Literatura Cronopio

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«UN ASILO EN LA GOAJIRA». TRASHUMANCIAS ENTRE LA CIVILIZACIÓN Y LA BARBARIE

Por Mildred Nájera Nájera*

La novela Un asilo en la Goajira (1879, reeditada en 2007), de Priscila Herrera de Núñez, propone desafíos al imaginario heredado del pasado colonial, sobre el espacio goajiro[1] y sus habitantes. Un asilo no podría buscarse en la desolada península donde, según los ecos del siglo XVI, las «gentes que por allí le son vecinas en estremo son malas y bestiales» (Castellanos 1857, 250). El territorio infestado de indios goajiros y cocinas, obligó la retirada española hacia las orillas del río Ranchería, convertido en la frontera entre la Villa de Nuestra Señora de los Remedios del Rio de la hacha y el país de los indios goajiros. Asentados en su zona de refugio peninsular, los indios resistieron a la conquista. Entre los esfuerzos para sujetarlos se tienen los de Antonio de Arévalo, quien hacia 1772 utilizó estrategias de negociación pacíficas y otras menos reposadas como la invasión de tierras. Pese a ello, los indígenas[2] se mantuvieron libres y para cuando la República emergió como proyecto político independiente de la metrópoli europea, hacía siglos que los goajiros vivían de manera autónoma. Su fama de bárbaros se extendió a todo el territorio colombiano, cuyo gobierno central siempre tuvo como proyecto el integrarlos mediante procesos civilizatorios de difícil concreción.

Mientras tanto, los goajiros y los criollos riohacheros habían establecido formas de relacionamiento caracterizadas por una constante tensión entre alianzas y pugnas. Las últimas, suscitadas por agravios mutuos en donde se ponían de relieve las diferencias culturales y se acentuaban las imágenes de barbarie solo sobre lo indígena, quienes en respuesta a las ofensas incendiaban casas, robaban ganado y asaltaban las vías. Por ello, adentrarse en el territorio goajiro o realizar viajes era considerado peligroso para los riohacheros, quienes muy rara vez se aventuraban fuera de Riohacha. Aun durante las últimas décadas del siglo XIX, cuando viajeros europeos empezaron a explorar la zona, el peligro estuvo latente incluso para el conde Joseph de Brettes, quien llegó a establecer relaciones amistosas con los indios. Sobre su primer viaje en 1891, relata: «La ruta que seguimos avanzó a través de la Guajira, región en la cual los civilizados no gozan de una seguridad íntegra» (en Göggel, 1987, 94).

Si esto era así para un europeo protegido por amigos indígenas, ¿cómo podríamos entender la búsqueda de amparo por parte de una mujer viuda y sus hijos entre los «indios Goajiros, gentes desnudas del todo, hasta las partes de la honestidad, (…) salteadores, vagamundos» (Simón 1882, 100), propuesta por Priscila Herrera de Núñez, una escritora oriunda de Riohacha, conocedora de la situación social de la Goajira en el siglo XIX?¿Por qué en su novela los personajes abandonan Riohacha, el último bastión de la civilización y se sumergen durante once años en la vida de los indígenas considerados bárbaros? En la novela misma se halla la respuesta. Debido a la guerra civil Riohacha ya no era un lugar seguro; en las llamas de los odios fratricidas se consumieron la familia, los bienes materiales y hasta los valores de la solidaridad y la compasión. La inhumana guerra del mundo civilizado expulsa a los protagonistas hacia el orbe salvaje, en donde son acogidos con las más delicadas muestras de hospitalidad, piedad y filantropía. Todo lo que en ese momento la civilización les negó, les fue ofrecido de manera generosa por la barbarie.

