El Salto Cronopio

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VÉRTIGO

Por Julián Silva Puentes*

El vértigo es un padecimiento de viejos que les da a los jóvenes hipocondríacos cuando no pueden ponerle nombre a sus mareos de la mañana. Yo no soy viejo pero tampoco joven porque estoy más cerca de los 40 que de los 20. Soy lo que se conoce en esto días del new age como un «joven adulto», cuyo ánimo se hace más viejo que joven cuando el mundo me saca de la cama tambaleando con las primeras luces de la mañana.

A pesar de que los mareos se pueden atribuir a todo tipo de enfermedades aterradoras, los míos tienen su génesis en un problema del oído que en nada se relaciona con la capacidad auditiva. Una especie de cristales desajustados en el interior del oído, de eso se trata el vértigo, los cuales envían señales al cerebro para que sientas como si el mundo diera vueltas y tú trataras de seguirle el paso aunque de patas arriba, porque así sucede con el vértigo: el mundo se pone de cabeza girando contigo hasta hacerte devolver lo que sea que tomaste al desayuno, o el almuerzo si es que sobreviviste al café de la mañana, porque con vértigo cualquier cosa sabe a vómito, incluido el vómito a pesar de no saber a nada más que a café con tostadas y vómito del desayuno.

Recuerdo la primera vez que me dio esta pesadilla: tenía 23 años de edad y temí que se tratara de la infame diabetes tan popular en mi familia. Casi todos los miembros de la familia de mi padre sufren de azúcar en la sangre y de enfermedades mentales también. Ahora bien, la diabetes se detecta con más facilidad que la locura: un par de exámenes y listo, estás condenado a no comer dulces y a inyectarte insulina de por vida.

La demencia tiene diferentes matices y puede llegar a ser tan mortal como un coma diabético, pero al menos te permite comer chocolates sin importar qué tan impedido te encuentres para funcionar en el mundo abyecto de los hombres con sus codicias y ambiciones prácticas para la vida cotidiana.

Hay muchas cosas terribles que le pueden suceder a una persona, ya sea en la calle o dentro de su propio cuerpo, como morir atropellado por un bus camino al trabajo o de un cáncer de páncreas, tan mortal esto último como lo primero. Se pueden tomar medidas para prevenir una cosa u otra, desafortunadamente es el devenir el que decide la manera por la cual nos iremos de este mundo. Habiendo dicho esto, debo aclarar que el vértigo no es mortal ni de cerca. No obstante, yo me quejo porque llevo 16 años sintiendo como si un doble mío, otro «yo», me diera alcance cada vez que me levanto de la cama o me detengo en la calle antes de cruzar. Entonces ese otro «yo» se mete dentro de mi cabeza batiéndola para despertarme del marasmo de la rutina, y es en ese momento, luego del primer temblor de cabeza, que empieza la fiesta y me mantengo ensimismado en una especie de atracción hacia todo lo que brille y se mantenga estático, porque el movimiento es lo peor para los mareos del vértigo y lo último que se quiere es dar un paso en falso, es decir, moverse tan siquiera, dado que el menor suspiro hace temblar al mundo bajo los pies.

Hace 10 años escribí un artículo titulado igual que el presente: vértigo. Muchas cosas han cambiado desde ese entonces; en aquellos días mi profesión de abogado estaba en el piso junto con mi cuenta bancaria, y mis ganas de convertirme en vagabundo para mandar todo al carajo e irme a recorrer el mundo eran apenas la génesis de una idea. Hoy en día no soy un hombre adinerado pero al menos trabajo y tengo dinero suficiente para pagar la renta y los tragos con mi novia el fin de semana. Antes no tenía lo uno ni lo otro porque no me gustaba ser abogado y las mujeres me daban todo menos la estabilidad que el vértigo me ha prodigado. Si lo pienso de esa manera, el vértigo me ha sido más fiel que cualquier otra mujer en mi vida: 16 años ha permanecido conmigo, inseparable a cada paso que doy. Estuvo conmigo en Ecuador, Perú y Argentina cuando intenté sacarle el culo a la vida práctica que tanto me aterraba. Me acompañó sin falta cuando me convertí en un hombre responsable y abrí mi propio departamento al conseguir por fin un trabajo digno de mi edad. Oh, vértigo, allí estabas conmigo tomándome del brazo o de la cabeza, mejor, al cruzar la puerta del diminuto aparta estudio que me costaba más de la mitad de mi exiguo salario. Montaste conmigo al avión cuando me fui a vivir a Australia 3 años, y me hiciste gravitar en el sudoeste asiático por 4 meses antes de regresar una vez más a Colombia.

Si digo que gravité al sudeste asiático es porque cuando llegué a Tailandia, estaba tan mareado que bien pude salir flotando de vuelta a Melbourne, que era de donde venía. Me sentía tan enfermo que no quería levantarme de la silla. La azafata debió sacudirme el hombro para que tomara fuerzas de donde no las tenía y saliera tambaleando del avión: «gracias por viajar en Thai airways», dijo muy amable pero sin dejar de empujarme hasta la salida. Yo la miré sin mirarla a los ojos (por alguna razón, la sensación de mareo aumenta cuando se mantiene contacto visual con alguien) y le pregunté si podía ayudarme a bajar las escaleras. Los asiáticos son bastante corteses a la hora de rechazarte: «no», respondió secamente pero sin dejar de sonreír. Yo sonreí lo que imagino fue una mueca de terror, y bajé las escaleras teniéndome del pasamanos como hacen los abuelos en los centros comerciales cuando las escaleras eléctricas dejan de funcionar.

