Periodismo Cronopio

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Arijuna

ARIJUNA

Por Alejandro Vega Carvajal*

—Ana, tu «n» es «d» de desierto—.

Conmigo, La Cabra alcanza más de trescientos cincuenta kilogramos de peso, y de subida conducir es un ejercicio de fuerza en los brazos, de sincronización perfecta entre la leva del clutch, las levas de freno delantero y trasero y un estilo de conducción ondulante —trazar ondas en la arena con las llantas—. Además, me implica confianza en mis capacidades de conducción (de las cuales siempre he dudado porque ni siquiera hice el curso básico que se exige por ley para obtener la licencia [1]) al tiempo que La Cabra tira el culo a izquierda y derecha. No soy piloto de motocross, sólo un aventurero que por diversas circunstancias vitales que no siempre controlo, termino inserto en sitios que nunca me hubiera imaginado y con las personas más improbables. Así fue como subí, en la noche, La Macuira. En realidad, hay muchas otras circunstancias que detonaron mi viaje hacia el norte y hacia lo alto de la montaña verde más septentrional.

Dos semanas atrás, en septiembre, el día de amor y amistad, rompí con mi expareja. Un evento doloroso, que como toda historia de amor y desamor percute y repercute en mi vida. Ella nunca me mandó para la mierda, sin embargo, el día que tomé la decisión de ir al norte en moto yo estaba claro, finito. Y aunque este es un relato de motores y viajes, RPM cobra una nueva dimensión significativa. La RePutaMierda es aquel lugar simbólico, más allá de tus propios límites, al que se debe llegar porque las circunstancias te inducen a ese camino de autoconocimiento.

Pero antes de eso es importante referir que una manera de pronunciar La Macuira es apoyando el dedo en el mapa. En el extremo norte del territorio suramericano. Es un extremo, y, sin embargo, es también umbral. Ese gesto equivale a nombrarla.

M-A-C-U-I-R-A.

Otra manera de pronunciarla es gesticulando con la boca un sonido eminente y ensanchado con un preámbulo de intermitentes huellas en cuyos intersticios el sol y la arena juegan a llenar de vacío lo que está colmado de dolor, abandono y miedo. El gesto se estrecha hasta volverse susurro lúgubre de árboles tropicales, cuyas ramas se entrelazan y por las que un viento —podría decirse un espíritu— energúmeno sopla al oído palabras de lid y de muerte. Un diptongo como una paradoja de sonidos, en la mitad. ¿Acaso un intersticio? ¿O la pletórica expresión de las contradicciones humanas? Dos sonidos como puertas: una con el dintel curvo y otra con el dintel recto. Dos formas de entrar (nadie menciona la salida) a través de la música de las palabras y de la telaraña de sonidos que teje Wale’ker [2] a lo largo y ancho del desierto guajiro. La prosodia de su geografía transcurre entre la estrechez abrumadora de su bronco susurro selvático hacia la apertura inevitable e insondable de sus agudas exclamaciones desérticas.

Como ese susurro interior, en el desierto siempre se está en el centro. Pronunciar su nombre es iniciar un proceso, un recorrido. Hilvanar sus sonidos es invocar el cambio.

Por su corteza quebrada viaja el angosto arroyo que trajo al mundo a los Wayú. Son la sangre derramada de Worunka [3], la mujer de vagina dentada. Con un flechazo, un joven enamoradizo, rompió su dentadura. Sin embargo —me pregunto— ¿qué tan grande y blanca fue su sonrisa? Una de mis mayores inquietudes al iniciar el contacto con ellos fue su manera de hablarme: pocas veces se dirigían a mí en español. Intenté ser cordial. Siempre intenté responderles con una sonrisa. Y aunque algunos de ellos hacían lo mismo, constaté que nuestros humores divergían. Así las cosas ¿Por qué la sonrisa? ¿Era acaso hipocresía? Un hecho sí tenía claro, tanto ellos como yo nos enseñábamos los dientes. Más allá de un acto de humana simpatía, en la selva la animalidad prima.

¿Alguna vez Worunka enseñó orgullosa la blancura de sus dientes? ¿Acaso había alguna simpatía entre ella y el joven enamoradizo? ¿Cuál sería su voz? ¿Suave, meliflua, lenta? ¿Voraz, ácida y con el fuego del desierto en sus labios? ¿Poderosa, dominante, y con jugos ensordecedores? ¿Hablaría? Sus dientes al batirse suenan y con la tensión suficiente hacen bruxismo. Un sonido, como el del saltamontes (el casha) o del tambor guajiro ¿Acaso su voz sería como un largo salto del casha?

Vulnerada la dentadura, el chorro de sangre manchó las rocas y viajó desde lo alto de La Macuira hasta las arenas desérticas.

***

Dos días hasta Maicao, hasta la ranchería de Oliverio, con pernocta en Aguachica. Doce horas desde Maicao hasta Nazareth, en el corazón de La Macuira. El lodo, producto del invierno, impidió el avance constante. Con Abel nos encontramos en Uribia, treinta minutos después de cruzar Cuatro Vías y dejar la ranchería de Oliverio atrás.