A partir de esta línea argumental y siguiendo una lectura atenta de la novela, intuyo en la autora una visión diferenciada de los imaginarios y preceptos de su época, sobre el lugar de la civilización y la barbarie. Civilización y barbarie no serían para ella marcas inamovibles impuestas por la raza, la geografía o la condición social; podrían residir sin distinción en todas las clases sociales, grupos étnicos y políticos. De ahí que en el presente ensayo me proponga evidenciar el lugar de la civilización y la barbarie otorgado por la autora en el ámbito del proyecto de nación y entre los llamados salvajes goajiros. En todos, desde la mirada femenina, el máximo signo de barbarie estaría representado por la guerra, causante de la trashumancia por huir de la barbarie hacia la civilización. Los signos de la civilización, en cambio, recaerían en los valores promulgados desde la moral cristiana: amor, compasión, solidaridad, lealtad, etc.; en la educación como un medio de progreso y liberación para los pueblos; y en el establecimiento de relaciones interculturales mediadas por los valores cristianos en donde cada grupo —desde su lugar— aporte lo mejor de sí; en el caso de los indios, sus rasgos más civilizados.

Pero antes de adentrarnos en las trashumancias femeninas entre civilización y barbarie, será necesario presentar los pocos datos obtenidos sobre la autora y su obra, ocultos bajo el polvo del tiempo y las mayoritarias voces masculinas de las letras del siglo XIX en Colombia.

PRISCILA HERRERA DE NÚÑEZ Y SU ASILO EN LA LITERATURA

Siguiendo las huellas de Priscila, he tratado de imaginarla en la Riohacha del siglo XIX, una Riohacha cosmopolita y multicultural gracias a su activo comercio portuario y a la diversidad de gentes atraídas hacia la calle de La Marina, en donde se ubicaban las agencias comerciales de Europa y el Caribe; el pequeño muelle receptor de viajeros y mercancías; el mercado abarrotado con los productos agrícolas y con las leches ácidas, frutas silvestres, quesos y maíz de los indios goajiros; y en la playa misma, alguna que otra lancha anclada en la casi extinguida actividad perlera. A lo mejor Priscila se paseaba por esta calle observando su febril actividad y escuchando regateos de precios en distintos idiomas, incluyendo los pregones de las marchantas en su vernácula lengua goajira.

Acaso Priscila supiera preguntar a estas mujeres de cara pintada, mantas coloridas y mochilas repletas de viandas: ¿Jera suria jime mache? es decir, ¿A cómo el pescado mache? Quizá en su casa, ubicada con probabilidad cerca a la plaza principal, vivieran indios goajiros de servicio con quienes sostendría largas conversaciones acerca de sus costumbres; pudo tener un pariente comerciante con quien los goajiros negociarían y tal vez en alguna ocasión ella misma visitó sus rancherías. Solo de esta manera puedo explicar la viveza y realismo de sus descripciones sobre el paisaje y las costumbres de los goajiros. Alejándome un poco de la especulación imaginativa y situándome en los cuatro datos repetidos en las fuentes sobre Priscila, debo decir: era riohachera; estuvo casada con un hermano de Rafael Núñez (quien fue escritor, poeta y presidente de la República); y escribió bajo el seudónimo de Paulina, las novelas Un asilo en la Goajira (1879) e Historia de una noche («s.f.»).

A pesar de lo exiguo y parco de los datos, dan luces sobre el tema de su primera novela y la condición de literata en un contexto donde las mujeres tenían pocas posibilidades de escribir y ver publicadas sus obras, de hecho, no se sabe con exactitud si la novela fue conocida el mismo año en que se escribió, pues Raymond L. Williams (1991) reseña su publicación en 1936. Sobre el tema de la novela ya he adelantado algunas líneas en relación a su circunstancia como riohachera. Sobre el apelativo Paulina, según Jan María Dejong (1995), era corriente el uso de seudónimos por parte de las mujeres de élite dedicadas a la escritura y debido a esto, hoy se desconoce la verdadera identidad de las autoras de varias obras (en Bonilla y otros 2011, 47) de este periodo. Su matrimonio con alguien de influencia política revela el alto estatus al que pertenecía su familia, cuyos recursos le permitieron adquirir alguna educación e ingresar a los círculos intelectuales de la capital del país, en donde terminó de escribir la novela. Allí, además de recibir la influencia de su cuñado tanto en lo literario como en lo político (de ideas centralistas) es probable que conociera y leyera a dos de las grandes escritoras colombianas del siglo XIX: Josefa Acevedo de Gómez (1803–1861) y Soledad Acosta de Samper (1833–1913).

