Literatura Cronopio

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Por fortuna, estaba fresco, desayunado y bien cambiado. Solo necesitaba coger mi billetera, una chaqueta, pulverizarme un poco de perfume, asegurar la casa y abordar un taxi. ¿La lavadora? Se apagaría sola. ¿Albania? Llamaría por la tarde. En tales circunstancias, mi mente pensaba sólo en Elía, la desgarbada maestra que para hacer el amor conmigo vestía un polo que hurtó de mi ropero una vez que visitó mi apartamento de soltero, y que me obligaba a quitárselo con los dientes. En los umbrales del clímax, derramaba abundantes lágrimas y me abrazaba suplicándome para que nadie supiera que el placer conquistado la ponía sentimental.

¿Por qué la dejé o por quién? Por Albania, a quien conocí cuando las cópulas sentimentales de Elía conmigo habían superado los veinte meses y se avecinaba la celebración estrafalaria del segundo aniversario. Para aquel rito voluptuoso, nos encuerábamos en su cama de sábanas blancas adornadas con pétalos de rosas frescas, provistos de un pequeño pastel de siete leches que la romántica profesora servía sobre mi piel y la suya. Después, despacio, beso a beso, engullíamos el pastel, su dulce afrodisíaco y practicábamos un amor salvaje. Así era Elía. Debió sufrir mucho después de oír en mis labios lo que para ella sería una terrible revelación:

―La paso de maravilla contigo, eres increíble, pero esto ya no puede continuar. Me enamoré verdaderamente de alguien que me ama tanto como yo a ella. Me caso en un año. Pude callártelo y no buscarte más, pero no lo mereces.

Se lo dije luego de nuestro último contacto feliz una noche primaveral de noviembre. Elía escuchó incrédula, aunque adusta en su orgullo de hembra traicionada.

―¿Estás seguro? ―cuajó una sonrisa triste.

―… ―asentí.

―Entonces vete, y mejor pronto, o no respondo por lo que pueda hacerte ―agitó el puño amenazante.

Mientras me alejaba para siempre de su apartamento por el corredor silente y penumbroso, escuché sus sollozos sentidos, auténticos y conmovedores.

Cincuenta minutos después de la llamada, el vigilante jovial que atendió mi consulta a la entrada de la Escuela de Posgrado me indicó el lado del edificio donde estaba el aula de la Maestría en Psicología del Aprendizaje y me guio hasta una sala de espera cómoda y espaciosa.

―Ella debe aparecer por aquí ―dijo en tono amable el vigilante, señaló una puerta de vidrio amplia, esperó a que concluyera la réplica de mi relato a la señorita Marielena Falcón, me invitó a tomar asiento y regresó al puesto de vigilancia.

Según mis cálculos, Elía debía salir en media hora.

En los últimos meses se me había dado por la lectura literaria. Empezando por Dostoievski, había pasado por Quiroga, Faulkner y Saramago y ahora estaba con Kafka. La noche anterior había leído buena parte del libro y me había quedado donde Gregorio, atraído por la música, se aparece en la sala ante el espeluznado asombro de la madre que, incapaz de tolerar la horrenda apariencia del vástago, le arroja una manzana mortal. Para sobrellevar la angustia de la espera, retomé la lectura, predisponiéndome a suspenderla cinco minutos antes de que concluyeran las clases.

Como soy de aquellos que en cualquier lugar y circunstancia consiguen concentrarse para leer, me sumergí pronto en el mundo simbólico de Kafka. Ni el paso intermitente de algún celoso vigilante o laboriosa oficinista rompió el hilo de mi concentración. Llegado el momento, suspendí la lectura y abrí bien los ojos en dirección del aula de Psicología del Aprendizaje, por cuya puerta debía salir Elía.

