Sociedad Cronopio

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NOS VOLVIMOS MEXICANOS ESTADOUNIDENSES —Segunda entrega—

Por Carlos B. Gil*
Traducción de Camilo Ramírez**

Pulse aquí para ver la primera parte

LA CALLE KALISHER

La calle Kalisher, la siguiente capa de mundo afuera de nuestro hogar en la calle Mott, estaba situada a tres cuadras de distancia. Adornada por negocios importantes para nuestra comunidad que nosotros, los chicos Gil, llegamos a conocer como la palma de nuestra mano. Los comercios de esta calle nos proveían de las cosas que necesitábamos cuando no queríamos ir de compras a las más extensas tiendas estadounidenses localizadas en la calle San Fernando, o más lejos aún en la avenida Maclay; las tiendas gigantes y cuadradas como WalMart no existían aún. Los negocios en Kalisher eran atrayentes para la gente como nosotros pues todas las transacciones comerciales eran llevadas a cabo allí en español. Si alguien como mamá o papá decidía hacer negocios en la sección estadounidense del pueblo, hacerlo requería cierto conocimiento del inglés. Además debía recorrerse un trayecto de mínimo quince minutos de ida y venida simplemente para llegar allí.

Por estas razones nuestros pequeños comercitos en Kalisher eran, de hecho, bastante prácticos, aunque hoy día hayan desaparecido casi por completo. A modo de ilustración, mamá dependía de estas tiendas en la calle Kalisher para suplir las necesidades cotidianas de nuestra cocina en la calle Moll. Por ejemplo, podíamos comprar carne para picadillo, la que mamá cocinaba en una salsa ligera de tomates y pimientos, en el mercado La India de la esquina con la calle Moll, operado por la familia Sevilla, de mentalidad empresarial, o en el mercado La Mexicana, manejado por los igualmente emprendedores, pero hoscos y astutos, hermanos García, en la esquina con la calle Coronel.

Cuando podíamos permitírnoslo, y merecíamos un premio, siempre podíamos buscar el fresco y recién salido del horno pan dulce mexicano, comprado a doña Lupe en la Panadería Las Palmas de la esquina con la calle Pico. Si queríamos conocer las noticias más recientes podíamos conseguir, en la tienda de abarrotes de Landín, situada en la esquina con Hewitt, la copia más actual del periódico local Vida del Valle de San Fernando, que el mismo señor Landín escribía y publicaba; en este mismo sitio había de quedar también la última tienda de papá. Los ojos color humo de Eusebio Landín me dieron, muchos años después, la vaga impresión de que podía haber sido un hombre educado formalmente y proveniente de una ciudad grande de México, bastante diferente de nuestros padres.

Don José Audelo, cuya conducta paternal y amable velaba una vida pasada de militante sindical en una mina de cobre de Arizona, de acuerdo con Mary, quien estableció una larga amistad con Ernestine, hija de éste. Operaba una organizada tienda de tortillas con su mujer, doña Ester, cerca de la esquina de la calle Hewitt. Una tienda de reparación de calzado, manejada por otro viejo mercader güero llamado don Casimiro, ocupaba el edificio que habíamos de habitar en el cruce de Kalisher y Hewitt a partir de 1942 (es éste el edificio que la abuela Carlota compró y alquiló antes de mudarnos nosotros allí). Aún recuerdo el agudo olor del cuero y de los ácidos tánicos que permeaban su tienda. Rollos de tela y otros artículos de mercería, necesarios para remendar ropas, podían conseguirse en la sólida tienda de ladrillo de «el judío» en la esquina de la calle Kewen, que contaba con una bomba de gasolina junto a la cuneta; nosotros, los niños Gil, no sabíamos francamente si él era en realidad judío, sólo sabíamos que el judío era el apodo de mamá para él, aunque su español sonaba diferente del de los demás habitantes del barrio. Cuando debía salir a comprar hilos para mamá, su pelo menguante y blanco y sus facciones marcadamente europeas siempre me sugerían que era, de hecho, diferente. Otros en nuestro barrio lo llamaban también el judío.