A Josefa Acevedo de Gómez pudo admirarla por ser la primera mujer alejada del ámbito religioso en escribir poesía y temas «referidos dentro de las tendencias de la época al amor filial, romántico, a la moral social, la historia y las costumbres nacionales» (49). A Soledad Acosta de Samper probablemente le celebró y siguió sus ideas en defensa de las aptitudes literarias de la mujer, promulgadas en intervenciones públicas y en las revistas femeninas que dirigió entre 1878 y 1881 (49–50). Pese a la influencia de estas dos escritoras, Priscila exploraría campos y temáticas distintos, pues su opción se dirigió hacia la novela histórica y al tema indígena, abordados con más amplitud por autores masculinos. La voz femenina de Priscila no dudó en buscar el asilo de este género narrativo para relatar los avatares de la viuda de Silva, en medio de la guerra por la redefinición política del departamento de Padilla (hoy La Guajira), perteneciente por aquel entonces al Estado del Magdalena.

Siguiendo a Carl Langebaek, se comprende mejor el ámbito de la elección de Priscila por la novela histórica. Según él, esta se alentaba entre los escritores pues el romance propio del género permitía la inventiva necesaria para interpretar la historia y proyectar el futuro desde el proyecto de construcción nacional. «La novela facilitaba incorporar las categorías de mendigo, presidiario, mujer y, en general, de todos los seres que tenían la connotación de desgraciados en una conciencia nacional unificada» (Langebaek 2007, 50). Langebaek también nos da pistas sobre ciertas publicaciones dirigidas a mujeres como Biblioteca de señoritas, donde se exaltaban las cualidades de este género para consignar recuerdos e inmortalizar glorias nacionales, allí se pedía al escritor «historia, costumbres y hasta doctrina … hacer conocer los pueblos, las familias, … sus trajes, usos, costumbres, idiomas, preocupaciones, estado de civilización, etc.» (Marzo 20 de 1858 en Langebaek 2007, 50).

Si bien no puedo afirmar que Priscila haya leído esta publicación, lo cierto es que Un asilo en la Goajira se adscribe al canon de la época promocionado por escritores, entre quienes Priscila constituye una sorpresa, pues en aquel momento las mujeres solo podían ser lectoras (Langebaek 2007, 50). Priscila es un caso excepcional en el círculo de novelistas históricos con temática indígena; con ella, las mujeres fueron algo más que pacíficas lectoras. Ahora bien, ¿cómo aparece lo indígena en el corpus de esta literatura y dónde se ubica Priscila? Según Langebaek luego de la Independencia, la poesía, la narrativa y el teatro exaltaron el pasado indígena en su totalidad, pues tanto los civilizados muiscas andinos como los bárbaros de las tierras bajas servían para rendir honor al Libertador y culpar a los españoles por el etnocidio de grandes civilizaciones indígenas y de inocentes salvajes (49). Sin embargo, es bien claro el lugar de la barbarie otorgado por la mentalidad del siglo XIX a los pueblos indígenas sobrevivientes de las selvas y el desierto de La Guajira, para quienes se dictaron medidas conducentes a su civilización.

Las mismas novelas históricas contemporáneas a Un asilo en la Goajira evidencian la preferencia por la representación del indígena civilizado del pasado, tal como lo hace la precursora novela del Caribe colombiano Ingermina o la hija de Calamar (1844) de Juan José Nieto, y Anacoana (1865) de Temístocles Avella. En ambas se exageran la belleza del paisaje habitado por los indios y se resaltan los rasgos más civilizados de estos (50-51). Según Langebaek, Felipe Pérez es quien tiene en Los Jigantes (1860) «la más completa representación del indígena en la novela histórica decimonónica colombiana» (51), pues allí figuran tanto el primitivo como el civilizado.

