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VENDIENDO AIRE

Por José Cardona López*

El señor que me atendió era el mismo dueño del taller. Vestido impecablemente, peinado con mucho fijador, oloroso a vetíver y mocacines negros muy brillantes, de hebillas.

—Haga el favor de estacionar el mueble acá y abrimos el cofre.

Con una especie de asombro feliz al cabo de algunos segundos aprendí que mucha de la población hispana de esta frontera sur de USA llama mueble al carro y cofre al lugar donde está el motor. No obstante debo decir que al momento de escuchar aquellas dos palabras creí que tan elegante manera de hablar de este señor simplemente correspondía a su manera de vestir.

El señor empezó a mirar por encima el contenido del cofre, despaciosamente, apenas arrimando sus dedos en algunos sitios. Mientras lo hacía hablaba conmigo, más bien me interrogaba. Deduje que su inspección del mueble era una manera para disimular otra inspección, la del cliente. El tono de mi voz no era el mismo de la mayoría de los hispanos de la frontera, no era de mexicano del norte, ni siquiera del centro o de un chilango, lo que le llamó la atención al señor. Mientras con delicadeza casi apropiada para la mesa del quirófano sus desos se posaban en cables, tubos y piezas del carro, mientras yo veía con asombro que los dedos no se le ensuciaban y yo me preocupaba porque no fuera a manchársele de grasa su ropa recién lavada y planchada, él se enteraba de mi origen y mi oficio. Ello fue motivo para que instaláramos una corta y buena conversación sobre Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y uno que otro autor. Me asombraba su conocimiento de la literatura hispanoamericana. De Rulfo me dijo que la peor obra suya era la que no había escrito, y que él mismo lo sabía. Recordé la fábula del zorro de Monterroso y sonreí. De Borges me dijo que era genial, pero que le había faltado untarse de más vida, le faltó un poco de mugre, de sudor. Claro, un lugar común frente a Borges, pero en la voz de don Humberto sonaba como a algo recién dicho.

Imaginé a Borges, con su proverbial traje azul, su elegancia de inglés de Oxford, examinando a tientas un carro, y en la imaginación comprobé que sus dedos tampoco se le ensuciaban, tal como le ocurría a este señor del taller. Es más, llegué a imaginar un taller de mecánica en el que habían dado empleo a Rulfo, Borges, Paz, Donoso y Puig. Mientras en la oficina de ese taller Borges permanecía con María Kodama consultando enciclopedias extrañas sobre caballos y otros medios de transporte, los demás se la pasaban con las cabezan enterradas en las máquinas de los carros, o debajo de ellos, y al terminar la jornada de trabajo se echaban un partido de fútbol en la calle, una cascarita, con un balón negro, grasoso y desinflado. Cuando Puig cobraba una falta disparando un pelotazo con voluntad de gol y de estrellarse contra un ventanal, el señor me dijo con ojos y boca: ¡Entonces lo que usted vende es aire!

—¡Cómo así, don Humberto! —exclamé con una mirada de ¡cómo así!

—Pues usted trabaja como profesor, su oficio es hablar, o sea que vive de vender aire. —Sus dedos seguían limpios.

Me dejó de una pieza pero pronto reaccioné y le dije que sí era aire lo que vendía, pero no de cualquier clase. Sale de los pulmones, pero primero ha pasado por la cabeza y hasta por el corazón.

—Pero aire es aire —dijo enjugándose los ciento once Farenheits que le derretían su frente— ¿o no? —agregó y me guiñó un ojo.

Con ese gesto suyo entendí que mis argumentos ya no tendrían mucha prosperidad ante él. Suelo ser terco. Insistí en seguir hablando del aire que yo vendía, pero don Humberto supo cortar mi chorro de ídem al mostrarme su mano untada de un líquido espeso que vi entre verdoso y naranja.

—Es por esto que el aire acondicionado de su mueble no funciona bien —me dijo frotádose pulgar, índice y central de una mano, como si amasara aquel líquido.

Entonces don Humberto se puso a hablarme de su vida. Había trabajado en casinos clandestinos de la frontera. Hasta había cantado boleros con un trío en bares y cantinas y bajo medialunas junto a balcones. Y claro, hablamos de boleros. Sin hacer mucha bulla, casi al alimón o uno detrás del otro dijimos dos o tres versos de «Rayito de luna». Sin mucha discusión estuvimos de acuerdo en que la introducción de «El almanaque» eran compases de música de cámara, y entonces don Humberto cantó con muy buena entonación «Van pasando en caravana, los días de la semana» mientras cerraba el cofre. Nos despedimos y acordamos que le llevaría el mueble al otro día, pues yo debía irme a dar una clase, a vender mi aire. Así se lo dije y los dos nos reímos. Quedamos en seguir hablando de literatura y boleros.

Fue así como apareció en mí la metáfora del aire en referencia a lo que muchos profesores de español y literatura hispana hacemos en este país y en el resto del mundo. Todos los que enseñamos cualquier idioma y su literatura, vivimos de vender aire. Un aire, claro está, que se forma más en la cabeza y el corazón que en los pulmones, como le quise argumentar a don Humberto, o sea que es, digamos, un aire verdaderamente acondicionado para seguir viviendo. Y todo es tan singular, vendemos una palabra que es la misma palabra: la palabra del idioma que es el mismo idioma. Una «mercancía» que es la misma portadora de ella. A diferencia del que con su palabra en el salón de clases enseña la naturaleza del átomo o habla de las características del hígado o de las alzas y bajas en el mercado internacional del petróleo, nosotros con nuestra palabra enseñamos la naturaleza, las características y los lucimientos estéticos de esa misma palabra: vendemos la palabra de la palabra, el aire del aire. En esto hay una autorreflexión, una mise en abyme, para usar una expresión de uso común en clases de literatura.

Y gracias a aquella puesta en abismo digo que vivimos de vender gas carbónico, esa especie de aire como en reversa, el mismo que tanto necesitan las plantas para producir el oxígeno que ya sabemos adonde va a dar. Aquí la dejo. Concluyo que, tal como recomiendan las abuelas con su sabiduría, hay que hablarle a las matas, entregarles esas palabras que «una vez más el corazón las quema», como dice Neruda. Y, ¿por qué no?, leerles poesía, cantarles. Bueno, y hablando de matas caigamos en una hipérbole venial: ¿será que algún día el mundo se va a decidir por ir a leerle poesía y cantarle a la Amazonia, el último pulmón (la última mata) que le queda al planeta?

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Cronópiolis es una columna para www.revistacronopio.com de José Cardona López sobre reflexiones, ensayo y obra creativa.

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* José Cardona López, Regents Professor de literatura hispanoamericana y creación literaria en Texas A&M International University. De ambas disciplinas también fue profesor en la escuela de español de Middlebury College (2003-2011). Ha publicado la novela Sueños para una siesta (1986) la nouvelle o novela corta Mercedes (e-book, 2014) y los libros de cuentos La puerta del espejo (1983), Siete y tres nueve (2003), Todo es adrede (1993, 2009) y Al otro lado del acaso (2012). Como investigador académico ha publicado el libro Teoría y práctica de la nouvelle (2003) y la plaquette en portugués Versos para um ser ideal: «muger fermosa» de Juan Ruiz e «receita de mulher» de Vinícius de Moraes (2014). Cuentos, microficciones, poemas, ensayos y artículos suyos han aparecido en libros y revistas impresas y electrónicas de Colombia y el exterior. El director de cine independiente Luis Gerardo Otero ha filmado tres cortometrajes y un mediometraje a partir de tres cuentos y una nouvelle suyos.

 

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