En efecto, a las dos de la tarde en punto empezaron a salir los estudiantes de maestría, la mayoría con indumentaria informal. Afiné la vista y escruté en los rostros de los hombres y mujeres que emergían del aula. Oscilaban entre veinticinco y sesenta años. Entre ellos estaba Elía, algo cambiada con relación a mi último recuerdo de ella, con unos kilitos de más, los necesarios como para no verse tan delgada, y hasta más alegre que en el pasado. Vestía un traje sastre, azul marino y zapatos calados de color negro. Llevaba el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Su maquillaje no tenía el escándalo del de las otras mujeres que formaban parte del grupo. El pantalón la favorecía, la blusa blanca le aclaraba el rostro y resaltaba el lunar de la mejilla izquierda. Por ese punto marrón de medio centímetro de diámetro Elía cultivaba una obsesión afrodisíaca. Me pedía, me rogaba, me exigía que allí empezara mi sesión de besos electrizantes antes de cercar su boca cada vez que iniciábamos un duelo amatorio. Ese era su favorito, pero en su cuerpo insaciable había otros puntos donde mis labios, bajo amenaza, atizaban el fuego erótico que la hacía delirar. Venía acompañada de una mujer risueña, de gestos vivaces, unos años menor que ella. Tuve que llamarla cuando pasaba frente a mí sin reconocerme.

―¡Elía…, Elía…! ―dije, de pie, inmóvil en mi lugar.

Pensé en lo bien que se veía con diez años más encima. Algunos ojos curiosos se volvieron buscando mi voz. Luego miraron a Elía que, incrédula, se había parado en seco y me miraba con la sorpresa de sus ojos que aun conservaban la vivacidad con la que me observaban en la intimidad de su departamento de soltera. Fue evidente que no sabía cómo reaccionar. Su acompañante hizo un gesto ambiguo, le dio un beso de despedida en la mejilla y se marchó.

―Hola ―dije poniéndome a un paso de ella.

―¿Tú? ¿Qué haces aquí? ―en su tono había cierto escozor.

―Te lo explicaré, si me concedes un tiempo… breve. Después me iré. ¿Conoces un buen café?

―Sí… ―dudó―; pero mejor, y si no necesitas mucho tiempo, vayamos a un parquecito cercano, donde a esta hora hay bastante gente.

―Está bien, si así lo quieres ―Se echó a andar callada.

Me guiaba a la espera de que yo dijese algo. A la salida, su bolso fue revisado por el mismo vigilante que me había acompañado a la zona de espera y que ahora me despedía con excesiva amabilidad. La calle por donde me guio era de un solo sentido. Caminamos en contra. Ni ella se animó a decir algo ni yo sabía por dónde empezar. Caminamos tres cuadras antes de arriesgar algo:

―Te ves bien.

Elía se volvió seria, incómoda, intrigada. Trató de avizorar la senda de mis palabras. Intentó decir algo, pero se contuvo. Inmutable, siguió mirando al frente, aunque unos pasos más adelante dijo a media voz:

―¿Por qué?

―¿A qué te refieres?

―¿Por qué estás aquí?

―El lugar… a donde vamos, ¿queda lejos?

―No. A la vuelta de aquella esquina ―dijo, refiriéndose al final de la siguiente cuadra―, pero dime: ¿por qué estás aquí?

―Bien. Allí te lo diré. Mejor cuéntame, ¿cómo te va?, ¿sigues en educación?

Me lanzó una mirada metálica, pero antes de hacer un alto involuntario, casi pegada a mí para hacer espacio a una anciana en muletas que venía en sentido contrario, respondió:

―Dejé las escuelas y abrí un consultorio con alguien. Nos especializamos en terapia infantil; problemas de aprendizaje, principalmente. Y vamos bien.

―¿Vamos?

El tono de mi pregunta la incomodó.

―Mi colega y yo. ―Dijo luego, refiriéndose al parque: ―Es por aquí. ¿Ves? Aquel.

El parquecito, pulcro, muy verde y atractivo, quedaba a la espalda de la avenida. Eran unos dos mil metros cuadrados de concreto, plantas de flores muy coloridas y bancas de madera en perfecto estado. Aquí y allá jugaban infantes de distintas edades. Algunos se balanceaban colgados de las horcaduras de los árboles, vigilados por sus nanas o personas mayores que debían ser sus abuelos. También había alguna pareja joven en actitud decorosa. De un lado para otro, discurrían muchos transeúntes, a paso ligero. «El lugar ideal», pensé y la invité a una banca alejada del tumulto, donde podía hablarle a discreción de aquello.

