Sociedad Cronopio

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Claridad

EL PROBLEMA DE LA CLARIDAD Y EL PLACER DE ESCRIBIR

Por Álvaro Alemán*

Enseñar a escribir es un asunto difícil. En parte debido al hecho de que no hemos desarrollado, colectivamente, como sociedad (e incluso dentro de instituciones educativas), criterios básicos que definan en qué consiste una escritura aceptable. Lo que sustituye esa necesaria reflexión así, es la idea de la claridad. Más allá de que la claridad imagina para sí una transparencia imposible, y de que acoge en forma mínima el ideal iluminista en cápsula (dejar atrás las tinieblas de la sinrazón), la claridad emerge como un arma multiuso para toda circunstancia comunicativa en peligro.
Pero ¿qué entendemos por claridad? ¿Cómo separar la claridad de un uso ideológico, de esfuerzos por persuadir, o de la simple corrección gramatical y ortográfica? La buena prosa tarda. ¿Vale la pena? ¿Es que la escritura clara expresa siempre un pensamiento claro? ¿No buscamos, en algunos casos más bien, elegancia y no claridad? ¿Es que la elegancia, o la elocuencia, mejora la transmisión de ideas?

El problema, adicionalmente, no admite —en su forma actual— una solución científica o cuantitativa. Ni siquiera conocemos su magnitud. Lo único que tenemos es una vaga noción del deterioro de la capacidad escrita, a nivel social y, para los que enseñamos a escribir, la sensación de una ineptitud creciente entre la población estudiantil.

Las escuelas y colegios periódicamente gesticulan en un intento por revertir una situación que se siente casi decidida a favor del fracaso, en los cursos de composición a nivel universitario. Pensemos en lo que se intenta impartir, con frecuencia, en un solo curso de composición a nivel de instrucción universitaria (esto es, en aquellas universidades que aún se aferran, y son minorías, al intento de enseñar a escribir a sus alumnos).

La clase básica de escritura en la universidad por lo común toma como temario lo que en tiempos antiguos se llamaba retórica y que hoy (a veces) se llama destrezas de comunicación. Viejo o nuevo se trata, en suma, del Trivium medieval, o curso de primeras artes; es decir, progreso constante en gramática, lógica y retórica. El estudiante medieval entregaba todo su tiempo durante años a estas tres materias, hasta recibir su grado. Los estudiantes ahora hacen lo mismo en catorce semanas.

Como dice Richard A. Lanham, «invariablemente, estos alumnos no saben nada de lógica cuando empiezan, prácticamente nada de gramática y, a veces literalmente, no saben lo que es la retórica. Sí saben, sin embargo, que el curso no es importante para sus futuras carreras académicas. Ningún profesor, si es que se deciden por la ciencia, va a esperar de ellos que escriban prosa comprensible o los penalizará —y corregirá sus textos— si no lo hacen. Si estudian ciencias sociales, hallarán que la prosa lúcida que su instructor les urge a poner en práctica se convierte en un verdadero impedimento.»

«Lo que importa es la idea». El prejuicio instalado en nuestra sociedad y sistema educativo, cada vez más acorde con los preceptos inflexibles del utilitarismo, sostiene que el estilo es asunto de ornamento, y que la corrección es asunto de mecánica, y que no hay ninguna razón real para someterse al laborioso proceso de labrar una prosa válida. ¿Para qué? A nadie le interesa ni siquiera una definición de la prosa, y nada motiva al estudiante a escribir bien, ni lo recompensa por hacerlo. Los comentarios de palurdos en la clase de composición son los más lúcidos ¿Por qué debe importarme cómo escribo si a nadie más le importa?

La buena prosa no se adquiere con un curso aislado del currículo escolar, colegial o universitario, ni de una inoculación que lleva el nombre de una asignatura académica universitaria. Debe sostenerse mediante un sistema social de valores, mediante el criterio social del valor de un estilo. Debe estimularse, recompensarse, apreciarse. La fealdad de su contrario debe estigmatizarse. Nada de aquello ocurre, ni siquiera dentro de los confines institucionales de las universidades.

