Sociedad Cronopio

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CONECTÁNDONOS MEDIANTE OTRAS FORMAS DE CULTURA

Nuestra familia obviamente se conectó con el amplio mundo de más allá de la iglesia católica de Santa Rosa y de la escuela primaria San Fernando. Una mirada retrospectiva, de hecho, sugiere que dos conexiones paralelas, pero invisibles, se formaron entre nosotros y la comunidad exterior a nuestro hogar. Una nos sirvió a nosotros, los niños, más que a los demás, porque nos reveló los modos de vida de los demás jóvenes de nuestro alrededor, en su mayoría compañeros del colegio o del barrio, algunos más estadounidenses que nosotros, otros menos. Si usaban inglés y adoptaban sus frases populares en sus conversaciones cotidianas, nosotros lo hacíamos también; de igual manera ocurría con las entonaciones lingüísticas y la pronunciación de ciertas palabras, y, además, copiábamos lo que podía considerarse las actitudes estadounidenses, o sus ideas, estilos de vestir, o, incluso, su música. Mientras jugábamos en nuestro patio trasero, o en las calles, probablemente buscábamos la reafirmación de las cosas que habíamos aprendido en la escuela. Nuestro barrio no conseguía excluir ni al amplio mundo, ni a las ideas y modos de hacer las cosas provenientes del exterior, y nosotros no rastreamos conscientemente ningún intento de exclusión de ellos.
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La otra conexión fungía como apoyo a nuestros padres, pues rendía un debido respeto a sus modos tradicionales de conducta. Incluía lazos con la patria que se mantuvieron firmes junto a sus valores vitales, de lo cual mamá era bastante consciente. Conservar el español que mamá había aprendido al crecer en Jalisco era una de esas conexiones, así como lo era también la estigmatización del uso del «Spanglish». Aprendimos la diferencia entre el «buen» español y el español corrupto, aunque nunca lo llamamos así. Se nos enseñó a apreciar la cultura mexicana, a manteneros en contacto con nuestros parientes mexicanos y a ser fieles a nuestra fe católica. En conjunto estos valores nos condujeron a ver el mundo a través de los ojos de nuestros padres, y esto nos diferenció de muchos otros niños que no lo hacían.

Estas dos conexiones siempre rivalizaban entre sí. A veces tendían más a una cuna cultural y a veces se inclinaban más hacia la otra, creando en ocasiones situaciones convulsas como ya hemos visto. Nuestras mentes filtraban y revolvían, nuestras intrincadas visiones del mundo se formaron lenta e inevitablemente.

Si nuestros padres nos dotaron de elementos filtrados de su cultura y su modo de vida, el resto del mundo, sin embargo, se inmiscuyó igualmente en nuestro hogar, cambiando nuestras vidas y convirtiéndonos a nosotros, los niños, de manera ineludible en estadounidenses de ascendencia mexicana. Es digno de mención que la noción de ser un mexicano–estadounidense, o un chicano y de identificarse como tal, no emergió hasta finales de la década de 1960, largo tiempo después de que la mayoría de nosotros había crecido y lidiado con sus retos de identidad según nuestros propios métodos. La verdad es que nosotros, los Gil, pensábamos que éramos mexicanos de una forma u otra hasta que nos convertimos en jóvenes adultos, aunque, cuando el movimiento chicano apareció, su impulso cultural nos animó a referirnos a nosotros mismos como mexicanos–estadounidenses, pero solo unos cuantos de nosotros prestamos atención a este estímulo. Yo fui el único miembro de la familia en usar el término chicano como autorreferencial.

LA RADIO EN NUESTRAS VIDAS

En todo momento, desde los años 30 hasta los 50, que son los años que nos conciernen aquí, las ondas locales de la radio nos transmitieron música y voces tanto desde Estados Unidos como desde México. La radio era el mejor medio para esto, y nos traía más sonidos americanos que mexicanos, como cabría suponer. Nuestra dependencia de ella puede ser difícil de comprender actualmente, cuando nuestros cerebros son bombardeados furiosamente por imágenes e información proveniente de casi cualquier parte, por medio de la televisión y la Internet. No obstante, en nuestros tiempos, la radio nos servía de la mejor manera en relación con el contacto con la música y la cultura mexicanas, incluso teniendo en cuenta que sólo podíamos disfrutarla durante el «tiempo muerto al aire», como nos recuerda George J. Sánchez, cuando pocos anglos estaban escuchándola, como, por ejemplo, en las horas de la madrugada. O los domingos, especialmente.

