Vida Cronopia

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Rios y palabras
RÍOS Y PALABRAS

Por Catalina Franco Restrepo*

«Las partidas. Siempre las mismas partidas.
Siempre las primeras partidas por mar.
Separarse de la tierra siempre se había hecho
con el mismo dolor y el mismo desespero,
pero eso nunca había impedido partir a los hombres».
(El amante. Marguerite Duras).

«Las historias sirven para dar una forma inteligible
a la confusión y a la niebla de los hechos;
su propósito no es la transmisión del saber
sino el alivio de la incertidumbre».
(Antonio Muñoz Molina).


Con los años uno entiende que la memoria es fugaz, caprichosa, creativa, injusta. Se hacen las paces, de alguna manera, con el hecho inconcebible de que uno no recuerde gran parte de su propia vida, dejándola borrada —aunque vivida—, pues nadie más la ha de recordar. Pero hay momentos que, sin necesariamente ser más importantes, sobresalen, se fijan al alma, uno puede casi evocarlos en color. Solo puedo imaginar mis primeros pasos, pero casi veo, por ejemplo, los ojos enormes e intimidantes pintados sobre rojo en la proa de los barcos navegando entre la selva por el delta del río Mekong en Vietnam. Esos ojos que dibujan desde hace muchos años para protegerse de los espíritus del río y los animales salvajes se me quedaron grabados como uno de los símbolos más visibles de esa travesía maravillosa a través de una naturaleza exorbitante, en un lugar por el que ha corrido tanta sangre.

Desde que tengo memoria me han fascinado el agua y los ríos como conexión del mundo, como viaje, como movimiento, como naturaleza atravesando fronteras creadas por los hombres, como posibilidad de partir, pero también de regresar. Los ríos como forma de contemplar lo humano desde otra perspectiva, como cuando viajé varios días en barco por el Nilo, en Egipto, alucinando con esas orillas rebosantes de un verde desconocido que casi me hacía llorar; oyendo el llamado a rezar musulmán cantado desde pequeños minaretes de mezquitas sencillas salpicando los poblados del camino; recibiendo con asombro las barquitas de los nubios —africanos indígenas del sur de Egipto y de Sudán— que se pegaban al barco y lanzaban hasta el último piso túnicas y manteles y todo tipo de tejidos preciosos para después recoger los pagos en una canastica que bajaban con una cuerda. Recuerdo el restaurante del barco, en un nivel por debajo del agua, y que entonces mitad de la ventana era río corriendo y mitad era cielo azul y orillas verdes que partían. La belleza de ese río le recorría a uno las venas como hacen las cosas que no se podrán olvidar.

También pienso en el río Ganges, en esa ciudad inimaginable que es Varanasi, en la India, con sus atardeceres rosados sobre unas aguas llenas de polvo de muertos y de coronas de flores y velas flotando tras las ceremonias de recibimiento del sol al amanecer. El Ganges con sus ghats, las escaleras de piedra que bajan hasta el agua y en donde se lavan la ropa y los dientes esos millones de personas que no conocen otra vida y que lo llenan todo de color y queman a sus muertos a simple vista y los respiran y los ven fluir hacia lo desconocido.

Mi fascinación por los ríos tiene que ver con mi amor infinito por la naturaleza, pero seguramente también con mi esencia melancólica, con ese hueco que me deja lo que se va, el paso de las orillas, el instante que ya es pasado, los lugares a los que no volveré, las épocas que se vuelven recuerdo. «Se había dado cuenta, inquieto, de que lo que no soportaba era la transitoriedad en sí misma; la idea de que cualquier cosa, la que fuera, se terminara; lo que no soportaba no era otra cosa que una de las condiciones primordiales de la vida», dice Michel Houellebecq en Aniquilación.

Los ríos cuentan historias de quienes los han viajado, atraviesan culturas y fronteras, cargan vivos y muertos, dibujan paisajes, son testigos de amaneceres y atardeceres, del paso de las épocas y la brutalidad de los hombres. Los ríos nos siguen permitiendo navegarlos y se rebelan cuando intentamos controlarlos. Los ríos llevan milenios escribiendo la historia del universo. Tal vez haya alguna relación también entre mi pasión por esas aguas que corren y relatan, y mi necesidad de escribir para aceptar el paso de todo y hacerle frente a un presente que no sabe cuánto futuro tiene por delante. Dice Vivian Gornick: «Escribir es lo que me hace sentir más viva. Es así. Cuando logro conseguir algo en una página, una sola frase que me hace sentir que está bien, siento alegría, me siento viva, a salvo, nada me puede herir. No hay nada igual en el mundo».

Así que escribo para abrirme a nuevos ríos que embellezcan y fertilicen y se cuelen entre las tierras que intenta sellar el hombre. Para seguirles aprendiendo sobre el fluir constante y sobre lo efímero como oportunidad. Viajo y junto letras para que los ríos me sigan contando historias allí a donde vaya y enriquezcan mi mirada y la guíen para volver a escribir, de manera que cuando yo misma me haya desvanecido, mis palabras fluyan en los caminos de la mirada de los demás.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista e internacionalista. Tiene una columna semanal y presenta el podcast del portal No Apto, el blog OjosdelAlma y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora que ha recorrido cerca de 50 países, su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.

Twitter e Instagram: @catalinafrancor

Blog: https://www.catalinafrancor.com

Columna en No Apto: https://noapto.co/catalina-franco-r/

El valle de nadie en Amazon: https://www.amazon.com/valle-Spanish-Catalina-Franco-Restrepo-ebook/dp/B07GY158N7

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