Sociedad Cronopio

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ISLAM Y DEMOCRACIA, ¿CONTRAPUESTOS O COMPATIBLES?

Por Juan Pablo Convers Valderrama*

La compatibilidad, o no, entre el Islam y la democracia es uno de los debates socio–políticos contemporáneos más acalorados suscitados en el seno de la Ciencia Política. La discusión ha girado en torno a dos discursos opuestos que esgrimen argumentos en favor o en contra de una u otra posturas provenientes tanto de representantes del mundo musulmán como del occidental no musulmán.

La disputa se centra en el hecho de que la gran mayoría de sociedades gobernadas por Estados de confesión musulmana —y cuyas cuestiones jurídicas, políticas, económicas y sociales se ven reguladas hasta lo más mínimo por la Sharia (interpretación oficial de la ley coránica) y la Sunna (interpretación oficial de los dichos y hechos del Profeta)— son países teocráticos de corte autoritario o totalitario con índices mínimos o nulos de libertades civiles y alarmantes casos de violaciones sistemáticas de los derechos humanos.

De los 57 miembros que agrupa la Organización de la Conferencia Islámica, incluyendo la Autoridad Nacional Palestina, sólo unos cuantos (Benín, Guyana, Malí, Senegal, Surinam e Indonesia) son clasificados como países «libres» por el informe de libertad en el mundo de la reconocida organización Freedom House. Es decir, sus sociedades se asientan sobre un terreno árido en donde la democracia y los valores liberales no pueden sembrarse ni ser cosechados. La controversia radica pues en la respuesta e interpretación que se le dé al por qué de esta situación.

Por un lado, se encuentran quienes defienden la teoría de la incompatibilidad inherente entre amabas ideas o concepciones argumentando que el Islam, soportado en el Corán y la Sunna, se opone abiertamente a la tradición democrática por cuanto los textos sagrados musulmanes, partiendo de su interpretación literal, evocan en los individuos comportamientos radicalmente antidemocráticos que funden inexorablemente lo político con lo religioso legitimando la opresión social como un mandato divino. Según esta postura, el Islam no sólo se contrapone a la democracia sino que incluso la niega pues el pensamiento divergente y la libre opinión resultan ser comportamientos heréticos contrarios a la voluntad de Allah; negando deliberadamente la libertad, el pluralismo, los derechos de la mujer e imponiendo pena de muerte a los homosexuales.

Por el otro, están aquellos que afirman que tal tendencia antidemocrática no emana de los principios fundamentales del Islam, sino de una interpretación errada y radical de los mismos que líderes y dirigentes caudillos instrumentalizan para legitimar sus abusos y controlar arbitrariamente a las sociedades.

Así, aseveran que el Islam, al igual que el Judaísmo y el Cristianismo, es una religión pacífica y pacifista; y que, por tanto, el problema radica en la cultura, costumbres y tradiciones propias de las sociedades gobernadas por instituciones teocráticas que abonan el terreno a una Sharia extremista y anacrónica anclada en los tribalismos árabes propios del siglo VII. Según esta visión, prima desafortunadamente en el mundo musulmán la interpretación sesgada y manipulada del Islam por parte de unas cuantas élites aferradas al poder a partir del control social desde el discurso religioso.

Cuestión que ha generado una estigmatización por parte de Occidente de la comunidad musulmana en su totalidad, la cual es percibida como enemiga de los valores democráticos y una amenaza para la civilización judeo–cristiana. Se totaliza al Islam como un ideario que legitima la tiranía y se generaliza a todo musulmán como terrorista o islamista radical.

