Sociedad Cronopio

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El camino de la unidad

EL CAMINO DE LA UNIDAD

Por Javier Muñoz Salas*

«LA GUERRA DE TODOS CONTRA TODOS»

Fátima, de quince años, ha quedado ensordecida con la estruendosa explosión que ha surgido de la habitación contigua. El impacto la ha arrojado al suelo y tras unos minutos de confusión, intenta reponerse a trastabillones entre las ruinas que la rodean. Respira un humo denso que no le permite orientarse en el lugar que tantas veces ha recorrido. Desesperadamente empieza a buscar a su pequeña hermana Nadiya, de cinco años, pero pronto debe protegerse ya que una ráfaga de disparos surge desde el fondo de la calle en su barrio en Ard al Hamra. Por unos segundos recordó las apacibles tardes de febrero, cuando su madre preparaba dulces de mushabbak, mientras el viento susurraba entre las hojas de los olivos suavemente. Los gritos de los comba-tientes pronto la arrastraron a esta nueva realidad terrible y confusa. Ella no supo distinguir si en las calles eran militares del gobierno o insurgentes que controlan el lugar, quienes reaccionaban alocadamente ante el aparente bombardeo aéreo. Esa tarde plácida de febrero en su memoria, unos segundos antes, se transformó en algo de rencor al pensar en la indecisión de su madre de abandonar el hogar tras las noticias de la masacre en Karam al-Tarab. A pesar del horror, era difícil dejar atrás el esfuerzo construido durante cuatro generaciones y ampararse en la promesa incierta de un campamento de refugiados en la frontera con Turquía.

Sus oídos, que solo escuchaban ruidos secos de metralleta y un prolongado zumbido, empezaron a aclararse con la sensación de una voz desgarradora e irreconocible. Desde un opaco velo de humo, el halo de luz del amanecer despejaba la figura de su madre que lentamente llevaba en brazos a la pequeña Nadiya, destrozada por el impacto de la bomba y cuya boca parecía moverse lánguida, arrojando los últimos suspiros que permitían aún sus pulmones o quizás, los restos de su voluntad. Fátima no podía moverse ante la impresión de esa escena y siguió con sus ojos a su abatida madre que se perdía entre la vorágine del lugar. Nadiya tuvo entre sus manos su pequeña historia, tan llena de significado en la vida de su familia por el carácter alegre y travieso que la caracterizaron. Arrebatada por un odio que no le pertenece, toda su historia, todas las bromas que hizo a Fátima, todas sus ganas de vivir, se transformarían al parecer en un dígito más en el periódico de un diario londinense la mañana siguiente. Toda una vida humana, no resultaba sino un número sin mucho sentido para cualquier persona a unos kilómetros de Aleppo.

Cómo es posible que una vida humana se transforme en una insignificante cifra para otro ser que igualmente siente, piensa, vive y construye una historia? ¿Qué mundo es el que hemos erigido, en la que permanentemente las instituciones encargadas de velar por los derechos humanos entregan datos sobre injusticia social, hambre, violencia contra niños, mujeres, ancianos y actuamos como si no nos importara? ¿Por qué razón obramos como si esas realidades terribles nunca nos fueran a afectar, como si no nos pertenecieran, cuando en realidad sabemos que respiran su gélido aliento sobre nuestras nucas? ¿Por qué razón Nadiya y Fátima seguirán sufriendo alrededor del mundo, siendo víctimas de una hostilidad que no les corresponde?

Y usualmente cuando algo pequeño nos afecta, aparecen de nuestras bocas comentarios como «la vida es difícil», «la vida es así». Los fríos números continúan su marcha demostrando, en fin, que estamos frente a un mundo tan rico y con tantas posibilidades, como desigual. Lo más violento aún no es el número de personas que sufren, sino lo fácil que sería acabar con ese sufrimiento si hubiese voluntad para hacerlo. Y no hacen falta grandes revoluciones políticas o reformas legislativas, sino actos sencillos y cotidianos que nazcan desde los corazones de los seres humanos sin obligación, llenos de bondad y verdadero altruismo.

Según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), hacia el año 2002 fallecían diariamente 25 mil personas de hambre y aunque se ha reducido la tasa levemente, en proporción con los recursos disponibles esa cifra sigue siendo una vergüenza para la humanidad. Como reflexiona el economista español Arcadi Oliveres, el problema no es de producción, sino de distribución [1]. Hacia el 2012 un 12,5% de la población mundial, o lo que es lo mismo, casi 870 millones de personas padecen hambre. En la vereda contraria, cualquier país que se autodenomina desarrollado como Estados Unidos, su porcentaje de obesidad supera el 70%. Si el maestro Tolstoi se preguntó a fines del siglo XIX cuánta tierra necesita un hombre, hoy no sería trivial preguntarse cuánta comida necesita un hombre.

Actuamos como si el único motivo suficiente en la existencia sea el bienestar individual. Si nos encontramos cómodos en la autocomplacencia, poco nos importa lo que ocurra a un ser humano a nuestro alrededor e incluso al medioambiente en el que vivimos. La indolencia pétrea de algunos corazones llega a convertirse en apetito voraz, incapaz de redistribuir el fruto de la riqueza generada por el mundo. Solo como ejemplo, valga tener en cuenta que según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 8% de la población más rica del planeta gana la mitad de todo el ingreso mundial, mientras que el 92% se queda con el resto.