Sin embargo, todas estas novelas representan al indígena del pasado y no ofrecen una posición respecto al indio del presente del siglo XIX, el gran interrogante para el proyecto de unidad nacional. He ahí para mí uno de los aspectos importantes de la obra de Priscila, quien con sus insulares y tímidas letras femeninas pone sobre la mesa del proyecto nacional el cuestionamiento sobre el indígena vivo, un indígena ubicado en la periferia de la república, el cual no es sólo un bárbaro, pues estos «indios útiles y esforzados aumentarían su población» (Herrera 1879, 44) y aportarían el «extenso y rico territorio goajiro» (44). Veamos entonces cómo Priscila cuestiona los tradicionales lugares de la civilización y la barbarie, a través de la primera novela escrita por una mujer en La Guajira.

UN ASILO EN LA GOAJIRA

Atendiendo en un primer momento a las cuestiones del género y el estilo, como antesala al análisis propuesto, acojo la postura de Langebaek sobre el recurso romántico en la novela histórica del siglo XIX en Colombia para «recuperar el carácter nacional» (50), dado que Un asilo en la Goajira estrecharía el contacto con el paisaje marino de Riohacha y las pampas o desierto goajiro. A los arenales y soledades inmensas le suceden «pintorescas rancherías» cercanas a fuentes de agua y rodeadas de vegetación, así como fructíferos puertos en sus costas. En la misma línea del Romanticismo, la atracción por sociedades exóticas del pasado remoto se reemplaza por el presente de una sociedad indígena en estrecho contacto con los criollos de Riohacha, quienes les reconocen a los indios ciertas cualidades como destreza, fortaleza física, lealtad y valentía.

Ya en el plano de la historia propia, Priscila vuelve a los héroes de la independencia y en especial al ídolo local, que unió al pueblo de Riohacha y lo integró a la historia de la nación; pasado glorioso en contraste con el presente amenazante de división federalista y guerras fratricidas. Finalmente, otro tema resuelto por el marco de la novela histórica romántica sería la imposibilidad, en la vida real, del tránsito de una mujer sola en el desierto goajiro, pues «la presencia de la mujer blanca entre nativos era un tema clásico del Romanticismo europeo» (2007, 53) retomado en América incluso para otros géneros, tal como lo hace Esteban Echeverría con su poema «La cautiva».

En cuanto a la voz narrativa de Priscila, prevalece un narrador omnisciente que toma partido y dista de las opiniones de algunos personajes, salvaguardando el sentido moralizante y educativo de la novela. Por esta vía emerge la perspectiva femenina sobre la nación, la guerra, la familia, la mujer, los indígenas y el mestizaje. Por último, es pertinente señalar cómo los hechos históricos abren la novela brindándole un marco de referencia y un telón de fondo, donde las acciones cobran un particular sentido. Este recurso es el mismo utilizado por la argentina Juana Manuela Gorriti para entrar a la fantasía de sus relatos, describiendo un escenario e introduciendo las ideas que luego se ponen en conflicto, tal como ocurre en «La novia del muerto» (1861).

EL LUGAR DE LA CIVILIZACIÓN Y LA BARBARIE EN LA GOAJIRA

En 1891 empiezan a divulgarse las excepcionales ideas de José Martí sobre «Nuestra América» y digo excepcionales pues su voz critica el modelo civilizatorio adoptado por las repúblicas decimonónicas, según el cual, el lugar de la barbarie se ubicaba en los pueblos ancestrales. En clara distinción con la mentalidad homogeneizante de la época, Martí se ubica del lado de la rica diversidad del continente y le da un nuevo lugar a esa pretendida barbarie óbice del progreso, señalándola como la fuente nutricia en donde los hijos de América encontrarían su salvación (Martí 1891, 27). Y precisamente ir de menos a más salvándose con los indios, es lo ocurrido a la viuda de Silva con su asilo.