Antes de sentarse, Elía miró su reloj, dio una ojeada al contorno y advirtió:

―Ya estoy retrasada. Te agradeceré si hablas de una vez.

Sus palabras me sonaron a resentimiento. Y no era para menos. Después de cómo la había dejado, no podía exigirle que me tratara mejor. Incluso, empezaba a sentirme incómodo.

―Tengo a la muerte dentro de mí ―precipité las cosas―. En cualquier momento saldrá y no sé quién me la obsequió.

Elía me miró incrédula, confundida; pero intentó:

―Todos nos moriremos. Si a eso te refieres.

―No hablo de esa muerte impredecible, sino de la que tiene alguien que lleva dentro el VIH.

Elía, pálida de asombro, amorró la cabeza, pero la irguió de inmediato, preguntándome con los ojos.

―Sí ―confirmé―. Alguien me contagió y necesito saber quién. De las cuatro mujeres que conocí, la última ya se hizo la prueba. Está limpia. Sigues tú.

Proyectó una sonrisa penosa. Y entendí que por mí, no por ella. De nuevo consultó su reloj.

―Pues siento decepcionarte, Ricardo ―dijo―, y más por ti; pero estoy sana. Me hice la prueba hace un año, para casarme. Dio negativa.

Fue fácil dar con Salomé. A sus veinticuatro años era una cotizada modelo de la pasarela nacional. Cultivaba un noviazgo estable y prometedor con el médico cirujano más requerido de Lima, escultor de señoritas y señoras de alcurnia, artistas y gente de la televisión. Cuando la conocí, la prensa rumoreaba la proximidad de un matrimonio espectacular que apretaría los lazos bastante estrechos ya entre la bella y su escultor, a quien aquella había conocido antes de ser coronada a los veintiuno reina de belleza nacional por un jurado embobado por la figura de curvas asombrosas, rostro suave, sonrisa seductora e inteligencia inusual en una joven de color.

Habían transcurrido siete años desde aquel evento benéfico al que asistió como anfitriona, la noche en que no pudo resistirse a la tentación del BMW negro que me facilitaba la empresa. Aceptó que la llevara a su casa y, una semana después, a un bungalow fuera de Lima, el mismo que solicitábamos cada fin semana y donde seguimos madurando retozos desquiciados hasta cuando puse alto a mi locura por la chispa de remordimiento que Albania despertó en mí dedicando su vida de lleno a contentarme. En todo este tiempo, la fructífera carrera de Salomé en el mundo del modelaje no había tenido tregua.

A los veinticuatro, su belleza pasmaba. De haber estado soltero entonces, qué no habría dado yo por habitar en el pellejo de José Francisco, su prometido, y tenerla solo para mí, lejos de tantos ojos lascivos que la desvestían en las calles por donde ella caminaba. Hacía un año, mi buen amigo Franco, que estuvo al tanto de lo nuestro, se había enterado que el noviazgo de Salomé con José Francisco no se consumaba aun en el matrimonio. Al parecer, el hombre de las manos que fabricaban beldades tenía otras tantas aspirantes a reinas de belleza que negociaban sus tratamientos con él bajo las sábanas.

Me había citado en su cómodo apartamento de Miraflores, adquirido con los frutos de su belleza. Me recibió la mujer de servicio, una cuarentona agradable y servicial que abandonó el apartamento luego de servirme un café y anunciarme que la señorita estaría conmigo enseguida.

Los cuadros, muebles y objetos decorativos, entre los que destacaban pequeñas esculturas con motivos africanos, mantenían a Salomé ligada de algún modo con sus ancestros. El decorador había captado y reproducido con exactitud los sentimientos y gustos de esta.

―Ricardo de mi alma ―dijo apenas me tuvo parado frente a ella―, ¿qué te trae a mi casa?