Elena Salinas era uno de los individuos que nos hablaba a través de las ondas de radio, y lo hacía de tal forma que nos hacía considerarla una amiga. Cuando no había otros programas de radio en español en San Fernando, su voz amigable dominaba nuestras madrugadas, haciéndonos sentir que estaba allí, junto a nosotros, mientras nos alistábamos para el día. Ella era como una tía no encarnada y con muchos talentos que nos informaba consoladoramente de lo que ocurría en la vasta área de Los Ángeles; nos ligaba a nosotros, los de San Fernando, con los demás confines de la metrópolis. Recuerdo estar de pie en el patio de la abuela en Kalisher escuchando cómo la voz de Elena Salinas se filtraba por la ventana de don Secundino, nuestro vecino de al lado y competidor en el negocio de las tortillas, que sintonizaba su programa con suficiente volumen para que las mujeres que preparaban las tortillas lo disfrutaran mientras golpeaban la masa de maíz; y yo conseguía escucharlo también. Elena reproducía las últimas canciones románticas y compartía recetas para comidas aptas para la cuaresma, como la capirotada, a veces, o promovía productos como la Sal de Uva Picot para el malestar estomacal, de una manera cautivante y personal.

Elena Salinas continúa siendo una de las pioneras no reconocidas de la radio en español del sur de California, y es claro que sabía cómo ganarse el favoritismo de hogares como el nuestro cada mañana desde las cuatro hasta las siete en KWKW, «La mexicana», presuntamente una de las más antiguas estaciones de radio en español en Los Ángeles. Mi hermana Mary, que vivió en la vecindad al comienzo de los años 30, recuerda haber oído sobre Rodolfo Hoyos, otro disc jockey pionero de la música mexicana, e igualmente sobre el controversial Pedro J. González, quien cantaba en El Trío Los Madrugadores y transmitía otros tipos de música acompañada de comentarios en favor de la inmigración mexicana desde KELW (Burbank), lo cual lo llevó a la cárcel y después causó su deportación.

Había otro pionero que transmitía música mexicana para los radioescuchas del valle de San Fernando. Era un americano que presentaba las últimas baladas mexicanas en KMPC los domingos por la mañana mientras la mayoría de la gente cantaba temas de gospel en la iglesia. Recuerdo estar conduciendo por el boulevard Lankersheim un día, alrededor de 1955, llevando un cargamento de tortillas hacia un restaurante en el norte de Hollywood, tratando de digerir mentalmente cómo un anglo podía presentar afectuosamente las más recientes sensaciones musicales de la Ciudad de México. La primera vez que escuché «Historia de un amor», de El Trío Los Panchos, fue en su programa, así como también a Pedro Infante, el trovador por excelencia, cantando «Amorcito Corazón», uno de sus tantos éxitos. Más allá de él y Elena Salinas no conocíamos ninguna otra estación de radio con programas en español en dicho momento, un hecho que sienta una comparación dramática con el presente, cuando las estaciones de radio latinas abundan en todas las zonas de Los Ángeles, incluyendo a San Fernando, y la música latina, en sus variadas presentaciones, se encuentra en el dial de la radio aún cuando no se la busca.

