Literatura Cronopio

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POR MI CULPA

Por Carlos Uribe de los Ríos*

DE LA SOSPECHOSA DESAPARICIÓN DE UN FRAILE

Cuando vio la cama tendida, libres los cuatro ganchos de alambre y la repisa limpia, sin un solo libro, el padre maestro de coristas entendió que fray Conti se había volado para Alemania.

Se lamentó de no haber tomado medidas más fuertes, antes de que fuera tarde, desde que sospechó que las cosas iban mal y podrían empeorarse. Tiró la puerta con impaciencia, bajó las escaleras rápido y llamó por el teléfono de la sala de visitas de los sacerdotes al padre provincial para darle la noticia. El estudiante de teología más destacado había desaparecido del convento y con seguridad estaba ya en manos de los pastores protestantes que lo habían convencido no solo de dejar los hábitos sino también de abjurar de la religión católica para seguir los pasos de una secta que se había empeñado en seducirlo.

Me tocó ver cómo le temblaba el teléfono en la mano y su voz era la de alguien no solo indignado sino desconcertado. Por más que trataba de aceptar la realidad no podía manejarlo. ¿Qué había fallado en todo aquello? Le preguntó al padre provincial, que hablaba al otro lado de la línea de los designios de Dios, sin obtener una respuesta directa.

Alcanzó a decirme —porque en ese momento yo estaba por casualidad en su despacho— que la comunidad de La Porciúncula no debía enterarse aún, pues no resultaría prudente propiciar un escándalo sin estar completamente seguros, según le había recomendado el padre López, y ante la insistencia en la seguridad de lo que le contaba, el superior provincial replicó que no podrían estarlo pues había sucedido antes con otros frailes que desaparecían varios días, por causas imprevistas o por tentaciones del demonio, y luego aparecían cargados de disculpas y de remordimientos.

Sin embargo, el padre Calle insistía en que la situación con fray Conti era diferente. Estaba seguro de que se había ido de la comunidad, y quizás ya del país, porque no solo las circunstancias lo indicaban, sino también por el pálpito interior que sentía desde la mañana muy temprano y le hacía estremecer el cuerpo de sorpresa e indignación.

Le explicaba el provincial que la amistad con unos cuantos pastores protestantes no podía hacerles caer en la trampa de la facilidad. Quizás se enclaustró en alguna parte para dedicarse a escribir, sin atinar a avisarle a alguien. Usted sabe cómo es él, siempre excéntrico e impredecible.

Lo que pasa, explicó el maestro de coristas, es que él ya le había comentado a dos o tres de los frailes más amigos que estaba pensando en serio en irse para Alemania a hacer un doctorado en teología, pues le ofrecían todo. Pasajes, residencia en la universidad, libros y acceso a todas las bibliotecas necesarias, empleo como asistente de un profesor titular para que tuviera algunos marcos en el bolsillo, y discreción para que nadie en Colombia, en mucho tiempo, supiera dónde se encontraba. Incluso, cuando se graduara, podría irse a cualquier país de América Latina, si era su decisión no regresar aún a Colombia.

El padre provincial, por primera vez, creyó que el asunto resultaba más complejo de lo sospechado. Preguntó entonces por qué no se había hecho nada en concreto si se tenía tanta información. Y el padre Calle, aturdido aún, explicó que estaba seguro de manejar la situación y de mantener a raya al fraile antes de que cometiera una locura. Ahora le preocupaba en serio que las cosas se le hubieran salido de las manos y sobre todo, el escándalo que se les iba a venir encima apenas la comunidad se enterara de los detalles y la prensa contara el caso con titulares de miedo.

La prensa no dirá nada si mantenemos esto en silencio, contestó el padre López, tajante. Primero nos hemos de asegurar de que fray Conti ya se fue. Hay que llamar a la familia, preguntar más detalles a los coristas amigos suyos, averiguar en las líneas aéreas que viajan a Europa si se ha embarcado alguien con su nombre, y apenas se confirme todo, decirle la verdad sin demasiados detalles a la comunidad de La Porciúncula con el pedido expreso de que la noticia no salga de allí.

Los dos estaban de acuerdo en asegurarse de que se había ido, pero el maestro de coristas me expresó sin titubear que no podía estarlo en aquello de contarles a los demás. Sería mejor, dijo, hablar reservadamente con los frailes que saben del asunto para pedirles silencio en bien de la comunidad.