Ocupó el sofá que estaba frente a mí. Al parecer salía de la ducha, pues vestía una bata de seda blanca, bajo la cual imaginé la perfección sinuosa de aquel cuerpo joven que se entregaba a mí en explosiones inconfesables. Tenía el cuerpo húmedo y el cabello recogido con un colet blanco. No perdía la costumbre de armonizar los colores. Saber que vivía sola desde hacía dos años no me sorprendió. Ni resistí a la tentación de un comentario nostálgico, al tiempo que miraba su busto bien tallado, cuyos pezones se dibujaban en la bata entallada:

―Viéndote quisiera regresar a esos tiempos.

―Lástima. Te lo perdiste ―se burló, señalándome con la mirada sus muslos.

―Ya estaba casado ―capturé sus ojos negros de mirada penetrante.

―Pudiste separarte ―se mordió esos labios carnosos que dedicaba a mi boca y mi cuerpo sin reparos de ningún tipo.

―No me amabas. Solo nos deseábamos.

―A veces solo el deseo basta. El amor es un sueño que sirve para justificar los mutuos intereses materiales de un hombre y una mujer.

―¿Te pasa eso con José Francisco?

Dudó y, cuando pensé que respondería mi cruel pregunta, se acarició los muslos bajo la bata y me sorprendió con una explicación sabia:

―Cada quien consigue lo que le conviene, Ricardito. Si él y yo nos casamos, será feliz teniéndome… Pero, bueno, aún no me explicas el motivo de tu llamada y tu insólita visita.

―¿Y la señora del servicio? ―osé preguntar, inquieto por ir al grano y huir de la turbadora presencia de Salomé.

―No volverá. Todos los días viene a las ocho de la mañana y se marcha a las seis de la tarde. ¿Te atendió bien?

―Basta decirte, creo, que el café supo estupendo.

―Si deseas, puedo servirte más.

―No. De lo bueno, poco.

―Como quieras. ¿Pero dime ya, Ricardito, qué se te ofrece?

En otros tiempos hubiera preferido los ambages por el solo placer de que mis ojos gozaran de ella hasta que se abandonase a mis besos y las travesuras candentes de mis manos incorregibles la doblegaran bajo mi cuerpo. Pero mi ansiedad por descubrir quién me había contagiado, la vergüenza por revelar que era un sidoso y la necesidad de volver a casa antes de las siete me obligaron a tomar atajos. En mi última comunicación con Albania, esta me había confirmado su llamada para este día. Miré mi reloj y dije:

―Estoy aquí por algo muy penoso.

Salomé, más por la cara que puse, que por el peso de mis palabras, se intrigó:

―¿Algún problema? ¿Necesitas dinero, acaso?

―Nada de eso, Sal. Es algo grave.

―No lo será si puedo ayudarte ―dijo, enternecida, arrebujándose en el sillón, como cuando jugaba a frenar mi desespero por tocar sus carnes adorables.

―Sí lo es, y más si a ti te pasa lo mismo.

―Entonces no des más vueltas, Ricardito. Dime, ¿qué es?

―Alguien me contagió VIH. Y pienso que fuiste tú.

El rostro de Salomé se descompuso. La vi velar un gesto de repulsión, muy evidente cuando dirigió su mirada nocturna hacia la taza olvidada en la mesita de centro.

―¿Por qué yo? ―inquirió.

―Porque luego de casarme solo engañé a mi esposa contigo.

Salomé, conmocionada, cogió su cabeza con ambas manos.

―¿Y por qué no pudieron ser otras, inclusive tu esposa?

―Hubo dos mujeres más, a quienes ya descarté. Faltas tú… en cuanto a Albania, temo haberla contagiado.

―Pero yo me siento bien, Ricardo. Mírame.

―Aun así. Debes hacerte la prueba.

Noté que estaba a punto de llorar. La culpa me doblegó el pecho, el estómago, el alma.