Frente a este debate, en lo personal, me adhiero a la postura recién expuesta. Considero que Islam y democracia no son conceptos inherentemente contrapuestos; que la falta de libertades en los países musulmanes se halla estrechamente vinculada con las tradiciones y costumbres propias de sus sociedades y al manejo político corrupto y autoritario de sus dirigentes; y que el Islam y su doctrina al igual que sus pares monoteístas no representan de ninguna manera una amenaza para la modernidad y los valores occidentales siendo la generalización negativa de sus creyentes un discurso artificial al servicio del poder. Paso a explicar mi posición:

Según el informe «Mapping the Global Muslim Population» recién publicado por el estadounidense Centro Pew de Religión y Vida Pública, actualmente casi uno de cada cuatro individuos en el mundo es musulmán. Lo que significa que unas 1.570 millones de personas profesan abiertamente el Islam, desplazando al catolicismo como la religión con mayor número de fieles y erigiéndose como la fe que se extiende con mayor rapidez en el planeta. Sin embargo, tan contundentes afirmaciones, más que llamar la atención, suelen desafortunadamente causar crispación y alarma entre buena parte de los habitantes del llamado mundo occidental, evocando de manera paranoica la polémica tesis del «Choque de Civilizaciones».

La teoría propuesta en 1.993 por Samuel Huntington estableció que las guerras y conflictos internacionales de la post Guerra Fría se sustentarían en divergencias culturales insalvables propias de la interacción entre siete u ocho grandes civilizaciones; en donde el choque fundamental de la política mundial estaría inexorablemente protagonizado por la pugna entre el Occidente cristiano y un mundo musulmán beligerante en expansión. Situación ante la cual resultaría indispensable fortalecer la capacidad disuasiva de Occidente para repeler la amenaza y contener su propagación.

No obstante, un nuevo escenario en el que el 23% de la población mundial son seguidores del Islam en acelerado crecimiento; en vez de respaldar las ideas de Huntington, convierten su planteamiento determinista en una gran mascarada generadora de divisiones y antagonismos otrora inexistentes, pero hoy políticamente necesarios.

Para empezar, el llamado mundo islámico no se ha articulado (ni parecen ser éstas sus intenciones ni posibilidades) en torno a un bloque panislamista que manifieste una abierta oposición a los valores e intereses occidentales por cuanto las naciones islámicas conforman a su vez una variopinta amalgama de culturas e identidades que hacen imposible una coordinación sistemática de hostilidades amparadas en argumentos religiosos.

Así, menos del 20% del total de musulmanes son árabes, concentrándose el grueso del Islam (un 60%) en el centro y el sudeste de Asia; en países como Malasia, Indonesia y Singapur, los cuales (además de Turquía, Emiratos Árabes, Omán, Qatar, Bahrein y Arabia Saudí en Oriente Próximo) han mantenido por décadas una relación de pragmatismo económico y cooperación estratégica con las potencias occidentales, en especial con los Estados Unidos.

Contrario a lo que se ha hecho creer, la hostilidad militante de islamistas radicales, personificados en la figura de Osama Bin Laden y la organización terrorista Al–Qaeda, constituyen una exigua minoría de menos del 1% del total de creyentes que gozan del repudio y el descrédito de la gran mayoría de seguidores de Mahoma.

Además, es cada vez más evidente la limitada capacidad con que cuentan dichos grupos para acceder al poder político y hacerse con el control de los Estados. Más aún cuando, del total de musulmanes, tan sólo entre el 10% y 13% son chiítas y entre el 87% y 90% son sunitas; cuestión que, entre otros factores, ha llevado a casi la totalidad de países árabes a mirar con desconfianza y recelo la revolución iraní y el expansionismo de su Sharia radicalista.

Actualmente, las grandes corporaciones multinacionales cuentan con mayor poder de influencia sobre el sistema político que las temidas organizaciones terroristas, cuyas pretensiones globales de imponer por la fuerza su interpretación de la ley coránica se muestran risibles bajo esta lógica.