Pero los peligros de un rumor a manera de alud incontrolable frenaban otros pensamientos del provincial. Estaba convencido de que eso sería peor, y le dijo al padre Calle que se acordara del cuento de García Márquez que hablaba de un rumor que se echó a rodar en un pueblo y al final todo el mundo terminó yéndose muerto de miedo. Y no tuvo temor alguno de ser enfático en su posición, pues no se prestaría a que ello pasara en su comunidad, golpeada otras veces por chismes basados en una realidad que se oculta con buenas intenciones.

El padre Calle no daba su brazo a torcer. Me argüía, y le repetía al provincial, que mientras se confirmaran los detalles de la historia, así se necesitaran varias semanas, era conveniente no reconocer de modo oficial el hecho, aunque los rumores no dejaran de circular dentro y fuera del convento. Es mejor una historia sin piso aunque cree alarma, que una revelación desafortunada, sentenció.

Quizás lo mejor sería un comunicado oficial del superior provincial, dirigido a todas las casas y conventos, en el que se dijera qué sucedió y aclarara que los superiores de la Provincia y de La Porciúncula lamentaban lo sucedido, explicó a su vez el padre López, haciendo ver que no lograrían un acuerdo por ahora y que resultaba mejor conversar personalmente.

El maestro de coristas delegó algunas responsabilidades con el fin de obtener la mayor información en el menor tiempo posible. Me tocó llamar a la familia, donde nadie parecía tener la menor idea. Incluso, un hermano de fray Conti amenazó con poner el asunto en conocimiento de las autoridades si en veinticuatro horas la comunidad no les daba noticias del desaparecido. Los amigos tampoco pudieron aportar detalles. Su historia, apenas fragmentaria, no tenía ningún dato preciso. No sabían si la decisión era en firme, si el viaje era inminente, ni cuál era la iglesia protestante que le ofrecía una vida en Alemania, y ni siquiera en qué ciudad iba a estudiar. Nada. No se atrevían a llamar por teléfono a las comunidades protestantes registradas en el directorio telefónico y ni siquiera a preguntar en la embajada alemana sobre quiénes estarían en capacidad de ofrecer tales condiciones a un joven colombiano, y menos, a comunicarse con la Curia Arzobispal para informarse de manera confiable sobre la presencia y actividades de los protestantes en Bogotá. Cualquier averiguación por fuera de las estrictamente conventuales daría al traste con el sigilo.

Al día siguiente no tuvieron más remedio, de acuerdo ya el provincial y el maestro de coristas, que dar a conocer a la comunidad lo que presumiblemente había sucedido, sin detalles y dejando en claro que el fraile sería acogido de nuevo entre los franciscanos si regresaba en un plazo razonable y reconocía abiertamente sus equivocaciones.

Pero el padre Calle no se daba por vencido. Solicitaba a otras personas que llamaran a la casa de fray Conti a ver si daban el brazo a torcer y revelaban algún detalle o dejaran al descuido la más mínima pista. Sin resultados. Siempre decían que no tenían la menor idea y que eran los primeros en reclamar noticias de parte de los franciscanos. Aunque tampoco revelaban demasiadas preocupaciones, y eso resultaba bastante sospechoso.

Le había pedido a un sacerdote diocesano amigo suyo, párroco en el sur de Bogotá, que averiguara acerca de las actividades de las sectas protestantes, procedentes de Alemania, en la ciudad. Sobre todo, quiénes eran sus pastores y cuáles eran las personas que se entendían de manera directa con los europeos. Sin embargo, nunca los informes pasaron de nombres criollos, de direcciones de iglesias modestas y de buenas referencias.

Le escribió entonces a un fraile alemán que alguna vez había venido a Colombia, para ver si por ese medio resultaba menos complicado dar con el paradero del corista desertor y salir de dudas de una vez. Pero encontrar un estudiante colombiano en las decenas de instituciones protestantes dispersas por aquel país, en las que además había abundantes vocaciones de América Latina, resultaba una pesquisa imposible. Y un asunto de semanas.

Los intentos del padre Calle no cesaron hasta que el padre provincial, meses después, lo llamara por teléfono desde su despacho y le dijera que no se esforzara más en certificar la suerte de fray Conti. La familia había recibido un telegrama desde Frankfurt en el que decía que estaba bien, que estudiaba alemán y teología y que les contaran a los franciscanos en Bogotá que se sentía mucho más comprometido en su nuevo proyecto.