―Me voy ―dije, me puse en pie, la miré y supliqué―: por lo que más quieras, Sal, hazte la prueba de inmediato. Si el resultado es positivo, llámame, por favor. Ahora, si me disculpas, mi esposa timbrará a casa en cuarenta minutos. Con suerte conseguiré un taxi que me lleve en treinta.

Me fui, dejándola deshecha por la incertidumbre y el miedo.

Cuando el taxi se detuvo frente a mi casa, faltaban cuatro minutos para que el teléfono sonara. Me precipité hacia la puerta, abrí y corrí a sentarme junto al teléfono, que no sonó a las siete ni a las ocho ni a las diez.

En los días siguientes evité salir de casa. Mi ánimo decayó demasiado. Experimenté malestares previsibles. Fui a Vida&Vida. Después de examinarme, los médicos voluntarios concluyeron que el sufrimiento empezaba.

Albania no llamaba, tampoco Salomé.

La noche de mi cumpleaños recibí la visita de algunos miembros de Vida&Vida. Entendí que traían un poco de alegría para espantar mi depresión. Me obsequiaron varios libros de autoayuda: «Siéntase bien estando enfermo», «Luchar con entusiasmo hasta el último momento», «La vida es una prueba, pruebe a vivir feliz», «Ría, ría, le hace bien». Bromearon, cantaron, bailaron. Por lo menos en esos momentos me olvidé del mal, pero al retirarse no pudieron llevarse mi soledad. Ovillado en mi lecho, lloré hasta que mis lágrimas se agotaron y mi cuerpo, seco, cayó vencido.

La mañana del sábado, me despertaron toques apremiantes en la puerta. Como pude, me puse un buzo, alisé mis cabellos y corrí a ver quién tocaba de tal forma. Quedé boquiabierto.

Albania, en cuerpo y alma, estaba delante de mí, provista de cinco maletas que anunciaban su retorno definitivo.

Debí ponerme alegre y no pude, ni ella me abrazó por el reencuentro. Dijo que volvía para que estuviéramos juntos y empezó a meter las maletas, ayudada por mí. Pasada la impresión que me causó su llegada subitánea, Albania me manifestó su desconcierto por el estado deplorable de nuestra casa.

―Faltabas tú ―me justifiqué.

―Pues ya volví pa… ―Se detuvo, cambió de idea… e hizo ese gesto maníaco de masajearse durante unos segundo el lóbulo de la oreja derecha― ¿No me invitarás algo para desayunar?

Dejó las maletas donde estaba y se dirigió a la cocina, a paso firme, meneando con elegancia la firmeza de caderas. Desde allí me llegó su grito de espanto:

―¡Por Dios, Ricardo! ¡No hay nada!

No respondí. Me di más bien a la tarea de trasladar sus maletas al cuarto de huéspedes, cosa que ella notó cuando tuvo que desempacar.

―El dormitorio está terrible ―dije―. Déjame arreglarlo antes, debo acostumbrarme de nuevo a ti.

Puso en mí su mirada perspicaz, pero nada dijo, ni preguntó por qué. Solo encogió los hombros. El resto del día, Albania se dedicó a poner la casa en orden y a enterarme de su aventurada vida en Nueva Jersey; aunque, en su cháchara advertí una grieta sutil en la cual no me dejó esculcar.

Aquella mañana, a causa del cansancio del viaje, Albania prefirió comprar lo necesario para el almuerzo y la cena en la bodega vecina. Después de tres años tuvimos un almuerzo y cena familiares. Nuestra casa se llenaba de vida otra vez. Al día siguiente, temprano, me propuso ir al supermercado para comprar nuestra provisión semanal, como hacíamos antes. El lunes se sorprendió al ver que, pasadas las diez de la mañana, yo no salía para el trabajo.

―¿Estás de vacaciones? ―indagó.

Le mentí.

Por la tarde quiso ir al parque, caminar, aspirar aire fresco. En el trayecto presentí que intentaba decirme algo. ¿Qué?… Imposible adivinar. Caminamos tres horas recordando aquellos lugares por donde anduvimos antes de su viaje. Con las primeras luces de la noche, recogimos nuestros pasos y cenamos panecillos con yogurt y unas manzanas durante una exhibición en el DVD. Al final de esta quiso dormir conmigo.