Como hemos ya visto, nuestro barrio albergaba a muchos hombres solteros mexicanos que trabajaban en los campos de agricultura del sur de California y vivían a nuestro lado de las vías y, por consiguiente, la calle Kalisher tenía también espacios para actividades de ocio, incluyendo sus «abrevaderos». Algunos de los hombres que buscaban bebidas alcohólicas servidas por un cantinero consumían sus comidas en el Café de Gil y, por tanto, nosotros, los niños Gil, conocíamos bastante bien todo lo que ocurría en ese tipo de lugares. Puedo decir con gran alivio que los bebedores de mi familia, como mi padre y mi tío Pascual, tendían a beber en casa y sólo ocasionalmente asistían a estos antros de atragantamiento.

En todo caso, las tabernas más grandes estaban situadas frente a frente, a mediados de la calle Kalisher, entre las calles Hewitt y Griffith. Eran el Café Central y el Café Rialto, además del Café Martínez que quedaba a una cuadra, en el boulevard Mission. Parecía que estos tres antros de bebedores atraían a la mayoría de los borrachos del barrio, hombres solteros que, en general, adquirían el hábito de beber una cerveza, dos o más, al final del día del trabajo, antes de volver a casa a reunirse con sus familias o a retornar a sus cuartos solitarios; los viernes y sábados, consumían unas cervezas de más y causaban alborotos.

Sarabia’s, una taberna más pequeña y quizás más calmada, situada en la parte rana de la calle Kalisher, abajo del mercado La Perla, también le ofrecía la oportunidad de beber y conversar a los hombres del barrio, especialmente los fines de semana. Algunos pachucos del barrio quizá se sentaban en el bar Sarabia’s, para mojar el gaznat,e debido a que se sentían mal recibidos entre la clientela masculina, inmigrante y mexicana del Martínez o el Rialto, pues las diferencias culturales eran bastante grandes, según mis hermanos. Los billares de Federico Maldonado, localizados entre las calles Hewitt y Kewen, dotaban a esta zona de la calle Kalisher de un toque bohemio. Sus tres mesas de billar, dos de pool regular y una de carambola, atraían a muchos jugadores que conseguían ganar buen dinero mediante su diestro manejo de los tacos, mientras los mirones inhalaban silenciosamente sus humosos cigarrillos y contemplaban las bolas rodar y colisionar.
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La presencia de estos establecimientos de dudosa reputación, a menos de una cuadra o dos de nuestro Café Gil, representaba una gran fuente de preocupación para mis padres, en especial para mamá. Esto hacía parte de sus continuos cuidados ante mis hermanas; especialmente, dado que un puñado de borrachos y de desgastadas prostitutas solía agolparse en las entradas y desparramarse por las aceras. Esta atmósfera distintiva de honky–tonk ocasionaba disturbios de tanto en tanto, en especial en las noches de fin de semana. No era extraño observar carros de policía llegando con sus intermitentes luces rojas y a sus oficiales uniformados de negro que saltaban para poner fin a los tumultos, a menudo esposando y arrestando a alguien. Esto causó que las autoridades ciudadanas, muchos años después, rezonificaran la calle Kalisher y posteriormente clausuraran los negocios disputados, especialmente cuando las drogas narcóticas empezaron a infiltrarse en el barrio. Estas medidas tuvieron también el efecto de neutralizar lo que alguna vez había sido una dimensión indómita, pero llena de color, de nuestra colonia.