El regreso, en cambio, comenzó un viernes temprano. Abel y Oliverio salieron en La Roja una hora antes. La Roja es un motor cien centímetros cúbicos, llantas de diecisiete pulgadas y con menos de cien kilogramos de peso. La Cabra es un motor cuatrocientos once, llanta de diecisiete atrás y veintiuno adelante y con doscientos treinta kilogramos de peso. Por cierto, Abel está cerca de los veinticinco años. Es de estatura baja y complexión delgada, con el cabello al estilo militar, sus facciones son bruscas, su mentón alargado y sin embargo, uno de los pocos Wayú que al enseñarme sus dientes parecía que me entregaba una sonrisa como la de los niños. Es el guía de viaje y el jinete de La Roja. Oliverio viaja de copiloto. Él supera por poco los treinta años de edad, su piel es mucho más quemada que la de Abel, en sus mofletes sudorosos, que redondean su rostro y exacerban el tamaño de su cabeza, se refleja la luz del sol y de la luna… o de alguna luz artificial, lo cual le da una vivacidad inesperada a su aspecto, que se complementa con su risa estrepitosa y locuacidad desmedida. Es el enlace con seño’Francisca. Antes de cerrar este paréntesis quiero decir también que la levedad es importante. Lo liviano sobrepasa el lodo, lo pesado se hunde y se estanca. El peso de las acciones define la profundidad de los pensamientos.

Ese mismo viernes, de madrugada en el cementerio Wayú desperté con un sobresalto causado por un sueño: una ráfaga me susurró y sacudió cuando estaba de pie entre dos monumentos, yo me agarraba con fuerza a los pilares de cemento, haciéndole resistencia al empuje de la ráfaga. Al despertar conduje mi mirada hacia los monumentos intentando identificar el mismo lugar de mis sueños. Si hubiese trasladado la escena onírica a este mundo, la habría podido representar en varios lugares del cementerio Wayú.  El espacio entre estructuras hacía de portal. Portal similar al que hacían los dos árboles que sostenían mi chinchorro, entre ellos había también un acceso. Asimismo los intersticios en el tejido de mi lecho eran portales, como ventanas abiertas. Luego de estas observaciones traté de retornar a mi sueño, sin embargo me sostuve en un estado de ensoñación en el que se mezclaron ambas realidades. Envuelto en el chinchorro la ráfaga me susurró al oído y al abrir los ojos, a través del tejido, vi las estrellas del cielo, intermitentes a causa del movimiento de las hojas de los árboles. Tenues destellos asomaban detrás de las hojas. ¡Un palimpsesto! Como si el papiro del cielo estuviese superpuesto por una segunda escritura de hojas arbóreas, mucho más terrenal y cercana.

Me levanté, descolgué, envolví el chinchorro y miré fijo los monumentos y lápidas del cementerio en el que pernoctamos. Caminé alrededor buscando una representación verídica de mi escena onírica.

Arijuna

La mayoría de los hombres aún dormían. Las botellas de chirrinchi alrededor de ellos delataban la noche anterior. A excepción de algunas niñas, las mujeres estaban reunidas en la cocina moliendo maíz. Chichiware y chicha. Cuatro hombres sacrificaban los chivos.

Despellejar,
descuartizar,
recoger la sangre,
distribuir porciones.

Seño’ Francisca me llamó por mi nombre y me extrajo de mi ensoñación matutina, como si hubiese lanzado un anzuelo a las aguas de los sueños y me hubiese extraído hacia el rio de la vigilia. ¿Hacia dónde conducía aquel portal?  Me calcé, recogí el resto del equipaje, vestí el shemag y sombrero.

El cementerio estaba sobre una explanada en medio del bosque. Eran diversos los caminos que conducían a él. En un costado estaban las lápidas y monumentos en barro, ladrillo y cemento coronados con cruces e inscripciones en latín, en el otro la cocina típica Wayú, protegida por una empalizada delgada, en la que se preparaban los alimentos de acuerdo con las tradiciones ancestrales. Alrededor descansaban los visitantes.

Seño’ Francisca me entregó dos galones de chicha y un paquete con friche y chichiware. Una caminata de dos kilómetros me separaba de La Cabra. Me despedí confortándome con la idea que el portal era un lugar simbólico que no permanecería estático entre las tumbas y la naturaleza de La Macuira. —¡Aguaján me espera y el camino es largo! —exclamé dando el primer paso—.

Mis pasos son largos, lentos y pesados. Mis botas se hunden en la arena y en el pantano. En cambio, seño’Francisca camina con gracia y ligereza, sus pasos sobre la arena son rápidos y sus palabras antes de llegar a mis oídos han viajado por mi cuerpo cuestionando lo que soy y lo que puedo ofrecer. Sus manos sobre mi rostro trazaron el camino de los sueños con un tinte rojo tomado de una planta y como consecuencia de un Lapuü originado en la comunidad, tal vez por eso, ella es corresponsable de mi necesidad interior de hallar mi propia penumbra. ¿Qué estoy diciendo? En realidad son formas mías para descargar en alguien más parte del peso simbólico que he adquirido y he decidido cargar por cuenta propia.