―Todavía no ―dije.

―No quiero sexo ―se enfadó―, solo añoro pasar la noche a tu lado.

Acepté; también sus abrazos y los viejos ronquidos.

El martes desperté pensando en Salomé, que no llamaba. Por el tiempo transcurrido, debía haberse hecho la prueba y obtenido los resultados…

Albania se había levantado antes que yo. Abandoné el dormitorio y fui en su búsqueda. No estaba en la cocina, en la sala ni en la lavandería; tampoco en el cuarto de huéspedes. «¿A dónde habrá ido? ―me pregunté― ¿A la tienda por el pan, quizá?» Sí, era lo más probable. Me di media vuelta para regresar a tender la cama y asearme, cuando percibí un sollozo. Seguí el hilillo de este y me condujo hacia el estudio, al cual no me había acercado en los últimos tres días. La encontré acurrucada en el sofá cama, puesto ahí cuatro años antes por ella misma para que lo usáramos en algún apresuramiento de amor.

―¿Qué ocurre? ―me inquieté.

―Perdóname ―dijo ella, secó sus lágrimas con el dorso de sus manos. Acomodó los mechones de cabello hacia atrás de sus orejas.

―¿Por qué? ¿De qué?

Su tembloroso brazo derecho señaló hacia el lugar donde, oculta tras el cuadro de la última cena, teníamos la caja fuerte… Estaba abierta. Un relámpago de hielo tocó mi cuerpo, me soldó a la frialdad del piso. En la caja fuerte había guardado los resultados de mi prueba. Albania no me dio tiempo a pensar. Se atropelló en sus palabras e inició el relato angustioso de la denigrante experiencia vivida a manos de un salvaje. Este la había acosado primero en secreto, insistiendo para que tuvieran una aventura. Luego, vencido por la honra y fidelidad firme de ella, optó por el ultraje. En uno de mis viajes de trabajo, aprovechó para sorprenderla en nuestra casa y someterla a una posesión denigrante. Hacía un par de semanas, atormentado por la culpa, la había llamado para hablarle de su enfermedad, recién diagnosticada. Le recomendó que se sometiera a un análisis de laboratorio. Ella hizo caso y por eso volvía. Había temido lo peor. Antes de hacer maletas, había recibido todavía una nota extensa del agresor implorando perdón y revelándole su determinación de autoeliminarse.

―Si todo este tiempo callé, Ricardo, fue porque no quise herirte ―dijo, atribulada―. Pero viví muerta por dentro, odiándome por ser mujer, tentación de hombres y haber nacido débil. Si me fui a los Estados Unidos fue porque pudo más mi vergüenza y el miedo a que reaccionaras contra tu propia sangre… contra tu hermano.

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* Oscar Melanio Dávila Rojas nació en Cajamarca (Perú) en 1967. Es licenciado en Lengua y Literatura titulado por la Universidad Nacional Federico Villarreal (1994) y abogado titulado por la Universidad Nacional de San Marcos (1998). Obtuvo el grado de Magíster en Docencia y Gestión Educativa en la Universidad César Vallejo (2013) y el grado de Doctor en Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (2016). Desempeñó la docencia en educación primaria en la institución educativa Fe y Alegría 08 y en Educación Secundaria en la Institución educativa Fe y Alegría 10, en Comas, Lima. Como investigador ha publicado artículos de investigación en las revistas Hamut’ay de la Universidad Alas Peruanas y Scientia de la Universidad César Vallejo. En 2009 ocupó el primer lugar en Lima Metropolitana, en el concurso para la incorporación a la Carrera Pública Magisterial. En 1984 obtuvo el primer puesto en el Concurso de Cuentos organizado por la UNEAL de Lambayeque con el cuento El negro. En 2008 fue semifinalista en el Concurso de Cuento Copé internacional, con El elefante blanco. Actualmente se desempeña como docente-asesor de proyectos de investigación y tesis a nivel superior.

 

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