Todo esto se exacerba, adicionalmente, porque las clases de composición ingresan libremente dentro de la lógica utilitaria. En muchas de estas clases, se impone una pedagogía que rechaza el placer a favor del uso. Como en la publicidad, el último reducto social en donde el lenguaje aún captura los restos de un espíritu de juego, a coste de convertirlo en instrumento de consumo, la clase de composición degrada todo el placer verbal, convirtiéndolo en utilidad, de la misma forma en que se degrada toda motivación humana en el principio de lucro. Se intenta justificar o defender la enseñanza de la escritura a nombre de argumentos afincados en su utilidad. Y esta simplificación resulta falsa: la buena prosa no es más garantía de éxito en el mundo que el simple hecho de poseer instrucción superior. Citemos a Jonh Jay Chapman en este sentido:

«Ahora, la verdad es que la educación superior no avanza los intereses personales de un hombre sino bajo circunstancias especiales. Lo que le da al hombre es el poder de la expresión, pero la habilidad de expresarse ha mantenido a muchos hombres en la pobreza.»

La elocuencia puede ser peligrosa y, a la inversa, la pobreza comunicativa no es un impedimento para la comprensión, hasta puede ser una virtud; sino, pregúntenle a Dussan Drascovic de la selección ecuatoriana de fútbol.

Las clases de escritura entonces, presentan dificultades tanto sociales como pedagógicas, ¿cómo enfrentarlas? Un primer problema es el de contexto, ¿para qué escribimos? Hasta que esta pregunta sea asumida por más que un grupo pequeño de instructores, la respuesta será siempre insatisfactoria, los estudiantes continuarán con actitudes indiferentes y despreocupadas hasta que puedan conectar su escritura con los valores sociales vigentes. En este sentido, como dice Lapham, tal vez el mejor incentivo sea una recompensa económica.

A nivel pedagógico el principal obstáculo es lo que algunos autores han llamado la falacia de la prosa normativa. La idea de que la meta de toda buena prosa es desaparecer; es decir, dar acceso directo al pensamiento del autor, sin el detrito de la enunciación. Se nos enseña que el estilo de escritura, como el Estado en el marxismo, debe desaparecer y dejar tras sí los hechos, límpidos en sí mismos.
Como consecuencia se entregan fórmulas de escritura contradictorias («escribe en tu propia voz», «imita a los maestros de la prosa», «prepara un esquema», «sé espontáneo») que arrojan como saldo un panorama desolador de mismidad. Y sin embargo, los estilos válidos de prosa son innumerables, a tal grado que no pueden ser resumidos por un solo grupo de apotegmas.

LOS USOS DE LA OSCURIDAD

La claridad como meta absoluta enfrenta grandes dificultades. Una de ellas es que la gente no escribe simplemente para ser entendida. Las discusiones clásicas sobre la expresividad humana se preocupan sobre todo de asuntos humanos más comunes: ventaja y placer. Talleyrand decía al respecto que el lenguaje se inventó para que el ser humano pudiera ocultar lo que realmente piensa y Kierkegaard, más cínico, construye sobre ese aserto para señalar que el lenguaje existe «para que el ser humano pueda ocultar el simple hecho de que no piensa para nada.»

«Ante todo la claridad» decía Anatole France, «después la claridad y en fin, la claridad». «La prosa, escribe John Murry, «es el lenguaje del pensamiento exacto; fue hecha con ese propósito; y me parece que una proposición de Euclides es un ejemplo elemental de buen estilo, aunque de un tipo absolutamente vacío de creatividad». Estas afirmaciones soportan un dogma tedioso, repetitivo y poco original: debemos someternos, de manera inflexible a una trinidad compuesta de claridad, como meta del conocimiento, de sinceridad, como objetivo moral y de corrección como propósito estilístico. Examinemos a cada uno por separado.

La claridad no corresponde a una configuración verbal determinada sino a una relación entre escritor y lector. Un componente crucial en esta relación es la familiaridad. Lo que pasa por claridad es así un idiolecto específico; es decir, un código concreto, pactado social e institucionalmente entre miembros de una comunidad de intereses. La claridad ocurre así entre miembros de una comunidad concreta y no entre personas de distintas características sociales. La claridad expresiva, para un abogado, difiere enormemente de aquello que pasa con el mismo nombre entre periodistas deportivos, o entre financistas o apostadores profesionales o agentes de la bolsa de valores. La claridad en la academia depende del gremio al que aspiramos integrar y resulta ininteligible para aquellos que lo observan a distancia. Este hecho, que contempla lo que Bourdieu ha llamado, en otro contexto, el capital simbólico, revela la complicidad entre una idea (la claridad) y un sistema (social) y la radical contingencia del término.