La música estadounidense, sin embargo, dominaba las ondas de radio, por supuesto. No teníamos necesidad de esperar hasta una hora especial del día o la noche para sintonizarla, podíamos escucharla en cualquier lugar y a cualquier hora, incluso en los labios de nuestros hermanos o mejores amigos. Inundaba nuestra casa cuando nuestros padres no escuchaban, siendo nosotros quienes le abríamos la puerta, por supuesto. Mamá se resistía a la mayoría de la música estadounidense, lo cual nos recuerda la forma en que mis hermanos y yo, como adultos, detestamos ciertas formas de música popular contemporánea. Antes de la época del rock and roll, escuchábamos a menudo a Al Jarvis con su «Make Believe Ballroom» en KFWB o sintonizábamos a Dick Wittinghill en KMPC, «La estación de las estrellas», igualmente. Estos dos disc jockeys lideraban la lista de transmisores del género de la música contemporánea estadounidense, ayudándonos a unirnos a nuestros contemporáneos al volvernos fanáticos de Bing Crosby, Frank Sinatra, Vic Damone, Vaughn Monroe y otros más. La mayoría de nuestra familia memorizó, al igual que muchos jóvenes de todo el país, las letras de «Doggie in the window» popularizada por Patti Page, de «I believe» de Frankie Lane, de «Pretend» de Nat King Cole, de «Till I waltz again» de Teresa Brewer» y de «Your cheating heart» de Joni James, entre vastas legiones de canciones de esta categoría.
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Después de que el rock and roll irrumpiera en la escena musical estadounidense, la mayoría de los niños Gil lo aceptamos pero no nos enloquecimos por él. Cuando Elvis logró la fama disfrutamos su música y su baile de giros pero no nos convertimos en sus adeptos. Otras formas artísticas de la radio penetraron también en nuestro hogar, por supuesto, tales como los programas de los comediantes Jack Benny y Red Skelton, cuyas rutinas de payasos dispararon nuestras risas en muchas ocasiones, mientras tratábamos de sintonizar mejor la radio, o de acercar los oídos a los parlantes cubiertos de fieltro. Mary se convirtió en fanática de The Shadow en los años 30, un misterioso justiciero que podría hacerse «literalmente invisible», manipulando «las mentes de sus opositores hasta que no conseguían saber dónde estaba físicamente». Yo seguía con agrado al Llanero Solitario y a su amigo Tonto en los 1940.

LAS PELÍCULAS

Las películas comerciales cumplían un rol de gran importancia en las conexiones culturales paralelas que mencioné previamente, de una forma para nosotros, los niños, y de otra para nuestros padres. Como ocurría con las ondas de radio, los niños nos beneficiábamos de ambas y, felizmente, San Fernando ofrecía una abundancia de celuloide para ambas conexiones. Dos teatros presentaban películas estadounidenses y uno más se especializaba en filmes mexicanos durante el período de nuestro crecimiento.

El Towne Theatre y el Rennie’s Theatre, en la avenida Maclay, en el lado anglo de las vías, presentaba filmes estadounidenses del cercano Hollywood. Esto significa que nuestras más tempranas y deliciosas experiencias de ir al cine incluyeron películas clásicas de Disney, tales como Blancanieves y los siete enanitos o Bambi. Y, al crecer, de igual manera que todos los demás estadounidenses, celebrábamos cuando Tom Mix agarraba su sombrero de fieltro y contemplaba a su magnífico y dorado Palomino. Nos reíamos hasta que nos dolía con las ocurrencias de Laurel y Hardy o de Bud Abbot y Lou Costello. Nos convertimos en adeptos de las estrellas de los años dorados de Hollywood como Humphrey Bogart, Judy Garland, Bette Davis y John Wayne.

Diferíamos de la mayoría de los otros jóvenes del sur de California, no obstante, en que también disfrutábamos del cine mexicano. Lo compartíamos con nuestros padres en el San Fernando Theatre en el boulevard Brand, situado a nuestro lado de las vías, y sospecho que ir allí a ver películas sirvió como una importante válvula de escape psicológica para mis padres, y con certeza, como un evento cultural disfrutable para ellos mismos. Necesita ser dicho que el compartir estas películas con ellos hizo emerger sentimientos de comunidad que duraron el resto de nuestras vidas. Mis primeras películas, vistas con la abuela Carlota, fueron proyectadas en este teatro alrededor de 1942. Los estudios fílmicos mexicanos producían su propia edad de oro de manera contemporánea a Hollywood, y, así, mis hermanos y yo, a menudo acompañados por nuestros padres, disfrutábamos casi todos los filmes producidos en México en esta época, familiarizándonos con los actores más legendarios del país. Estos incluían al famoso comediante Mario Moreno Cantinflas, a la hermosa pero fogosa María Félix, a la tímida heroína hecha como delicada porcelana Dolores del Río, al apuesto macho mexicano Pedro Armendáriz, y, por supuesto, a los grandes ídolos del momento, Jorge Negrete y Pedro Infante, ya mencionados, que cantaban y actuaban para el deleite de millones, incluyendo a todos los miembros de nuestra familia.

