí dos pastillas de paracetamol, un pan relleno de arequipe y una botella de té sin azúcar. Pagué a la mujer y me senté a una mesa que había afuera del garaje, rodeada de tres sillas plásticas, en principio blancas, pero vueltas amarillentas con el tiempo. El cielo había empezado a despejarse y esto dio paso a un calor abrasador que hizo sudar mi frente.

—Al señor yo lo había visto antes, ¿cierto?

No había entendido que ella se dirigía a mí.

—¿Disculpe? —Respondí luego de unos segundos de vacilación.

—Usted es el hermano de doña Sara, ¿cierto?

No supe a quién hacía mención. Al ella ver mi evidente estado dubitativo, prosiguió.

—Hace tiempo que no lo veía por acá, casi desde que se vinieron a vivir al barrio. No lo reconocí, es que ahora está más repuestico, ¿cierto? —Al decir esto, la mujer rio apenada y el rojo de sus mejillas se intensificó.

Me sentía profundamente incómodo y ansioso. No sabía qué responder, solo pude reír en un intento de cortesía y complicidad. Entonces ella continuó.

—¿La doña está bien? Hace días que no viene por estos lares. Claro que ella tampoco salía mucho de la casa, ¿cierto?

En ese momento llegaron varias personas al establecimiento. Un hombre de mediana talla, bastante pesado y con una corta barba despoblada, llevaba en sus brazos una niña de unos dos años, quien lloraba insufrible y balbuceaba algo ininteligible. Tras ellos venía una mujer, quien se parecía a la señora que me atendió, aunque aún más baja y gorda; parecía ser la madre de la niña y esposa del caballero.

Aproveché esta imprevista visita para abandonar aquel lugar. No quería recibir más preguntas y comentarios que tan solo me causaban más incertidumbre y ansiedad.

Mientras quien manejaba el local recibía con gran alegría a la bebé, y le hacía mimos con la intención de que parara el bulloso berrinche, en silencio y con cautela tomé mi botella de té, me puse en pie y caminé en dirección opuesta por la cual había arribado allí.

A dos cuadras me encontré con un parque repleto de flores. Unos diez mil metros cuadrados llenos de diversos árboles visiblemente antiguos y una cantidad incontable de azucenas de numerosos colores. El lugar era una extensión completa de césped que iba a terminar en los muros de las casas lindantes. Cada uno de ellos decorado con grandes pinturas hechas en el mismo ladrillo, todas representaciones de aves igualmente coloridas. Había estrechos senderos empedrados que iban por aquí y por allá entre las flores y los árboles. En el centro había una fuente con una alta escultura en el medio, representando a un hombre cargando en brazos a una mujer, mientras ella lleva una de sus manos hacia una luna menguante esculpida en mármol. En derredor había varias bancas hechas de granito. El lugar era simplemente bello.

Una vez más, sin nada útil en mente, me senté allí a esperar cualquier cosa. Al final, si no sacaba nada de aquel lugar, podría volver a la casa y quizá la niña podría darme más información, o tal vez la señora de la tienda me contaría algo más. No obstante, mi espera no fue del todo infructuosa pues, luego de unos minutos ahí sentado, caminando por la calle apareció un hombre de unos cincuenta años; era alto y de rostro benévolo y paternal; empujaba un carrito de supermercado repleto de termos.

Tan pronto lo vi, me puse de pie y salí a su encuentro. Era vendedor de café; así que le compré uno y lo insté a conversar para sonsacar cuanta información pudiese, obviamente, con disimulo.

—Pues, hombre, a mí lo único raro que me han contado, fue que a un muchacho de por aquí lo encontraron muerto esta mañana —me dijo mientras iba sirviendo otro café para él.

—¿Usted lo conocía? —le pregunté.

—Pues yo la verdad no sé, uno ve tanta gente…

—¿Pero sabe quién era?

—Solo le sé decir que se llamaba Juan López. Vivía en el barrio con una muchacha y una niña de ocho años. El chisme es que lo encontraron en una quebrada por allá en el norte. Según dicen, andaba peleado con la señora y el cuñado. Como que fue el hermano de la mujer el que lo mató.

Sin más, el caballero continuó su marcha, seguido del traqueteo de su carrito. Lo observé, medio absorto en mi pensamiento, hasta que lo perdí de vista. Así pues, con aquella noticia, decidí encaminarme de regreso a la casa.

Sentado en el estudio me sumergí en el pozo de la inconsciencia. Con una copa de whisky y mil ideas, conjeturas e interrogantes rondando mi cerebro, pasaron los minutos, quizá horas divagando en el cambiante océano de neuronas. Aunque no tenía idea alguna de quién era Juan López, ni qué relación tenía conmigo, si es que la tuvo; la noticia de su muerte, de cierta forma, me devastó. Solo pude pensar en que seguramente la niña Isabel era su hija y que ahora se había convertido en huérfana.

Serví una copa más de whisky y me fijé en el retrato que estaba en la mesa, antes no le había prestado atención. La mujer de en medio tendría unos veinticinco años, era delgada, de una piel muy blanca y el cabello negro liso, casi hasta la cintura; abrazaba a un hombre que estaba a su diestra, de unos treinta años, un poco más alto que ella, moreno y algo robusto; al otro lado, estaba otro hombre que parecía ser el menor, de piel tan blanca y cabello corto tan negro como el de ella. Los tres tenían amplias sonrisas dibujadas en sus rostros.

Tomé el cuadro y lo revisé. Luego de darle algunas vueltas, el marco resbaló entre mis dedos y dando un fuerte golpe contra el suelo, se rompió. Logré sacar la fotografía. En el reverso había algo escrito, esto rezaba el mensaje:

Sara, espero que Juancho y tú puedan disfrutar de su nueva casa

y que el bebé en camino sea una alegría para

toda la familia. Gracias por hacerme tío.

Esta fue la mejor foto que pude encontrar de nuestro viaje a Madrid.

Un fuerte abrazo y un beso. Te quiero mucho.

David.

Contemplé la fotografía durante un rato más. Pensé en ir donde Isabel, hablaría con ella, alguna respuesta esperaba hallar. Dejé la fotografía en la mesa y salí del salón, crucé rumbo al pasillo. En medio de aquel corredor había una puerta abierta, era un baño. Me detuve en frente. Caí en cuenta de que en todo el tiempo desde que había despertado, no había podido ver cómo lucía yo, mi rostro me era aún desconocido. Entonces entré en el baño, donde seguramente habría un espejo.

Encendí la luz y me paré frente al lavabo. Un espejo oval, bordado en bronce, colgaba por encima del grifo, a la altura de mi mirada. Por primera vez pude verme. Tenía varios cortes pequeños por toda la cara, como arañones. Mi piel, lucía blanca, estaba pálido, parecía enfermo. El cabello lo tenía revuelto, era corto y negro azabache.

Más allá de los detalles que pude ver en mi cara, solo había algo que me impresionaba y que daba al menos una respuesta a mis preguntas, yo era David.

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* Jorge Andrés Jaramillo Londoño tiene 23 años. Es estudiante de Ingeniería civil de la Universidad de Antioquia (UdeA). Desde febrero de 2019 ha hecho parte del taller de creación literaria del escritor Luis Fernando Macías. Ha sido un apasionado por la literatura desde muy temprana edad, teniendo un gusto especial por los autores británicos. En 2016 obtuvo el primer lugar en el II Concurso de Cuento Corto organizado por la Escuela Ambiental de la UdeA.

 

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