DEL FRAILE QUE ESTABA TRAGADO DE LA VIRGEN

Al otro día de llegados a San Nicolás para el año de noviciado, todos sabían ya de la virgen. Solo que como era época de vacaciones escolares ella no aparecería hasta finales de enero, antes de que volvieran las estudiantes al colegio de las monjas.

La expectativa fue creciendo cada vez que alguno de los novicios que terminaban su preparación y se aprestaban a hacer votos, hablaba de ella en los momentos de esparcimiento y en el coro, durante la segunda misa de la mañana que se rezaba para los fieles de los alrededores, entre ellos las monjas.

La virgen podía tener entre quince y dieciséis años, blanca, de estatura mediana, delgada, de facciones delicadas y cierto parecido con las representaciones y estatuas más conocidas de la Virgen María, de quien derivaba su sobrenombre. Eso era lo que decían los frailes. Y añadían que iba todos los días a misa en compañía de las hermanas del colegio, que comulgaba invariablemente y que de salida, cuando iba caminando por el pasillo central de la iglesia, miraba con disimulo hacia el coro para buscar entre todos los novicios al que le gustaba en secreto.

Llegó la mañana en que entraron las monjas a la iglesia para la misa de siete, seguidas de varias muchachas uniformadas con la misma falda gris, blusa blanca, saco azul oscuro, zapatos negros y medias blancas. Sobre la cabeza llevaban un manto negro que se recogía sobre sus hombros. El único de los novicios que pudo ver si entre ellas estaba la virgen fue fray Villa, quien se disponía a oficiar de acólito en la ceremonia. Los demás estaban en el coro, bastante alejados de las tres candidatas sometidas al juicio de los frailes debido a la enorme carga de expectativas.

Los novicios estuvieron pendientes del momento en que todas se voltearían mirando hacia la puerta, después de la comunión, para tratar de verlas en esos segundos y deducir si la virgen era alguna de las que se mezclaban entre las monjas. Preciso. Debía ser la última de la fila de fieles que recibieron el sacramento y se devolvieron piadosamente hacia sus bancas. Pero como llevaban manto y la cabeza agachada por la devoción, no pudieron tener ninguna certeza. Parecía ella.

La espera duró hasta la salida de misa, cuando las monjas encabezaron de nuevo la fila que se retiraba de la iglesia. Ella seguía siendo la última, aún demasiado recatada como para atreverse a mirar hasta el coro y enterarse de la presencia allí de frailes nuevos, como todos los años.

Fray Villa fue entonces el que pasó la noticia luego de las oraciones previas al desayuno, en el refectorio. Debía ser la virgen, según los datos de los anteriores novicios que después de profesar sus votos temporales se habían ido de vacaciones a una finca en Arbeláez, antes de establecerse en el convento de La Porciúncula, en Bogotá. Debía ser ella, pues en el momento de sostener la patena, cuando el oficiante repartía la comunión, pudo verla muy de cerca aunque sin tiempo tampoco para observar su cara en cada detalle y confirmar la descripción tantas veces escuchada.

A los pocos días todos la distinguían tan pronto aparecía por debajo del coro de la iglesia, mezclada entre las monjas, por su forma de caminar, su cara tan blanca, su pelo negro y largo y porque, sin falta, a la salida de la misa de cada día, dirigía una mirada rápida al coro como para familiarizarse con la docena de muchachos que habían vestido el hábito.

Uno a uno la fueron viendo bien de cerca, en el momento de acompañar al sacerdote en la ceremonia de repartir la comunión a los fieles. Y los comentarios se sucedían en el primer tiempo libre de la mañana, después de las clases con el padre Roldán y de tomar las mediasnueves.

Todos coincidían en que era hermosa, quizás tímida, de facciones muy pulidas y de ojos bellos, por lo que se merecía bien el apodo con que la bautizaron tres años atrás, desde cuando comenzó a trabajar con las monjas del colegio.

Ningún otro dato estaba a mano de los frailes. Ni siquiera su verdadero nombre, puesto que nunca se entraba en contacto con nadie extraño, así fuera una monja del vecindario. Por ello, las conversaciones casi siempre hacían cábalas alrededor de las pocas cosas deducibles. Por el hecho de irse a vacaciones, cada año, se había descartado la posibilidad de que se hubiera criado entre las religiosas. Debía ser de algún sitio cercano, y simplemente trabajaba con ellas, de pronto a la espera de tener más edad y acumular méritos para hacer su ingreso formal al aspirantado de la congregación.