LA IGLESIA CATÓLICA DE SANTA ROSA

El lugar de culto más importante de nuestra parte del pueblo y el lugar donde más nos conectábamos con la gente de nuestra comunidad, era la Iglesia Católica de Santa Rosa, a unos cuantos pasos de las malolientes tabernas y de los billares llenos de humo. Este lugar de culto se erigía en la esquina de las calles Kalisher y Hewitt, cruzando la calle desde nuestro pequeño restaurante, después de su apertura. Construida en 1925, Santa Rosa, nombrada en honor de una santa peruana mestiza de la ciudad de Lima, había sido la segunda iglesia católica levantada en el pueblo. El primer lugar de culto católico de la ciudad, Saint Ferdinand, se situaba cerca de la línea que dividía a las comunidades angloparlantes de las hispanoparlantes, en la esquina de Maclay y Celis. Su Excelencia, John J. Cantwell, obispo de la diócesis de Los Ángeles (elevada a arquidiócesis unos años después, tras la apertura de Santa Rosa), estaba persuadido de que la creciente población mexicana de San Fernando ameritaba su propio lugar de culto. Esto conllevó la inauguración de Santa Rosa en el año citado, agregándose, consecuentemente, a la loca y diversa colcha de retazos de la calle Kalisher.

Esta vislumbre de trasfondo ayuda a explicar cómo la iglesia de enfrente de nuestro café se convirtió, para nosotros, en un puente significativo hacia otros individuos y familias del barrio. Doña Petrita Pacheco, quien reside en la memoria de mi hermana Mary desde los años en que vivíamos en la vecindad, es una ejemplificación conveniente de las muchas mujeres que, como mi propia abuela, hallaron un refugio en los ejercicios religiosos que los padres españoles organizaban para sus feligreses de la parroquia de Santa Rosa. Los rituales típicos cotidianos de las iglesias católicas mexicanas las congregaban, fuera cual fuera su trasfondo original mexicano. Envueltas en sus tradicionales rebozos de bolita de color carbón para protegerse del frío matutino, se dirigían a la iglesia temprano en la mañana para saludarse y oír misa o, en las primeras horas de la noche, para rezar el rosario, de la misma manera que lo habían hecho antes sus madres, en sus antiguos hogares, en pequeños poblados de Jalisco o Michoacán. Éstos eran los actos compartidos de devoción practicados con mayor frecuencia por inmigrantes en una tierra foránea, los cuales les ayudaban a aceptar sus movimientos migratorios y contribuían a la formación de lazos afectivos de por vida.

Es digno de mención también que, en sus extensiones sociales, las mujeres mayores de nuestra familia se relacionaban con algunas personas y no con otras. La abuela Carlota tenía una relación carente de esfuerzos con doña Petrita Pacheco y con su hija Margarita, por ejemplo, y con doña Petra Espinosa, o incluso con Ermelinda Luján, debido a que compartían un trasfondo socioeconómico, por así decirlo; porque provenían de familias modestas, por no decir campesinas, muy parecidas a la nuestra propia. Sin embargo, el cuerpo parroquial de la iglesia católica de Santa Rosa, como el barrio mismo, reflejaba también una cierta diversidad. Comprendía también familias provenientes de estratos económicos más altos que el nuestro, y puede afirmarse con bastante seguridad que la trayectoria de personas como Lola Ortega, Juan Najar, los Zamora, los Campero, los Padilla y otros, difería marcadamente de la nuestra debido a que ellos podían jactarse, en cierta medida, de unos orígenes de clase media rastreables hasta México o, incluso, hasta España. Probablemente no habían emergido del campesinado de hacienda del que había salido nuestra familia y quizás nunca supieron lo que se sentía al ver el mundo desde las largas hileras de vegetales, que esperaban ser cosechados bajo el caliente sol de California, o desde los naranjeros necesitados de recolección o de poda.

