Literatura Cronopio

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BON NUIT, TRISTESSE

Por: Jotamario Arbeláez*

Todos nos tenemos que morir. Inclusive nosotros mismos. Incluidos los que queremos.

A lo que nos resistiremos es a que mueran aquellos de quienes nos declaramos idólatras. Ídolos por quienes nuestro vivir adquiere un mejor sentido. Quisiéramos perpetuarlos con el deseo, el más potente y milagroso de nuestros dones.

El mundo será menos amable cuando desaparezcan Fidel Castro, García Márquez, Mick Jagger, Ignacio Ramírez, R.H. Moreno Durán, minados todos ellos por sendos cánceres. Pero quienes de ninguna manera desaparecerán, porque supieron imprimir su rastro digital en la historia que nos compete.

Cuando muere una persona que uno ama se va con ella la parte de uno que le pertenece y que a veces es más grande que uno.

He sufrido tanto por las desapariciones de mis amores que ya ni ser tengo.

Cuando mi pequeña María de las Estrellas se precipitó en el abismo me fui con ella, con la mala suerte de supervivir. Pero la recuperé con otra hija que me dio el vientre de la vida y hoy me alzo con la felicidad de bailar la conga en el filo de mis navajas.

Me han dado en la cabeza las desapariciones de mis poetas amigos a cuya antología sumo a Carlos Pizarro y Simón González. Y estoy pendiente –para buscar de impedirlo– del viaje al occidente, como en ‘José y sus hermanos’ llama el hermano Thomas Mann a la muerte, de cada uno los escritores que amo.

Y preciso. Mientras voy rellenando mi biblioteca en el nuevo estudio de la colina, esa habitación con vista sobre la sabana ensoberbecida de luces,

me llama mi impenitente amigo Alfredo Rey, de París, para darme la infausta de que pasó a engrosar Pere Lachaise la jovencita que me sacudió los testículos literarios

cuando a sus 19 años publicó ante mis ojos atentos al deslumbramiento la novela ‘Bon jour tristesse’, en 1954, Francoise Sagan.
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Leí en mi adolescencia rampante esa novela escabrosa, jubilosa y feroz, que escandalizó de tal manera no sólo al ‘tout Paris’ sino a la propia casa de la precoz escritora,

al extremo de que el padre al ojear los originales le pidió horrorizado que para preservar el honor de la familia se consiguiera un apellido postizo,

lo que hizo que adoptara el Sagan –tomado de un personaje de Proust–, en reemplazo del Quoirez que seguramente no le hubiera reportado ningún éxito literario

(lo mismo había sucedido con Pablo Neruda, a quien su padre ferrocarrilero le prohibió, para impedir la deshonra, que utilizara para sus poemas el Reyes Basoalto, y el poeta emputado hasta le devolvió el Neftalí).

Narraban los cuatro millones de ejemplares vendidos en el mundo de esta novela,

el despertar erótico de una adolescente millonaria que, sin ningún prejuicio a la vista, hacía el amor por placer sin quedar embarazada en ningún capítulo,

en ese tono melancólico y sulfuroso propio de la inmediata posguerra, que después adoptaría la ‘nouvelle vague’ para sus películas.

Se confundía a la heroína Cecile con la autora, tan joven como adicta a la cocaína y otras sustancias que se te meten en el cuerpo a inflamarte el alma.
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Callejera de Saint Germain, con su cabello a la garçon y sus escotes bandeja,

amiga de los existencialistas en boga y de Juliette Greco en las cavas, la de las medias negras y la voz de profundis ‘spiritual’ y melancólica,

amante de los casinos rapaces y de los autos veloces, en uno de los cuales se estampilló como Camus pero sin percance perpetuo,

publicó más de treinta títulos, todos arrastrados por el éxito del primero,  que la llenaron de dinero hasta que la tesorería le pasó la cuenta.

Fue en tal forma la estrella de nuestra generación que quienes no le podíamos imitar el estilo le copiábamos el peinado.

Tal como nosotros, los jóvenes anticristos con bluyines americanos, declaraba que siempre había amado tentar al diablo.

Este objeto de la curiosidad sexual francesa cuenta que cuando apareció su novela, el sagrado y ultraconsagrado novelista Francois Mauriac se refirió a ella como esa “charmant petite monstre” (encantadora pequeña monstruo). Ante este encantador terminacho, concluye, “ya estaba hecha.”

Murió de una embolia pulmonar, a todas luces producida por los cuatro millones de tabacos que se tragó.

Ella misma había redactado, en 1988, para el ‘Diccionario de letras francesas contemporáneas’, la siguiente recensión: “F.S. Hace su aparición en 1954 con una pequeña novela, ‘Bon jour tristesse’, que produce un escándalo mundial. Su desaparición, tras una vida y una obra por igual alegres y borrascosas, no fue un escándalo más que para ella misma”.

‘Adieu, tristesse’. No creas. A mí también me escandaliza tu muerte.  Como todas las muertes.
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*Jotamario Arbeláez nació en Cali, Colombia, en 1940. Destacado representante y cofundador del movimiento nadaísta colombiano. Desde su primer libro, El profeta en su casa (1966), Jotamario demostró la ironía y la mordacidad que había asimilado a través de sus lecturas de los creadores surrealistas. En 1980 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Oveja Negra y Golpe de Dados, con Mi reino por este mundo (1981). Otros libros publicados: El libro rojo de rojas (1970), en colaboración con Elmo Valencia; la antología Doce poetas nadaístas de los últimos días (1986) y El espíritu erótico (1990), antología poética y pictórica realizada junto con Fernando Guinard. En 1985 ganó el Premio Nacional de Poesía Colcultura con La casa de la memoria.

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