No mucho después, las discusiones amistosas en el coro, al final de la misa para los fieles, se enredaban en quién era en realidad el preferido de la virgen. Ella ya los había visto también a todos cuando recibía la comunión y debía buscar a alguno entre los once que cada mañana estaban pendientes de sus ojos.

En la soledad de su celda y de sus pensamientos, cada uno de los novicios anhelaba ser el privilegiado sobre el que la virgen detenía su mirada. Les causaba cierta emoción la posibilidad de convertirse en alguien observado, detallado, llamativo y quizás amado por una jovencita que debía saber perfectamente que nada pasaría del cruce emocionado de los ojos de ambos a la distancia, o en el momento de la comunión en la mañana que les correspondiera el turno de acolitar la misa.

Por eso fueron presa de la risa, de la sorpresa y de la angustia, meses más tarde, cuando antes de que comenzara la clase de latín, fray Villa se acercó repentinamente al escritorio del padre maestro con el libro para traducciones en la mano, y en vez de hacer alguna consulta sobre el tema del día, cayó de rodillas al piso, agachó su cabeza hasta el suelo y comenzó a contar una historia perpleja cuando el maestro le autorizó la palabra.

Dijo que desde la primera vez que vio a la virgen había quedado turbado por su belleza y por su sencillez, pero creyó ser capaz de superar este estado en breve tiempo. Mientras permanecía en el coro, durante las ceremonias que se oficiaban para los fieles del vecindario, podía controlar perfectamente sus emociones, pero cada vez que ayudaba la misa y le tocaba acompañar al sacerdote a repartir la comunión, se le volvía a meter su imagen entre pecho y espalda para no abandonarlo en días enteros en los que se sentía poseído por su imagen. Sin embargo, su sentimiento era completamente puro, alejado de todo pecado y de cada mal pensamiento. Ni se le pasaba por la cabeza nada que le diera siquiera vergüenza, pero se sentía mal, tan mal que se había creído en la obligación moral de decir la culpa, porque en vez de ir dominando sus sentimientos por la virgen, ella permanecía en su pensamiento más que cualquiera otra persona, hasta el punto de impedirle la debida concentración en muchas de sus responsabilidades.

El padre maestro lo observaba fijamente, sin pestañear siquiera, serio y al parecer un poco desconcertado. Por ello, esa misma tarde fray Villa contó que el padre Roldán, que le había dicho en el salón de clase que rezara un avemaría y mejor hablaran del tema en su celda, antes del rezo comunitario del Oficio Divino correspondiente al medio día, no tenía ni la más mínima idea de si el fraile hablaba de la Virgen María y de una repentina y exagerada devoción mariana, o de alguien que los novicios denominaban así y él desconocía por completo.

Un día después, la virgen dejó de asistir a la misa para los fieles vecinos por espacio de dos meses, período en el cual fray Villa debía estar completamente seguro de sus sentimientos y del sentido de su permanencia en el noviciado. En silencio, otros frailes tomaron para sí mismos el plazo, porque aunque no habían salido a decir la culpa y confesar su turbación interior ante la presencia de aquella joven, sentían lo mismo que el fraile que, según el padre maestro, Dios había sometido a prueba muy a tiempo.

* * *

Los presentes cuentos hacen parte del libro «Por mi culpa», publicado por Ediciones La Pereza, Miami, Florida, 2020.

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* Carlos Uribe De los Ríos. Escritor y periodista colombiano nacido en el municipio de Belén de Umbría, Risaralda, en 1946. Estudió filosofía y letras en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Trabajó durante cinco años en el periódico El Colombiano como redactor de asuntos culturales. Hizo parte del equipo fundador de El Mundo, en 1979, donde se desempeñó como coordinador de información cultural y luego, durante dos años, como jefe de redacción. También fue columnista de este diario durante unos ocho años.

Se fue a Bogotá. Trabajó en El Tiempo como redactor económico; en la revista Hoy X Hoy, como editor; como profesor en la Universidad Externado y como funcionario del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe. Estuvo un año como jefe de extensión cultural de la Universidad de Antioquia y volvió a El Tiempo, en la capital, como editor de la sección Bogotá, y fue durante seis años editor de la Revista Credencial. Antes de regresar a Medellín fue coordinador de la especialización en periodismo de la Universidad de Los Andes.

Fue profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia (donde dirigió el periódico De la Urbe) y en la Universidad Pontificia Bolivariana.

Actualmente reside en West Palm Beach, Florida.

Correo-e: caruri@gmail.com

Tweeter: @caruri20

 

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