Vemos por lo tanto que existen múltiples formas de claridad, algunas de ellas, francamente peligrosas, como podemos apreciar en el ejemplar texto de Roland Barthes «Dominici o el triunfo de la literatura», parte de su formidable colección Mitologías, uno de los libros más reñidos con el concepto de la claridad, escritos en el siglo XX. En ese texto, una reflexión profunda sobre la manera en que el acento de un acusado lo condena ante una audiencia letrada que castiga su «opacidad» y premia la «claridad» lingüística del abogado defensor, vemos lo que realmente está en juego.

Lo que los instructores de composición hacen en clase entonces, es introducir un «código», ni más ni menos legítimo que otros que circulan en nuestro entorno, aunque lo hacen con aspiraciones de universalidad, como si ese código fuese la vara de medición de toda la actividad humana expresiva. Lo que omiten, porque sería virtualmente contrario a su propia misión tal como la conciben, es toda mención a los usos de la oscuridad.

La oscuridad, o la opacidad expresiva puede ser de inmensa utilidad. A veces, porque deliberadamente apela a las pasiones, y las pasiones no son transparentes, a veces, porque se trata, a toda costa, precisamente con fines persuasivos, de evitar la definición precisa. Los grandes íconos de la celebridad global hacen todo lo posible por evitar ser identificados con un solo grupo de consumidores. Así, en la cúspide de su popularidad, Michael Jackson intentaba no ser ni negro ni blanco, ni masculino, ni femenino, ni conservador ni radical, ni santo ni demonio. La indefinición, terreno fértil de populismos de distinta índole, resulta así, inmensamente deseable y no por deficiencia expresiva sino al contrario, porque persigue la «oscuridad».

De la misma forma, la jerga profesional presenta su propia problemática. Uno recibe, como parte del proceso normal de socialización humana, acceso a una jerga específica que tiene, entre otros fines, un propósito claro de exclusión. En este sentido, toda forma expresiva, por más esfuerzos incluyentes que haga, no podrá jamás desterrar su profunda vocación segregacionista. A lo más podemos paliar esa tendencia y ciertamente, enseñar a nuestros estudiantes una noción absoluta de «claridad» que no hace sino perfeccionar sus propias inclinaciones excluyentes relativas a otros grupos que no comparten su instrucción.

Por último, la idea de una claridad perfecta resta valor del lenguaje en sí, y de toda relación lúdica con la lengua. Si únicamente queremos comunicar, podemos hacerlo sin gracia, sin misterio, pero nos privamos, en el camino, de impulsos humanos gratos: la creatividad, la experimentación, el placer inventivo, todo lo cual sin duda, pone siempre en riesgo la inteligibilidad, pero a favor de una mayor profundidad, autonomía expresiva y goce personal.

SIN-CERIDAD

Otro caballo de batalla para la enseñanza de escritura es la idea de escribir de lo que sabemos, con conocimiento de causa e integridad personal. El dogma aquí nos es legado directamente de Hamlet cuando Polonio termina sus admoniciones idealistas a su hijo Laertes con la frase: Sé sincero contigo mismo, que a esto seguirá que seas sincero con los demás.

La idea presupone un «yo» completo y coherente ubicado en algún sitio de nuestra interioridad. Si, como profesores, intentamos enseñar a escribir a jóvenes y adolescentes, una pregunta pertinente sería «¿cuál yo?» Si entendemos a la identidad como un proceso continuo de experimentación con roles sociales (más aún en la adolescencia), y nos desmarcamos de un esencialismo trasnochado, entonces podemos entender que la demanda del curso de composición se convierte en una pedagogía del fracaso.

¿De qué sinceridad personal se puede partir si el «yo» es un asunto en construcción, un proyecto distante? De ahí sigue que una actitud más adecuada a las circunstancias requiere que los estudiantes se vean expuestos a una diversidad de estilos y por ende, de perspectivas y ópticas distintas. Esta exteriorización estilística de su búsqueda identitaria, por medio de la prosa reclama una actitud opuesta a la «originalidad» tan prevalente —e imposible de lograr— en las camisas de fuerza convencionales que son los cursos de composición.

Bajo este modelo uno de los problemas centrales del curso de composición, el tema de escritura, es en sí irrelevante. La temática debe entregarse a la clase, y una amplia gama de acercamientos es lo que se debe buscar. Si la escritura es, entre otras cosas, la organización del pensamiento, por la misma lógica, también representa la impostura o la falsificación del pensamiento. Este ejercicio apunta directamente a la naturaleza constructiva del yo y de la experiencia, junto con la convicción poderosa de que podemos construir mundos por medio del lenguaje. El camino hacia la sinceridad así no ocurre si evitamos el artificio, sino más bien si nos familiarizamos con él, si lo atravesamos para llegar a un entendimiento profundo sobre la construcción social de la realidad. La sinceridad es un efecto del lenguaje y la clase de escritura un medio para alcanzarla.