De manera que la expansión del credo musulmán no es una señal apocalíptica de la profetizada gran batalla Oriente–Occidente, sino más bien una muestra de tolerancia y aproximación intercultural entre sociedades con valores distintos más no contrapuestos. La globalización, y no las bombas ni los fanatismos, ha sido el puente que ha permitido el libre flujo de ideas, creencias y visiones de un mundo que más que radicalmente dividido se halla interconectado e interdependiente. Como se demostró en Afganistán (2001), en Irak (2003), en Georgia (2008) y Gaza (2008–2009), y en la región china de Turkestán Este (2009) las guerras y conflictos del siglo XXI, como ha sido siempre, se librarán esencialmente por el control estratégico de los recursos y del territorio; aunque no faltará quien las justifique y legitime, por conveniencia política, como un «choque de civilizaciones».

Por otra parte, los textos sagrados del Islam no responden a una lectura unificadora; obedecen a las interpretaciones diversas de las élites político–religiosas y demás grupos de poder que se aprovechan de la pobreza e ignorancia (derivada muy en parte del analfabetismo extremo) de las poblaciones para implantar sistemas rígidos y opresores que redundan en beneficios particulares para los gobernantes quienes viven contrariamente a los mandatos que imponen a sus ciudadanos (Omar al–Bashir en Sudán, Muammar al–Gaddafi en Libia, Abdullah bin Abdulaziz en Arabia Saudí, el Ayatolá Alí Jamenei en Irán, el Sultán de Brunei).

Según Husain Haqqan, reconocido académico y diplomático pakistaní, el «cuarenta y siete por ciento de los musulmanes son analfabetos, no pueden leer ni escribir, nunca han asistido a la escuela. Hay, por lo tanto, una crisis de conocimiento en el mundo musulmán. El árabe es el idioma de casi trescientos millones de personas, pero anualmente se publican más libros en griego, idioma que sólo hablan quince millones de personas. Sólo hay quinientas universidades en el mundo musulmán, comparadas con las cinco mil que hay en Estados Unidos y las ocho mil que hay en la India».

La religión es instrumentalizada como una herramienta de control social al servicio del poder político. De manera que la Sharia totalitaria es una lectura tergiversada y deliberada de los textos sagrados islámicos que ha impedido la contextualización del Islam en el escenario político–social del siglo XXI. Afirmar que el Corán y los dichos y hechos de Mahoma promueven y apuntan a la tiranía, la opresión, la desigualdad, la guerra, el odio y el desprecio por los individuos de credos diferentes es tal como decir que el cristianismo y el judaísmo son concepciones religiosas violentas a partir de la interpretación literal y exegética de muchos apartes del Antiguo Testamento.

Casos como los de India, Indonesia, Bangladesh, Pakistán y Turquía son una muestra de que la religión de mayor crecimiento en el mundo es flexible a un proceso de adaptación a una estructura política moderna liberal y pluralista; pues cada día hay más musulmanes viviendo y conviviendo en sociedades democráticas (como las comunidades musulmanas de Europa Occidental, Estados Unidos y, en menor medida, América Latina) sin que ello contravenga sus convicciones religiosas.

Sin embargo, la transformación de las teocracias islámicas en democracias musulmanas se presenta como un complejo proceso que dependerá del progreso y desarrollo educativo de sus poblaciones (que genere la toma de conciencia sobre la instrumentalización del Islam) y fundamentalmente del pragmatismo de sus caudillos; de quienes resulta improbable sacrifiquen sus privilegios, modificando tan anacrónicos sistemas feudales, en  favor de sociedades abiertas. Es deber de los musulmanes y no musulmanes conocedores de esta realidad buscar mecanismos eficaces que permitan transmitir estas cuestiones a una mayoría musulmana ignorante, manipulada y oprimida que consciente de su situación se convierta en un agente de presión necesario para promover el cambio.

El camino es largo y difícil aunque, como lo demostró hace unos meses Twitter en Irán, la globalización es un buen aliado.
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* Estudiante de ciencias políticas de la Universidad Pontificia Bolivariana.

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