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A lo largo de su historia, la humanidad indudablemente ha obtenido grandes logros en la consecución de su propio bienestar. No obstante, estas conquistas han significado permanentemente la depredación sistemática del contexto en el que se desarrolla. El ser humano en la búsqueda de su propio beneficio, se ha convertido así en una amenaza absoluta para el resto de los seres vivientes, e incluso a sí mismo. Conjuntamente, si comprendemos que una sociedad se organiza a base de un sistema que le resulta funcional a sus necesidades, estos no modificarán sus pautas de comportamiento y estancarán su proceso de adaptación a los cambios del medio. Por consiguiente la civilización actual puede estar viviendo en un sistema que efectivamente le es útil en el corto plazo, pero a un enorme costo y seguirá comportándose bajo los mismos patrones, aunque dicha organización termine por llevarlo al colapso. Eso, si no toma conciencia de la importancia del contexto en el que se desenvuelve, tal como explicó Jared Diamond para la desaparición entre otros de los mayas, los pascuenses y los vikingos de Groenlandia [2]. Por esta razón, debemos superar la apariencia de comodidad funcional de la sociedad contemporánea, por una evolución real de nuestro actuar a través de una nueva forma de comprender y proceder en el mundo.

Hoy, la expansión de la conciencia nos ha llevado a un estado donde la sociedad moderna se debate en una contradicción que parece ser una prueba fundamental en la superación de la tensión que existe entre el bienestar individual y la comunión equilibrada con el entorno social y natural. Sin embargo esta prueba aparece como una contradicción irreconciliable: la sabia relación entre libertad y justicia social. En algunas naciones, el predominio de uno de estos valores conduce a la pérdida del otro. Tal contradicción promueve de esta forma sociedades poco saludables para la realización individual y colectiva, pues deambulan en estados represivos o injustos. Superar este escollo, sobreponiéndose además a posiciones relativistas que empantanan soluciones, redundará en un gran avance para un bienestar general sostenible.

Una sociedad es el reflejo de la forma cómo los individuos comprenden la Vida. Si creemos que esta es una guerra desatada de todos contra todos, nuestras acciones individuales y forma de organizarnos se estructurarán en consecuencia a este principio. El egoísmo, el individualismo, la competencia, la lucha y por ende la depredación, serán el costo necesario por intentar sobrevivir. Así lo entendía Thomas Hobbes en su obra Leviatán de 1651, que desde el miedo creía que la existencia del hombre era pobre, brutal y breve. Veía que la ley de la naturaleza era la autoconservación, por ende, un estado de guerra permanente y desatado. Desde ahí creía que si los seres humanos buscan un respiro en la paz, debían hacer un pacto que les llevara a entregar su libertad a un poder absoluto que garantizara el orden. Hobbes se convirtió así en el padre teórico del despotismo, cuya raíz es el miedo al entender que el hombre es un lobo para el hombre, «Homo homini lupus» [3], afirmaba.

Incapaz de ver más allá del deseo de poder, Nicolás Maquiavelo en El Príncipe de 1513, desarrolla su visión que se centra en una Italia dividida en pequeños estados que luchan entre sí. Propone una sociedad unificada y defensiva en un Estado fuerte, donde si es necesario para conseguir los objetivos, incluso la astucia, el engaño y la crueldad están permitidos. Gobernantes amorales que aparentan virtudes, es la única promesa de su visión.

De la misma forma, tanto los totalitarismos del siglo XX de izquierda, como el comunismo, afirmaban con Mao Ze Dong en 1938 que «sólo con el fusil se puede transformar el mundo entero» [4], basado en las nociones de Marx sobre la violencia y su visión profética del futuro. En la otra vereda ideológica, Hitler creía firmemente en ideas como las que expuso el nacionalista del siglo XIX Heinrich von Treitschke, considerando «que la guerra fuera desterrada para siempre del mundo, sería una esperanza no solamente absurda, sino profundamente inmoral. Traería consigo la atrofia de las fuerzas esenciales y sublimes del alma humana» [5]. Y hasta premios Nobel de la Paz, como Henry Kissinger, autodenominados paladines del orden democrático, demostraban este pensamiento con su criminal política internacional [6].

La muestra máxima de esta concepción del mundo es la errónea interpretación de la teoría de Darwin conocida como el darwinismo social planteado por Herbert Spencer, Thomas Henry Huxley y Francis Galton, influyentes en su visión del mundo desde la eugenesia hasta formas de competencia en el mercado económico. El mundo sería sino, el resultado de la evolución social, donde sobreviven las especies más aptas en una naturaleza altamente competitiva que constantemente encuentra depurándose.

