Literatura Cronopio

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HISTORIA DE LAS TUMBAS EN LA ARENA

Por William Tamayo Agudelo*

A Parmenio Gil y su voz de barítono

Desconozco su veracidad, ahora intento ser fiel al relato. La historia es de Parmenio. La escuchó en su juventud de un paisano en la montaña, quien aseguraba haber conocido a uno de la tribu. Parmenio murió al llegar a los 90 años hace bastante tiempo. Supongo que los hechos acontecieron un poco antes de 1900. Evitaré apasionamientos. Si este escrito alcanza el mérito de un recuerdo luego de su lectura, será por la intrincada estrategia utilizada por los hombres en cualquier época para honrar la muerte.

Le escuché decir a Parmenio que en el desierto de La Guajira habitó una tribu nómada. En el centro del país se sabía poco de ella. Decían que era conocida por algunos peregrinos, quienes, durante algún tiempo, la siguieron. Cualquiera que haya visitado el desierto sabrá que resuma fuerza: la vida allí es generosa, una labor equivale a mil labores en otro lugar. Esta tribu vivió caminando, carecía de textos escritos; sin embargo, escribió en la arena cada noche durante cientos de años. Su escritura, probablemente, era una mezcla de grafos orientales, indígenas y africanos, aunque Parmenio no sabía decirlo con exactitud. Ni él ni su paisano eran filólogos o lingüistas, solo hablaban de lo que conocían, y nunca vieron a un oriental o a un africano.

Cada noche la arena era una página en blanco; cada mañana era la misma página. A pesar de ello, todos habían leído una historia diferente. Supongo que Parmenio fue su inventor o su paisano la narró, pero una de las historias escrita en la arena, y elevada por el viento, estaba relacionada con un reflejo de la luna atrapado en el pliegue de la saya de alguno de la tribu. En las mañanas, la luz pasaba desapercibida, aunque a cada paso podía observarse un leve resplandor de plata por unos segundos. Al entrar la tarde y levantarse la luna, el resplandor parecía despertar con fuerza y reconocer su procedencia. Eso hizo que el portador de la saya adquiriese autoridad. En la hoguera oscura del desierto, un cuerpo refulgía recortado entre la noche.

En la tribu dudaban que la luna fuese un dios o una diosa. De algún modo, ese hombre había atrapado una parte de la piedra nocturna y, en consecuencia, en algún momento una mujer debía retener un trozo de sol; todos, alguna estrella. Luego, cada hombre y mujer de la tribu guardó destellos de luz en sus ropas hasta que el resplandor llegó a enceguecerlos. De nuevo eran iguales. Precisarían una luna engendrada o un sol más poderoso que los alumbrase. El más sabio, entonces, decidió enterrar las sayas. Uno, cualquiera de aquella tribu nómada, codició los resplandores. Caminaron; antes del atardecer, aquel avaro de las luces abandonó a los suyos. Mientras tanto, en la noche de la arena, con un trozo de leña humeante, el sabio escribió que ninguno hallaría toda la luz concentrada. Según Parmenio, las sayas permanecen en el desierto; su luz no se ha extinguido, y ahora aquel avaro es, quizás, polvo de esqueleto levantado en las tormentas.

Este es un relato olvidado, repito. Confío en su invención. Lo que, al parecer, sí sabía el paisano fue el modo como crearon su cementerio. Llamarlo así es impreciso porque nuestra imaginación, de inmediato, configura un cerco. Para los nómadas guajiros, la arena era una página y era la mortaja que envolvía a los muertos. Todo el desierto era un cementerio. Sin embargo, dejar marcas en él, era tanto como ararlo. A menos que durmiesen muy cerca de ella, una tumba no podía ser reconocida al día siguiente. Por eso, terminaron enterrando sus muertos en las rayas bermejas del atardecer, en el aullido de una bestia nocturna, en la arena furiosa de la tormenta, en el sigilo del escorpión, en la breve sombra del pájaro…

Está bien que no me entiendan. Tampoco comprendí a Parmenio cuando me lo dijo. La explicación es muy sencilla. De tiempo en tiempo, tenían que morir. Su sepulcro no podía ser menos diverso que su vida; por tanto, las condiciones que los acompañaron en el instante de la muerte, eran su tumba. Según Parmenio, la tribu desarrolló su memoria para honrar a los muertos, porque debían recordar cada acontecimiento por nimio que fuese. Uno, cualquiera de la tribu, murió cuando la línea del horizonte alcanzó la altura de la arena; en el mismo momento, aleteó un cardenal y el balido lejano de una cabra acompañó el cierre de sus ojos. Allí fue enterrado. Si los acontecimientos se conjugaban de nuevo, debían parar y ofrecer un rito por el hermano, compañero o hijo muerto. En ocasiones, no visitaban la tumba por completo, se acercaban en el tiempo, en las imágenes, en los sonidos: la atisbaban en un agudo silbo, en el astroso olor de un animal oculto, en el tenue golpe del viento nocturno contra una hoja. Por eso, morir era permanecer en todo el desierto. No faltó quien fuese enterrado en el sueño de un miembro de la tribu. Esa responsabilidad conllevaba una mayor: en su descanso florecía la imagen de otro hombre o mujer conocido por todos.

En el centro del país, Bogotá o Medellín, aunque no estén en el centro, poco supieron de esas arenas. Dudo que Parmenio las conociese, pero era inteligente y sus oídos no desperdiciaban una buena historia. Por eso la narró. Además, entendía la música de las voces, del canto y el acento de las palabras. Murió sin quejas: un tumor cerró su garganta. El día que me enteré de su muerte, escuchaba al barítono Mattia Battistini. Fue él quien me lo dio a conocer. Esa noche o cualquier noche después, soñé. Frente a una tumba abierta, vi a Parmenio señalar la tierra: «Cuando desciendas, entenderás la música», dijo. Luego, en la palma de su mano brilló una moneda de una sola cara: «Es como la vida y está donde crees que tienes la tuya», volvió a decir. Ahora despierto cuando escucho la voz de Battistini, una de sus arias es la tumba de Parmenio en mi memoria.

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El presente texto fue el relato ganador, en el año 2018, del concurso de cuento corto de la Universidad Cooperativa de Colombia sede Medellín.

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* William Tamayo Agudelo es de Medellín, Colombia. Recibió, de la Universidad de Antioquia, los títulos de psicólogo y magíster en psicología. Actualmente, es profesor en la Universidad Cooperativa de Colombia (UCC). Ha publicado artículos relacionados con la memoria autobiográfica, alucinaciones y salud mental en revistas especializadas en psicología y psiquiatría.

 

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