Vidas de Artistos Cronopio

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UN ÁNGEL EN LA NIEVE

Por Gustavo Arango*

A pesar de la nieve acumulada, el martes 25 de diciembre de 1956, Robert Walser salió a caminar como de costumbre. Tenía setenta y ocho años, alguna vez fue un autor respetado, pero desde hacía mucho tiempo había dejado de escribir. Lo único que de veras le importaba eran sus largas caminatas solitarias. Después del mediodía, su ausencia se hizo notoria, y un par de enfermeros fue enviado a buscarlo.

Había nacido en Biel, Suiza, el lunes 15 de abril de 1878, en el seno de una familia numerosa. Biel estaba en la frontera entre dos lenguas: el francés y el alemán, y por esto Robert Walser creció siendo bilingüe. Era nieto de un periodista, hijo de un empastador de libros y al menos tres de sus hermanos tuvieron destinos exitosos. Su madre murió cuando Walser tenía 16 años, después de una muy larga enfermedad agravada por problemas mentales.

Por la situación económica de su familia, Walser abandonó la escuela cuando tenía catorce años y obtuvo un trabajo como empleado de banco. Trató de ser actor pero fracasó. A los veinte años, después de trabajar en numerosas oficinas, logró que un periódico de Zurich le publicara unos poemas y el entusiasmo con que fueron acogidos lo ayudó a decidir que la escritura era lo suyo. Desde entonces se dedicó a publicar en periódicos sus poemas y relatos, pero lo que le pagaban apenas le alcanzaba para vivir. Walser siguió trabajando en oficios varios, mientras residía por temporadas en las casas de sus hermanos. Su primer libro publicado fue un poema dramático titulado Blanco como la nieve (Schneewittchen, 1901), por el que recibió más elogios que dinero.

En 1905, Walser se trasladó a Berlín, donde vivió en casa de su hermano Karl, quien trabajaba como pintor para varias compañías de teatro. Allí la obra de Walser floreció. Enviaba a los periódicos numerosas colaboraciones en las que ya se perfilaba su estilo único, mezcla de sensibilidad extrema y desapego. Su experiencia en Berlín como asistente de un inventor sirvió de base para su novela El asistente (Der Gehülfe, 1908). Un año después, en 1909, publicó Jakob von Gunten, su novela más celebrada. Aquellos fueron años de esplendor. Walser recibió la admiración de Franz Kafka, Robert Musil y Hermann Hesse. Es posible afirmar que su estilo influyó en todos ellos. Su obra toda, sus novelas y relatos, parecían formar parte de un único libro: las impresiones sobre el mundo de un hombre modesto, aferrado a su insignificancia, pero iluminado desde dentro por la gracia.

En 1913, Walser regreso a Suiza y vivió inicialmente con su hermana Lisa, en el hogar para enfermos mentales de Bellelay, donde ella trabajaba como profesora. Allí tuvo la que quizá fue su única cercanía amistosa con una mujer, la lavandera Lisa Mermet. Al año siguiente, Walser se fue a vivir con su padre, a quien acompañó en sus últimos meses de vida. Luego se trasladó a una mansarda en el Hotel Blaues Kreuz. Allí siguió escribiendo numerosos relatos breves que enviaba a los periódicos. Fue entonces cuando nació su afición a caminar por las noches. Muchos de sus relatos eran las impresiones y ocurrencias que tenía mientras caminaba.

La guerra tuvo efectos devastadores para la familia. Su hermano Ernst murió en 1916, después de una larga enfermedad agravada por problemas mentales. En 1919, su hermano Hermann, profesor de Geografía en Berna, se suicidó. En 1921 Walser obtuvo un trabajo de oficina en Berna, pero su vida era estrecha y solitaria.

A partir de 1921, Walser empezó a escribir lo que se ha llamado «Microgramas», unos textos en letra diminuta —de menos de un milímetro— en papeles sueltos, que llevó más de medio siglo descifrar. Ante la cada vez más remota posibilidad de publicar, en los microgramas su estilo subjetivo se hizo más abstracto y complejo. En ocasiones escribió versiones personales de novelas que había leído, pero sin identificarlas.

Para 1929, el aislamiento y las alucinaciones habían conducido a Walser a varios intentos de suicidio, y su hermana actuó para que lo recibieran en el sanatorio de Waldau. Según el reporte médico, el paciente confesaba escuchar voces. Se le diagnosticó catatonia esquizofrénica, pero al poco tiempo regresó a la normalidad y se dedicó de manera laboriosa a escribir en su caligrafía microscópica. Sólo dejó de escribir cuando a comienzos de los años 30 fue trasladado contra su voluntad al sanatorio en Hurau, donde pasaría el resto de su vida.

Fue en Hurau donde la obra de Walser se salvó del olvido. Hasta allí iba con frecuencia su admirador, Carl Seelig, quien con frecuencia acompañó a Walser en sus caminatas cotidianas. Fruto de esos encuentros es el libro Caminando con Robert Walser, que nos ofrece una mirada privilegiada a ese gigante de la literatura que pasó por el mundo sin ser notado. Tras la muerte de los hermanos de Walser, Seelig pasó a ser el ejecutor de su obra y fue en buena parte el responsable de su reivindicación póstuma.

En 1955, un año antes de la muerte de Walser, se públicó el primer libro suyo traducido al inglés, la novela corta «El paseo». Al conocer la noticia, lo único que Walser dijo fue: «Mira, tú». En una ocasión, cuando Seeling le preguntó si seguía escribiendo, su respuesta fue lacónica: «No estoy aquí para escribir, sino para ser loco».

La obra de Walser fue redescubierta a partir de 1970. En 1990 se hizo una edición de seis volúmenes de sus microgramas y se emprendió la traducción al inglés de toda su obra. Hoy en día se le reconoce como una de las figuras más notables de la modernidad literaria. Pero es de suponer su indiferencia si alguna de las voces que escuchaba le hubiera revelado esas noticias.

Aquel día de Navidad de 1956, los enfermeros tardaron poco en encontrarlo. Tenía las piernas y los brazos extendidos y parecía haber estado dibujando las alas de ángel que los niños se tienden a hacer en la nieve. Su rostro dibujaba una sonrisa. Parecía un asterisco diminuto perdido en la blancura.

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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