La desemejanza socioeconómica se revelaba cada domingo en la iglesia de Santa Rosa. Sus vestimentas, los vehículos que los acarreaban allí, su forma de hablar y de comportarse en público y, por supuesto, su complexión güera más clara, hacían identificables a estas familias de mejores sustentos la mayor parte de las veces. Las mujeres que lideraban este tipo de familias no se vestían con rebozos campechanos como los de doña Lugarda Elías, por ejemplo, una de las compañeras de la abuela Carlota. Se vestían, más bien, con trajes elegantes, sombreros combinados y tacones brillantes. Parados junto a la puerta de la rectoría después de la misa, eran capaces de contemplar a los padres españoles a los ojos y de charlar despreocupadamente con ellos, como si estuvieran tomando el té alegremente con ellos una tarde de domingo, lo cual probablemente hacían también. Incluso se reían con ellos como hacen las viejas amistades, cosa que las mujeres vestidas de rebozo no conseguían jamás.

Sin embargo, estas diferencias veladas no obstaculizaban los momentos de emocionante distracción que las actividades de Santa Rosa nos ofrecían a la mayoría de los miembros de la familia Gil. La abuela Carlota, por ejemplo, fue la primera persona de nuestra familia que se involucró con las actividades religiosas organizadas de Santa Rosa. Nosotros, los niños Gil, la conocíamos como una ferviente mujer cristiana, pero desconocíamos si se mantuvo en este fervor durante toda su vida adulta, por reflejo de la piedad del campesinado mexicano de finales del siglo diecinueve, o si su atender al culto religioso emergió como una contrafuerza ante sus difíciles relaciones con los hombres.

Las fotos más tempranas que conservamos de la abuela la muestran sosteniendo un retrato de Jesús o María y portando un escapulario sobre su pecho como icono protector. Mi hermana Mary la recuerda creando un altar hogareño en el diminuto apartamento de dos habitaciones de la vecindad, donde organizaba novenas para sus vecinos en conmemoración de diversos personajes religiosos. Sabemos que tras asentarse en San Fernando buscó incorporarse a algunas de las organizaciones laicas de mujeres, tales como la Sociedad de la Vela Perpetua, las Hijas de María y las Guadalupanas. Estas organizaciones eran promovidas por el pastor quizás como una forma de encauzar parte del fervor espiritual que movía a mujeres como la abuela; de hecho, puede ser que ella misma haya contribuido a la fundación de uno de esos grupos. Fue presidenta de al menos una de estas organizaciones en la década de 1940 puesto que, en una ocasión, me delegó la función de tomar notas de sus preparaciones para una reunión a sostenerse en las oficinas clericales. Esto debido a que sus habilidades de escritura eran bastante limitadas por un acceso deficiente a la educación.

Los beneficios de pertenecer a grupos religiosos de esta índole debieron ser particularmente importantes para las mujeres de la condición de mi abuela. Las mujeres mayores que, como ella, habían emigrado desde México siendo ya adultas probablemente anhelaban un tipo de sociedad que proveyera algún alivio ante los retos y frustraciones que acarreaba la vida en el sur de California. Como nuestra abuela, muchas de estas señoras mayores que se encaminaban a misa de siete cada mañana, debían sentirse desconcertadas tras haberse desplazado desde sus pequeñas poblaciones originarias en México y, por tanto, debían sentirse reconfortadas al unirse a La Vela Perpetua por la mera oportunidad de intercambiar sus experiencias en Estados Unidos con alguien parecido a ellas, o, quizás, por la oportunidad de recibir noticias de sus anteriores hogares o de poder expresarse sobre sus últimos ataques de reumatismo con una amiga.
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Todas las indicaciones apuntan a afirmar que las décadas de 1920 y 1930 ofrecieron aún más razones de peso para que los emigrantes, como la abuela, se reunieran en la iglesia de Santa Rosa. Este es el tiempo en que la Iglesia Católica mexicana fue atacada por el gobierno como parte de la experiencia revolucionaria mexicana. Una de las metas de los líderes revolucionarios era destruir el largamente sostenido poder económico y político de la Iglesia y, de tal manera, esta lucha histórica se vio avivada, a mediados de los 1920, cuando el presidente Plutarco Elías Calles se enfrentó a la iglesia, desencadenando la rebelión que se ha llamado la Revuelta de los Cristeros. Los mexicanos devotos montaron una defensa, que incluía batallones heterogéneos de campesinos pobres y analfabetos, cortados de la misma tela que nuestra abuela y sus hermanos, exhortados por clérigos y terratenientes a luchar para salvar la Iglesia.