Cuando se tiene uno de esos episodios de vértigo que te obligan a tenerte de cualquier superficie tallada al piso, no se quiere hacer otra cosa que permanecer quieto en un lugar seguro. Encontrarse en un país que no es el tuyo, absolutamente solo y padeciendo un episodio de vértigo, es parecido a estar ciego e inválido también, porque no se puede abrir los ojos y mucho menos caminar sin irse de lado. En definitiva, el vértigo no te mata pero te complica la vida. Puedes combatirlo con terapias y tomando dramamine y mareol, a pesar de que dan sueño y no hacen nada salvo enviarte a la cama que es lo que hacías en primer lugar al sentir a ese horrible otro «yo» batirte la cabeza, los hombros y las caderas para avisarte que permanecerá contigo el resto del día haciéndote vomitar el desayuno que no has comido o incluso el primer y último tinto del día.

Hace 16 años que tengo esta cosa y no veo que se vaya a ir. El artículo que escribí hace 10 años titulado como el presente, habla de lo mismo salvo por las circunstancias de mi vida. Hoy en día tengo a una mujer que me entiende más que nadie en el mundo, y trabajo para una de esas entidades encargadas de hacer del mundo un lugar mejor a pesar de que no sabe de qué está conformado el mundo y mucho menos qué es lo que se debe mejorar. Yo sé que el vértigo no podría empeorar a no ser que me haga tambalear hasta caer por una ventana; eso sí sería tan mortal como ser atropellado por un bus camino al trabajo.

Quisiera contar con la fuerza de voluntad de mi vértigo. No creo que haya sido tan constante con nada en mi vida como lo es él conmigo: él. Lleva tantos años a mi lado que le he dado calidades humanas. Si estoy triste, el vértigo llega volando para que no me importe absolutamente nada, porque una de las cosas que hace el vértigo es prodigarte con una apatía absoluta por todo; si estás feliz, lo mismo, dejas de sentirte así para llenarte de una especie de asco de tu propia persona. Un punto en la pared es lo único con lo que puedes lidiar: un punto en la pared para admirar durante todo el día y que nadie quiera nada de ti, eso es todo lo que necesitas cuando el vértigo decide visitarte durante un día o incluso la semana entera.

Me sentía bien hace unos minutos hasta que llegó mi otro «yo», es decir el vértigo para joderme lo que queda del día. Quisiera decir más al respecto pero me importa un carajo todo lo que no tenga que ver con mirar a la pared y permanecer en silencio hasta que me encuentre solo de nuevo. Así que, ¡váyanse al carajo todos ustedes con sus cabezas claras y la capacidad de ponerse felices o cabrearse con el mundo! Yo estoy más allá del bien y el mal, que es como dice una tía por parte paterna bastante loca: «no me jodan la vida porque estoy más allá del bien y el mal», así dice ella y yo la apoyo. A lo mejor sufre de vértigo como yo o quizás se hizo vieja y verdaderamente le importa todo un comino. Así que jódanse todos ustedes. Me largo.

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* Julián Silva Puentes nació en San Gil Santander (Colombia) en 1980. Estudió derecho en la ciudad de Bucaramanga, Colombia. Viajó por Sudamérica, Australia y el Sudeste Asiático haciéndose de toda clase de trabajos para sobrevivir. Influenciado por Jack Kerouac, Henry Miller y Louis Ferdinand Céline, publicó su primera novela, Pirotecnia pop, con la editorial ZENÚ (2011). Fue finalista en el concurso de cuento Floreal Gorini de Argentina (2015) con el relato Las tetas fugaces de Marielita Star, y del concurso de la Oval Magazine de Estados Unidos (2015) con el relato Gretchen´s pink panties. Que me lleve el Diablo si me voy de la Luna, es una compilación de artículos y relatos publicados tanto por la editorial ZENÚ como por la revista Dossier, acerca de algunos de los viajes que el autor realizó desde el año 2014 hasta finales de 2016 en Australia y el Sudeste Asiático, comprendiendo así un testimonio de la vida de los inmigrantes en las grandes potencias mundiales, y aquel mito del nuevo sueño Americano, aún persistente en el imaginario colectivo de quienes abandonan patria y nombre persiguiendo mejores oportunidades para vivir.

 

1 COMENTARIO

  1. Julian. Que bueno leerte. Angustiante por que te conozco y todo lo que escribes esta extraido de ti como una gran muela que molesta sin que nos decidamos a sacarla hasta que al fin nos quedamos con el dolor. A qui en B/g un Otorrino
    le dio unas volteretas a mi mujer en una siilla especial( no en la cama) y la curó del maldito vertigo. Pero quedo con la maña de hacer el amor en una silla.

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