En suma hablamos aquí del desarrollo de una actitud lúdica y experimental con el lenguaje, a su vez una actitud lúdica con los papeles sociales que asumimos a través de nuestra experiencia camaleónica con la «voz». Esta actitud, profundamente divergente de la solemnidad ritual que acompaña la búsqueda del «yo», y que implica un desenfado que tiene poco lugar en la pedagogía convencional de la escritura, se encuentra tristemente ausente en la mayor parte de las clases de composición.

CORRE-CTO

La corrección gramatical, sintáctica y ortográfica en muchos casos, en clases de escritura, se convierte en la piedra de toque de una prosa válida si no valiosa. En aras de alcanzar la norma muchas veces sacrificamos el placer y, a veces la expresividad. Ante el mandato de sometimiento a la regla desterramos el «error» como oportunidad pedagógica. La urgencia de corregir a veces nos ciega a una contradicción básica en el proceso de una escritura que se esfuerza por lograr la claridad. Y esta es, si vivimos en un mundo fundamentalmente enajenado por la lógica implacable de la mercancía, un mundo en donde la alienación es la condición sine qua non no sólo de la experiencia personal sino también de las relaciones sociales, entonces sigue que todo esfuerzo (aun inadvertido) por atravesar esa lógica inhumana, necesariamente tendrá que desafiar la corrección, tanto social como gramatical.

De hecho, ¿qué es la gran obra experimental de las literaturas del siglo XX sino un esfuerzo consistente que se propone derrotar la esencial apropiación del mundo por medio de un lenguaje normativo y ajeno a nuestros verdaderos intereses? ¿En qué consisten las diversas transgresiones lingüísticas provenientes de distintos entornos nacionales sino en un esfuerzo de descolonización? ¿No es Joyce el liberador del Inglés para Irlanda? ¿no es la generación del 30 en el Ecuador aquella, que, como dice Agustín Cueva, genera una acumulación originaria de lenguaje para la nación? Las grandes innovaciones literarias ocurren a expensas de la corrección sintáctica, lingüística y a veces, hasta ortográficas.

No quiero decir con esto que la clase de escritura debe convertirse en una clase de experimentación lingüística pura, aunque sí me parece adecuado señalar que el tener conciencia de la regla es útil, no sólo para observarla, sino también para transgredirla con conocimiento de causa.

¿Qué queda entonces, cuando la claridad ha sido expuesta como un ideal insuficiente, la sinceridad como una construcción y la corrección como un mandato vacío? Mi respuesta: el placer. La pedagogía de la escritura difícilmente se puede desprender del evidente gusto que las palabras despiertan en los seres humanos. Saborear las palabras, jugar con ellas, leer con detenimiento y goce, he ahí un mandato distinto. Antes de considerar la escritura de manera sensata se debe redefinir la lectura. Esta no puede ocurrir a grandes velocidades. Debe parecerse más a una caminata en el campo que se hace, en parte, por el placer de caminar en sí.

Cada curso de composición debería ser un curso de Lectura Lenta. Leer una prosa encantadora, una y otra vez, es el acto más importante, a mi criterio, que se puede realizar en la sala de clase. Las lecciones derivadas de este acto son múltiples, e incluyen el estudio del ritmo. Para considerar el ritmo este debe oírse, para oírse, debe leerse en voz alta. Leer en voz alta significa importar un espíritu de juego a la prosa.

Para que la enseñanza de la escritura alcance un verdadero impacto en la conducta escrita del alumnado es indispensable que este perdure, más allá de la clase obligatoria. La única manera en que esto puede suceder, a mi criterio, en una sociedad que carece de una tradición literaria firme o de una estimación social elevada hacia la buena prosa, es por medio del reconocimiento privado del placer que provoca en nosotros la palabra y su manejo escrito. Hacia aquello deberíamos dirigir nuestro esfuerzo pedagógico.
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* Álvaro Alemán (Montevideo, 1963). Ph.D. en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Florida. Crítico ecuatoriano, editor general de LiberArte y profesor y director del área de literatura en la Universidad San Francisco de Quito. Sitio Virtual de Literatura «Liberarte» de la Universidad San Francisco.

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