De aquí radica la importancia de las acciones humanas, pues estas son el reflejo del mundo interno, con un impacto enorme en su contexto. La actual sociedad gracias a sus progresivos logros, puede optar por un camino de realización en sintonía con lo que le rodea o la guerra de todos contra todos. Sin embargo, para lograr el primer propósito, no solo es necesaria una revolución de la conciencia, sino que también esta alcance al mayor número de personas posibles, lo cual constituye un imperativo inaplazable. Es decir, independiente de nuestras expectativas de vida, lo ético es primero.

La pasividad sometida de la ciudadanía es un claro ejemplo de un sistema que genera inseguridad, aislando a las personas y por ende propiciando la tendencia a conservar su propia existencia, descom-prometiéndose de toda manifestación colectiva. Hay una sensación de inseguridad e inhibición que surge a partir de una sociedad que a través de los medios de comunicación masivos, el accionar del mercado, las instituciones políticas y religiosas, infunden terror. El aparato estatal y las guerras lejanas, juntas en su acción espectacular, congelan a las personas en su comodidad aparente, frente a la «hostilidad aparente». No es de extrañar así que seamos apáticos frente a cientos de Fátimas y Nadiyas, como seremos indiferentes para otros en nuestro propio sufrimiento.

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LA IMPOTENCIA DE LOS SISTEMAS

Durante la noche del jueves nueve de noviembre de 1989, los medios internacionales cubrían una noticia que dejaba sin aliento al mundo entero. En conferencia de prensa, se anunciaba que las restricciones para que los ciudadanos de Alemania Oriental pudieran cruzar hacia el Oeste habían sido levantadas de inmediato. Un muro que separaba a un pueblo por imposiciones ideológicas, empezaba a desmoronarse con la avalancha de personas que se dirigían a los puntos de control fronterizo. La caída del muro de Berlín solo era el anticipo de las transformaciones de una historia que se gestó con el fin de la Segunda Guerra Mundial.

A partir de la Guerra Fría, la comunidad internacional se dividió en el enfrentamiento entre dos ideologías contrapuestas, el capitalismo y el comunismo. En ambos lados de la cortina de hierro se prometió un futuro lleno de prosperidad, donde los antiguos lastres del pasado quedarían reducidos a objetos de museo en la memoria de la humanidad. Cada sistema se proponía conquistar el progreso y felicidad humana para siempre.

A pesar de los esfuerzos en la competencia por imponerse, que llevó incluso al ser humano a la Luna, el sistema comunista fue el primero en develar que las grandes revoluciones, aparatos estatales e imposiciones, son inútiles si no hay algo anterior a los sistemas que logre hacer de la conquista de la felicidad un camino de vida y no un mero discurso político. Fue imposible imponer igualdad sin dañar la libertad humana. La caída del muro de Berlín demostró que por muy grande que resulte la represa que sostenga una ideología, esta es impotente frente al océano de la voluntad que agrieta lenta, pero inexorablemente al poder. Por muy fuerte que sea el estado de represión o el adoctrinamiento, la promesa de un futuro mejor resulta un castillo en el aire, que no termina por dominar la necesidad de realización del ser humano en el presente, en una vida tan corta como incierta.

Posterior a la desaparición de la Unión Soviética y al fin de la Guerra Fría, Estados Unidos se afirmó como la primera superpotencia mundial. Desplegaba a través del Consenso de Washington un paquete de políticas económicas para ajustar los programas de desarrollo que la comunidad internacional debía seguir para impulsar el crecimiento. Surgía la época de la desregulación de los mercados, la liberalización financiera, la privatización de las empresas públicas y el fortalecimiento del comercio internacional en la promesa de alcanzar el desarrollo económico. Los llamados expertos conducían al mundo a poner en el centro de la acción humana al mercado.

Se desató durante años la cultura del consumo, la especulación y la acumulación, haciéndose visibles prontamente las grietas de una economía de casino. A gran escala se produjo inevitablemente la deuda y el compromiso de los recursos naturales. Y a nivel individual, a pesar de la disponibilidad de bienes a bajo costo, las personas siguen en un permanente estado de vacío. Los grandes problemas de la humanidad se perpetúan y esta vez bajo la amenaza del calentamiento global y las constantes crisis económicas mundiales. Durante los años 2008 a 2014 quedó en evidencia que el modelo propuesto por Estados Unidos, junto a la desregulación económica, tampoco puede por sí misma sostener por mucho tiempo un sistema que tiene más de ilusión que realidad.

Para el padre de la economía moderna, Adam Smith, la libre competencia sería el medio más idóneo para conducir al bienestar, afirmando que las contradicciones engendradas por las leyes del mercado serían corregidas por lo que denominó «la mano invisible» del sistema (la ley de la oferta y la demanda). No obstante, dadas las últimas crisis económicas, incluyendo la crisis hipotecaria de 2007 y la crisis bursátil de enero de 2008, es posible observar que el libre mercado no existe, pues los estados siempre correrán al salvataje de las irresponsabilidades del capital privado con fondos públicos, ya que la elite económica y política es la misma. Además, el libre mercado que promete un cierto estilo de vida acomodado a través de la publicidad, raramente hace rico al pobre [7]. La llamada igualdad de oportunidades es imposible en la competencia con sectores que durante años han acumulado capital.
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