LA MÚSICA EN NUESTRAS VIDAS

A pesar de los múltiples momentos de tensión y tristeza que ocurrían en casa, la música consolaba nuestros deshilachados ánimos; esto incluía también al canto, éramos melómanos. La tradición familiar nos dice que cuando estaban jóvenes y recién enamorados, papá disfrutaba tocar la guitarra y cantar «Me he de comer esa tuna», entre otras canciones, para mamá. La abuela Carlota se ve en nuestros álbumes de fotos como una mujer de aspecto severo, pero a nosotros nos deleitaba escuchar historias sobre ella, en su juventud, cuando cantaba acompañada de sus tíos: Sotero que rasgaba la guitarra y Sabino que tocaba el violín, en la antigua Hacienda Santa Rosa descrita anteriormente.

La tradición nos informa también que sus primos, Lupe y Aurelio Peña, mencionados atrás, no carecían de méritos musicales tampoco, y ambos habían inmigrado también a California. Uno tocaba el violín y el otro la mandolina y ambos vivieron en San Fernando en la época en que los niños Gil éramos aún pequeños y los llamábamos tíos. Después de terminar sus trabajos diurnos habituales (mi tío Lupe, por ejemplo, trabajaba en la fábrica local de conservas), satisfacían su amor por la música tocando en fiestas privadas, tales como el bautizo de Manuel. Su tez oscura de indígena, agujereada por la viruela, estaba enmarcada por una mata frondosa de cabello negro, lo cual los hace fáciles de identificar en las pocas fotos que conservamos de ellos. En una, mi tío Aurelio posa de pie detrás de su hijo Lucas, un niño un poco rubio nacido de madre europea, según mi hermana Mary, con el pequeño contemplando más allá de la cámara mientras se sostiene sobre una silla de madera.

Tenemos una foto de una presentación de ellos en el valle de San Fernando, como músicos pertenecientes a orquestas comunitarias, conocidas comúnmente como orquestas típicas (antes de que los mariachis se hicieran populares, y mucho antes de que las llamadas bandas recibieran las preces de los jóvenes mexicanos–estadounidenses). Estas orquestas no eran poco comunes en el área de Los Ángeles en los 1930; eran, de hecho, conocidas ampliamente en otras ciudades tales como Ciudad de México o Buenos Aires, aunque de formas un tanto diferentes. Nosotros, los niños, fuimos introducidos a estos grupos musicales tempranamente y, mientras crecíamos, escasamente las tolerábamos, en parte porque sus presentaciones eran generalmente eventos para estar sentados, en vez de momentos bailables, y también porque no estaban tan a la moda como la música estadounidense.

Las orquestas típicas consistían en instrumentos de cuerda en su mayoría y podían incluir hasta quince o veinte músicos. En nuestra fotografía, fechada a mano en 1935, catorce hombres músicos vestidos de camisa blanca, corbatín y pantalón negro, están sentados en un escenario elevado, enmarcado por dos grandes banderas, una estadounidense y una mexicana. La locación debió ser algún lugar cercano a San Fernando. Los músicos flanquean al director. Éste está de pie en medio del conjunto, vestido completamente de blanco, con un corbatín negro y sosteniendo una batuta mientras tres mujeres vestidas con trajes elegantes, de color claro y con trenzas preciosamente oscuras, probablemente cantantes, se sientan delante de él y revelan medias de seda y zapatos blancos de gran estilo. Mi tío Lupe, uno de los tres violinistas, está sentado de primero a la izquierda, sosteniendo el violín en su regazo, y mi tío Aurelio, cuatro personas a la derecha, sujeta la única mandolina del grupo al tiempo que otros cuatro músicos abrazan lo que parecen ser bandolones, instrumentos de cuerda con la forma de una mandolina banjo. Otros seis hombres se aferran a sus guitarras.
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Precediendo la proliferación de los sones y las canciones rancheras, los repertorios, favorecidos por estas orquestas típicas de estilo urbano, incluían baladas románticas como el perenne «Júrame» de María Grever, polkas estimulantes como «Jesusita en Chihuahua», valses oníricos como el clásico «Alejandra» de Enrique Mora, y danzones sensuales como «Juárez» y «¿Dónde estás corazón?». Tocaban igualmente marchas de paso alto como la «Marcha Zacatecas» de Genaro Codina, considerada por muchos como un segundo himno nacional mexicano.