Aunque no me es dado asegurar el conocimiento de Priscila sobre las ideas de Martí, coinciden en la necesidad de conocer y valorar tanto el territorio como a la población autóctona americana; en todo lo excluido por el proceso modernizador, ambos autores señalan las claves para la integración y construcción de la verdadera nación. Es significativo que en el siglo XIX encuentre a una mujer cuyas ideas concurran en algún sentido con lo proclamado por Martí sobre el hecho que «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza» (28), pues Priscila, doce años antes cuestiona a la nación y a su sociedad respecto a esa falsa erudición presente en todos los grupos humanos.

Sería exagerado afirmar en Priscila un pensamiento totalmente liberal y contestatario, pues en su voz también se escuchan los matices conservadores de la época con respecto a la mujer y las relaciones interculturales. Ella, en su condición femenina recibió una educación dirigida al ámbito privado, al silencio y a la conservación de la tradición. El hecho de pertenecer a la élite no le aseguró la divulgación inmediata de su trabajo creativo y en su momento, fue leído más como una fantasía femenina que como una fuente de ideas críticas, dignas de ser consideradas por los hombres de su sociedad. Su novela, al igual que la obra de muchas mujeres se mantuvo en el ala marginal de la literatura, leída con suerte por un reducido grupo de mujeres; sin embargo, casi siglo y medio después este destino empieza a cambiar, con la publicación en el 2003 del compendio Escritoras colombianas del siglo XIX (2003) en donde figura Priscila Herrera de Núñez.

Pero el verdadero asilo para difundir su obra entre sus propios paisanos, fue logrado por Priscila cuando en el 2007 el gobierno departamental de La Guajira auspició una edición individual de la novela. Hoy, el nuevo ejemplar de Un asilo en la Goajira circula entre las nuevas generaciones y en su lectura los guajiros encontramos tanto imágenes de nuestra historia como ideas actuales sobre el abigarrado panorama social.

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE EN LA NACIÓN

En concordancia con la mentalidad de la época, Priscila asume el ideal independentista como referente fundacional de la patria; solo en este momento la guerra es aceptada por la autora, pues se convierte en el medio para salir del bárbaro orden impuesto por los conquistadores. Las gestas patriotas son veneradas y la vida de los próceres promulgadas como ejemplo, en especial la de José Prudencio Padilla, héroe local. El personaje del capitán Alí Silva será el instrumento pedagógico para cultivar el amor por las hazañas de la independencia. Y así, el perfil de Silva se delinea como un fanático del «Benemérito de la patria», llegando a convertirlo en su modelo de vida. El hijo de Silva llevará por nombre José e inspirado en las proezas del riohachero «bravo entre los bravos», se integrará a las luchas por la defensa de Riohacha, muriendo como un valiente y emulando a Padilla.

Para Priscila, dos son los signos de barbarie incubados en la nación: el asesinato del héroe local y las guerras fratricidas. El primero de ellos ocurrió muy temprano, en ciernes de la gesta emancipadora, asestando un duro golpe al pueblo riohachero; a partir del parricidio se problematiza la participación en el proyecto nacional, surge un sentimiento contrario a la gran nación y emerge el amor incondicional por la patria chica, cuna de Padilla. De esta manera, tanto Padilla como Riohacha estarán por encima de Bolívar y Colombia. Aunque Silva admire con locura al Libertador, no le perdonará el fusilamiento de Padilla; Riohacha, solo equiparable a ciudades europeas, será «el país natal» objeto de su amor ciego y pasión (Herrera, 1879, 40).

De esta manera, la cuna del «santo mártir» será el lugar civilizado donde los hombres se forman «activos, invencibles y valientes hasta la temeridad», adquiriendo las cualidades reverenciadas del ídolo. Pero la «floreciente ciudad de Riohacha» se convertirá en desventurada por el segundo signo de barbarie originado en la república federal, cuyo modelo importado no resolvía la crisis política desatada por los abusos del poder. La guerra, solución convencional de los hombres de estado del siglo XIX para establecer el orden civilizatorio, es cuestionada por la voz femenina, pues instaura en la patria chica un espectáculo infernal, en donde la «sangre de hermanos corría a torrentes» (29) a manos de soldados equiparables a los íconos bárbaros de Atila y los piratas (30).