Las peores lides ocurrieron en Jalisco, el estado de la abuela, y en otros estados cercanos que contaban también con un buen número de familias emigrantes al sur de California. Nuestra abuela parece haber sido un buen ejemplo de las reacciones crípticas que esta lucha engendró dentro de la población civil, en particular en las áreas rurales. Como hemos visto, la abuela provenía de una de esas familias campesinas empobrecidas que habían sido dominadas a lo largo de generaciones por terratenientes despóticos, que eran apoyados moralmente por sacerdotes a nivel local, y por la Iglesia Católica en general. A pesar de esta contradicción, nuestra abuela se irguió como crítica vociferante de líderes gubernamentales, como Calles, que osaban atacar la Iglesia. Recuerdo escucharla decir varias veces que Juárez y Calles representaban al anticristo.

La abuela Carlota y otros de su círculo apoyaban actividades que favorecían a los cristeros perseguidos, de formas que la mayor parte de sus nietos no conseguíamos comprender ni apreciar. Éstas incluían el pago de cuotas para subvencionar un partido político, conocido como El Partido Sinarquista, y su publicación titulada Orden, que fue vendida a las puertas de la iglesia por muchos años, después de la misa dominical, por un campesino enjuto de avanzada edad llamado el señor Tomás Gasca. Los sinarquistas, como se les llamaba, luchaban para dar lugar a un gobierno que le permitiera a la Iglesia un rol vital en la sociedad mexicana, y su empuje político decayó con los años. Incluso nuestra propia madre se involucró con los organizadores locales e hizo parte de múltiples reuniones a finales de los años 1940, pero su participación decreció de igual manera. Hay indicios de que muchas familias de San Fernando fueron afectadas por estos acaeceres. Un directorio con fotos, patrocinado por la Iglesia, circuló en 1975 refiriéndose cautelosamente a este fenómeno transfronterizo con las siguientes palabras delicadamente elegidas:

«A finales de los años 1920, Santa Rosa comenzó a servir como lugar de encuentro para los feligreses y para aquellos que huían de la persecución religiosa en México.»

En todos los esfuerzos que atravesamos —viviéramos en la calle Mott o en la Kalisher—, los padres de Santa Rosa nos ofrecían muchas formas de conectarnos con la comunidad del barrio y nosotros respondíamos, en ocasiones, con entusiasmo. Por ejemplo, a veces nos enterábamos de que un bautizo iba a llevarse a cabo, y estos nos impelía a mí y a otros pilluelos del barrio a pararnos ansiosamente en las puertas de la iglesia, en general los sábados por la mañana, prestos a atrapar las monedas que el nuevo padrino tiraba al aire como un antiguo gesto de buena suerte en el momento en que él, y los orgullosos padres, emergían de la ceremonia. A veces era una misa de bodas que daba a mis hermanas la oportunidad de contemplar con admiración a la nueva novia vestida de blanco ofrecer rosas rojas a una imagen de la virgen María, situada en un altar lateral. A veces era un funeral de importancia que despachaba a más de una docena de automóviles, de diversas marcas, en ruta hacia el cementerio. En mayo, las madres llevaban a sus hijas de edad escolar a «ofrecer flores» a la virgen María, en la noche, durante la hora del rosario; y en junio, los niños hacíamos lo mismo en honor del sagrado corazón de Jesús. Nosotros, los niños Gil formamos parte muchas veces de estas ceremonias religiosas que requerían amplias cantidades de margaritas, gladiolos y helechos, mientras nos ofrecían la oportunidad de saludar a nuestros amigos, así fuera por un tiempo breve…
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