En todo caso, Lupe y Aurelio se mudaron a Oakland, donde fallecieron, y donde acudí al funeral de mi tío Lupe en compañía de mi abuela, cerca de 1942. Quizás murieron de manera temprana y afligida por encontrarse aislados cultural y socialmente en Oakland, lejos del apoyo familiar. Uno de los eventos musicales importantes que atraía nuestra atención, como familia, y que consecuentemente nos llevó a imbricarnos en la comunidad era el espectáculo anual social de primavera de nuestra parroquia, que ocurría generalmente el domingo de pascua. Era organizado por nuestro pastor y las familias más importantes de la escuela católica de Santa Rosa, y tomaba la forma de una barbacoa (con carnes de res asadas y servidas con arroz, fríjoles, etc.) y de una tardeada (un baile al atardecer) cuando era realizado en los locales similares a ranchos del Parque Saxonia, en Newhall. Atraía un número considerable de familias de la parroquia cuyos descendientes, como nosotros, se exaltaban y accedían fácilmente a los requerimientos de sus padres sobre el buen vestir, a fin de tener ocasión de reunirse con sus amigos.

Recuerdo subirme a un camión abierto, como el que llevaba a mi padre a las huertos de limones, yendo de pie en la parte trasera con los demás parroquianos, sosteniéndome de los lados de madera y siendo llevado hasta el parque, a unas diez millas de distancia, en las montañas al norte de San Fernando, a donde mis padres llegaban de manera independiente. Más allá de engullir las ofrendas rostizadas, de escalar las colinas que rodeaban el parque, y de ensuciar la camisa blanca para consternación de mi madre, la atracción principal era nada menos que el escuchar una banda en vivo tocar en un enorme salón de baile, donde todos podíamos girar y mecernos, tanto los padres como los hijos.

Recuerdo admirar a mi hermano Manuel y a mi hermana Mary, ambos vestidos elegantemente y bailando con pericia los ritmos de la música tropical originada en el caribe y en Veracruz, cadencias ejecutadas con destreza por las orquestas contratadas para la ocasión. Los ritmos incluían los ya establecidos boleros y danzones, que competían en esos días con sonidos más novedosos como el cha–cha–chá y el mambo, que mis hermanos mayores demostraban para nosotros, los pequeños, con afable aptitud. Recuerdo a Mary vestida con tacones elegantes, con un vestido colorido de falda larga, mientras Manuel portaba una chaqueta de un botón «estilo Bing Crosby» con pantalones que se estrechaban sobre sus brillantes zapatos de cuero. Bailando juntos, se movían con facilidad y sin esfuerzo alrededor de la pista de baile a medida que la música nos envolvía a todos con sus sensuales pulsaciones.
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En casa, aprendí a tocar la guitarra informalmente tras la muerte de mi padre, y, como Soledad nos recordaba, a veces cantábamos juntos y lográbamos armonizar entre sí. Hubo muchas ocasiones, cuando nos reuníamos en nuestra casa en la calle Kalisher, en las que Mary me convenció de tocar y cantar algunas de nuestras canciones favoritas, como «Una noche serena y oscura» y «A la orilla de un palmar». Después, mamá se nos unía y, tras ella, Marta, y a veces incluso Mike y Manuel se dejaban convencer de relajar su bravío de jóvenes potros y de integrarse a cantar con nosotros.
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* Carlos B. Gil es un reconocido escritor chicano, es Profesor Emérito de Historia de la Universidad de Washington. Vive actualmente en Seattle. Es autor de reconocidos libros como «Hope and Frustration: Interviews with Leaders of Mexico’s Political Opposition», «The Age of Porfirio Diaz: Selected readings» y «Life in Provincial Mexico: National and Regional History Seen from Mascota, Jalisco, 1867–1972».

El presente texto hace parte de su libro «We Became Mexican American» publicado por la editorial Xlibris.com. Este texto narra el pasado, ya perdido, de los mexicanos en San Fernando, California, ahora diluido en el genérico nombre de «latinos», hecho que aborda el libro. La narración gira alrededor de una familia inmigrante mexicana que vivió allí durante la Gran Depresión y en la década después de la segunda guerra mundial.

«We Became Mexican American» ha sido premiado como la Mejor Biografia en el Los Angeles Book Festival 2012-2013, y además figura entre los finalistas en el Latino Book Festival que culminará en Nueva York el 30 de mayo de 2013.

** Camilo Ramírez es estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia.

N. del E.: El original cedido por el autor presenta varios incisos entre corchetes  (con los que indica que el texto que publicamos tiene añadidos respecto al impreso) que, para facilidad de la lectura, han sido eliminados.

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