El orden civilizado del «bienaventurado hogar donde reinaba la paz, la bonanza y la armonía» (35) es destruido por la guerra, poniendo en cuestión los ofrecimientos de la nación y generando la decepción sobre «los que se llamaban civilizados, quienes imitando a los bárbaros conquistadores, y olvidándose de que peleaban entre hermanos, incendiaban las poblaciones» y le daban la espalda a la viuda en los momentos que más necesitaba gestos de fineza y solidaridad. En este punto hay una muestra de cómo la autora invierte el lugar de la civilización, al proponer como asilo «la hospitalidad que los salvajes le ofrecían porque entre ellos encontraría la tranquilidad y los recursos para vivir» (42). La civilización se traslada a lo marginal, pues es en lo salvaje donde se encuentra el auxilio.

¿Y cuál es entonces la frontera entre la civilización y la barbarie que la «viuda arruinada atraviesa»? ¿Cómo convierte Priscila las feroces llanuras, término imposible para una mujer, en el «sitio inviolable» de su protección? Mudándolas en refugio querido, y la primera mudanza se opera a través del tránsito hacia la ranchería, donde descansaría a la sombra de las costumbres goajiras. Es así como dejando atrás «las arenosas playas de su país natal», la viuda y sus hijos atraviesan el espacio interpuesto entre Riohacha y los indígenas: el desierto vacío, solitario, desprovisto de agua, vegetación y gentes. Una zona sin cultura, propicia para la expiación. Allí la viuda llora las pérdidas y descubre un primer aspecto vecino a las mentalidades goajiras y criollas: ninguno de los dos grupos considera el desierto como su habitáculo y cada uno a su manera, ha erigido el lugar de la cultura distanciándose de él o transformando su paisaje.

La ranchería es el lugar de la civilización goajira. Se distingue del desierto por su vegetación y se acerca un poco a Riohacha por el signo del agua. Ambos terrenos están junto al mar y cuentan con fuentes de agua necesarias para la vida. Además de eso, la ranchería de Rita es «una de las más ricas y pobladas de la Goajira»; la descripción de Priscila la convierte en un sitio agradable rodeado de un bello paisaje, frutos silvestres y música de pájaros. Definitivamente no es equiparable a Riohacha, pero la permanencia durante varios años de la familia allí, demuestra su idoneidad para vivir.

Luego de la trashumancia hacia la nueva civilización, las mujeres sufren transformaciones. Sin embargo, en todos los ámbitos imaginados por la autora, estas no pierden los rasgos característicos de sus representaciones en las letras del siglo XIX; a la par de sus imágenes, surgen las ideas convencionales sobre la mujer:

–Derechos y valor de la mujer disminuidos: la familia no estaba completa sin un hijo. Pese a tener ya una «preciosa y encantadora niña» el hombre anhelaba un hijo que «fuera el apoyo de su madre y de su hermana»; las mujeres son incapaces de valerse sin un hombre. Mientras que para el hijo se proyectaban estudios profesionales y viajes (doctor o general), para la niña se reservaba una educación doméstica, encaminada hacia la sumisión.

–Mirada sobre el cuerpo femenino. Lo bello asociado a la belleza moral: estas representaciones son constantes en las letras del siglo XIX, encontrando semejanzas sobre las descripciones físicas y morales entre las heroínas de Priscila y las de Juana Manuela Gorriti como Rosa en La Quena (1851); Vital, «La novia del muerto» (1861); o Camila O’Gorman. En todas, la belleza natural y espiritual se exalta al extremo, incluso se acentúa en situaciones de desgracia como las de la viuda, «mujer hermosa de aspecto simpático pero extremadamente triste» (Herrera 1879,32) y su hija María, quien entre los salvajes era «notablemente bella, los indios la admiraban como a un ser superior» (59). Un hecho singular sobre la representación de la mujer indígena en Priscila, es que, si bien le reconoce belleza, no detiene allí su descripción; la fortaleza de Rita surge como lo opuesto complementario de La viuda indefensa, al ser «india notable y muy rica» […] «medianamente civilizada, de generoso y noble corazón» (43).

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE EN LOS GOAJIROS

En varios pasajes Priscila muestra una mirada racializada sobre los indígenas, ubicada en el polo de la admiración por los rasgos bellos de «atléticas formas, hercúleas fuerzas y extraordinaria agilidad» (60). Pero lo notable en Priscila no es el reconocimiento de lo indio en el plano físico, sino en el ámbito cultural. Si antes encontré a Priscila cercana a Martí por el lugar otorgado a la civilización y la barbarie en América, ahora debo enunciar el gran distanciamiento que noto entre esta autora guajira y el argentino Domingo Faustino Sarmiento. Las lejanías más notables saltan a nivel geográfico y de género; las más profundas atañen al lugar otorgado a la barbarie y su visión sobre lo indio.

Tal como lo ha expuesto Fernández Retamar, Sarmiento fue el confeso fanático de una América europea (Retamar 2004,47). La desventajosa composición racial argentina debía remediarse a partir del exterminio de las «razas abyectas (…) incapaces de progreso» (en Retamar 2004, 46). Por su parte, Priscila reconoce que los goajiros leales, buenos, de pocos vicios, carácter ingenuo y dulce (Herrera 1879, 33-45) pueden integrarse a la nación mediante las acciones civilizadoras de la educación y la religión. Los puntos de encuentro entre Priscila y Sarmiento son pocos: el ideal de unidad nacional mediante el aprovechamiento total del territorio; no obstante, en Sarmiento ese beneficio requiere el exterminio de los salvajes y el poblamiento con personas civilizadas. En Priscila, las riquezas del país goajiro se abrirían a la nación con la adecuada conversión del indio y su incorporación como ciudadanos.

En la novela de Priscila, «los hijos leales del desierto» poseen delicadas costumbres, algunas incluso superiores a las de los criollos, como las referidas a la hospitalidad, cuyo cumplimiento se alza sobre cualquier guerra. De manera particular su actitud ante la muerte, los rituales fúnebres y las creencias en el más allá evidencian la importancia otorgada a lo espiritual y el respeto por el dolor ajeno ante las pérdidas. La relevancia para los goajiros del Ayalaja o llantos rituales por los difuntos es muy bien retratada, pues en el abandono de parientes, vecinos y amigos, solo «el buen indio lloró mucho con María y con su madrina» (45).

Pese a lo expuesto, Priscila no esconde los rasgos bárbaros de los indios entre quienes conviven las blancas de superioridad cultural. De esta suerte los «lúgubres cantos y bárbaras recetas no tenían virtud ninguna» (55) ante la eficaz oración al Dios de María; «el más delicioso manjar para el goajiro» (54) es para el narrador «la insoportable e inmunda chicha de maíz mascada por la india más joven y bonita de la ranchería» (54); y el mejor y más aseado rancho dispuesto por la india Rita para las huéspedes, es para ellas miserable y sin ninguna comodidad. Pese a su barbaridad, todo lo anterior puede tolerarse en la convivencia y relacionamiento con los indígenas. Solo el odio y su fatal evolución en la guerra son insoportables para las blancas, pues constituyen los máximos signos del salvajismo, y así como las hicieron salir de Riohacha, provocan un nuevo éxodo de la ranchería, donde también comprueban la existencia de estos signos.

Para los indígenas «la venganza es buena y dulce» (47) porque hace parte de su cultura. En algún pasaje de la novela, Priscila atisba el procedimiento consuetudinario aplicado por los goajiros para reparar las faltas; antes de recurrir a las vías de hecho se intentan diálogos conducentes a pagos de bienes como reparación. Este sistema sigue vigente en La Guajira, evitando guerras y conflictos entre clanes. Cuando las partes no llegan a un acuerdo, como en la novela, es inevitable la guerra. El proyecto civilizador de la viuda y de María queda truncado, pues «combatir los instintos vengativos del salvaje y sus falsas ideas religiosas» (47) las superan, cuando descubren en el propio José «los ímpetus de odio y sed de venganza» (61) y cuando a causa de la imposibilidad del mestizaje entre indígenas y blancos se desata la conflagración.

Priscila coloca a la mujer blanca en el centro del conflicto, finalmente su lugar no está entre los indígenas y al igual que Juana Manuela Gorriti en La Quena, ve el mestizaje de manera problemática. Los propios personajes lo expresan: «Yo no amo nunca a las mujeres que no son de mi raza (…) Las españolas de su clase no se casan con indios (…) nosotros tampoco debemos casarnos con ellas, es indigno mezclar nuestra raza» (63). He ahí los límites de las relaciones interculturales en esta narrativa femenina; la mezcla de razas rompe la armonía.

Expulsados nuevamente por la barbarie, los blancos viajan al exterior. Finalmente encuentran un espacio civilizado fuera de la república, la patria chica y el territorio goajiro. El mensaje de Priscila es claro, en todos los lugares imaginados puede habitar la barbarie y la civilización; pero en esos momentos solo la barbarie parece ocupar los espacios de la nación. El estatus civilizado alcanzado en Venezuela con «el matrimonio digno de María», la estabilidad económica de la viuda y la educación de José tienen un alto precio: el exilio. Tema de gran actualidad en La Guajira y Colombia, donde la barbarie de la guerra sigue expulsando de sus tierras a indígenas y campesinos. Lamentablemente, las palabras escritas hace siglo y medio por Priscila siguen vigentes, al persistir las «fratricidas guerras civiles, que sólo sirven (…) para empobrecer y barbarizar cada vez más nuestro propio país y para engendrar odios y rencores inextinguibles» (45). Al parecer, en Colombia hace falta leer y escuchar más voces como las de Priscila, con el fin de comprender realmente dónde ha estado el lugar de la civilización y la barbarie.

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* Mildred del Carmen Nájera Nájera. Nació en Riohacha, La Guajira (Colombia). Antropóloga egresada de la Universidad de Antioquia (Medellín 2009) y Magíster en Estudios de la Cultura con mención en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar (Quito, 2016). Ha participado en investigaciones relacionadas con los aspectos culturales de la alimentación; ha sido asesora de programas educativos y culturales en La Guajira; y se ha desempeñado como coordinadora de campo en proyectos de saneamiento, higiene y estrategias de sostenibilidad para el abastecimiento de agua en La Alta Guajira. También ha ejercido como docente universitaria, editora y correctora de estilo.

Entre sus publicaciones académicas figuran «Curar la carne para conjurar la muerte. Exhumación, segundo velorio y segundo entierro entre los Wayuu: Rituales y prácticas sociales», en el Boletín de Antropología de la Universidad de Antioquia (2009) y en la Biblioteca básica de cocinas tradicionales de Colombia (Ministerio de Cultura de Colombia 2013). Así mismo, colaboró como investigadora para el libro Los frutos del desierto (Ministerio de Cultura de Colombia 2014). En el ámbito literario escribió los cuentos «Memorias de un cardón» (Cantos de Juya- Relata Guajira Tomo 4. Red de escritura creativa. Ministerio de cultura. 2013) y «Amores duendes» (Antología de cuentos de La Guajira. Colección Guajira 50 años 2015. El reinado de Harley y otras historias. Premio Nacional del cuento PEN Colombia. Caza de libros. 2015).

  1. A partir del siglo XVI, los españoles empezaron a llamar goajiros a los indios que habían adoptado la ganadería. Hoy en día este etnónimo ha sido cambiado por el de wayuu. La Guajira es el nombre del departamento donde residen los wayuu, al norte de Colombia.
  2. «Indígenas» en el original. N. del e.

 

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