Caminé entre caracolíes, arbustos, piedras, arena y las huellas de un arroyuelo seco. El aleteo inesperado de un cardenal me substrajo de los pensamientos que acompasaba con cada uno de mis pasos. Al levantar la vista comprobé que el cielo ya le pertenecía al sol. Crucé por el salón de la escuela adyacente a la casa y zapateé para espantar a los chivos que brincaban entre los pupitres. Si bien no son cabras, recordé mis épocas de estudiante cuando nos llamaban «cabras locas». Sobrepasé las chambranas de madera, las puertas de los corrales y en el frontispicio de la casa de seño’ Francisca descargué los paquetes.

¿Si el portal está hecho por dos columnas de barro y cemento, cuál es la diferencia si en vez de estos materiales los soportes son de madera o si son dos árboles?

Es posible que el portal pierda su significado ante tantas posibilidades de hallar alguno, como el dicho que dice «tanto árbol no deja ver el bosque», tanto árbol no deja ver el portal. Sin embargo, creo que el significado no está en el hecho de que sea un acceso en la mitad de la nada, o en la mitad de muchos otros, sino en la capacidad que tiene alguna persona para identificarlo, delimitarlo y cruzarlo. ¿Será entonces buena idea guindar el chinchorro en el marco del portal? ¿Es acaso inteligente dormir en la zona limítrofe? El movimiento pendular del chinchorro yendo y viniendo entre el más allá y el más acá, entre los dos extremos de una paradoja, entre los confines de un mundo y los albores de otro. Un mensajero del mundo de los sueños, cuya pernocta es un constante devenir entre ambos lados del umbral. Un mensajero envuelto en su chinchorro, con una entrega líquida que se escurre por los intersticios del tejido. ¿Es acaso el mensajero el mensaje? ¿Será acaso el tejido lo que se entrega? ¿Es lo dado lo enviado? Ese «toma y dame» en la penumbra, en la zona difusa amparada por el dintel del portal, donde la luz no es del todo luminosa y la oscuridad no es completamente oscura, es la zona del sueño donde todo puede ser luz y oscuridad al mismo tiempo, vigilia y sueño, lejanía y cercanía, zona limítrofe donde el límite no se ve, extremo y mitad del desierto al mismo tiempo, instante de paso… brincar la chambrana también significó cruzar entre dos columnas de madera…  no eran mi portal. Sigo en mi desierto…

¿Tendrá la vagina dentada su propio dintel…?

Escuché el sonido de La Roja a lo lejos, ellos ya habían comenzado el viaje de regreso. Intenté encontrarlos entre los arbustos. Sin embargo, solo vi cactus y más arbustos. Luego elevé mi mirada hasta Alew’olu mientras otros cardenales y saltamontes gigantes cruzaban delante de mí. El sonido de La Roja se desvaneció en la lejanía y el silencio se impuso de nuevo. Otro saltamontes cruzó. Viajaba desde los arbustos hasta el camino de arena. ¿Es acaso un sirviente que transporta los hilos y redes de Wale’ker, la gran tejedora? El sonido de sus alas percutoras anuncia su viaje… Casha… Cash’pa, cash’pa, cash’pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa, salta, se eleva, vuela, sobrevuela, se arroja, se desarroja, percute, repercute…

Anclé las maletas a La Cabra. Limpié y lubriqué la cadena, afiné el nivel de aceite, instalé pastas de freno traseras. Las llantas, con menos del veinticinco por cien de vida. Distancia: a más de mil kilómetros. Empujé a La Cabra hasta la puerta del cercado. Retorné a la casa y me despedí por última vez. Sin querer pisé un pequeño pantano, formado por la lluvia de la madrugada. Mi pie se hundió hasta la altura del tobillo. Miré La Cabra… ¡Ya qué hijueputas! Si los dioses guajiros alcanzaron a encariñarse conmigo, que me ayuden entonces…

Desde hace varios años he ido desarrollando y mejorando la habilidad para ejercitar de manera efectiva tres o cuatro pensamientos estúpidos por día… pero si han de ayudarme, invoco a Mareiwa, a Alew’olu, a Má, a Juyá y hasta los dientes perdidos de Worunka…

Limpié el pantano de la bota en la arena seca, me monté en La Cabra e ingenuamente dije adiós a La Macuira.

Son muchos quienes hablan de lo maldito y paradójico que es el desierto. La Macuira es otra arista que permite ese contrapunteo. Se eleva muy por encima del nivel del mar y en sus cumbres el agua brota. En su interior persiste una duna gigante, Alew’olu, también podría decir que percute en su interior, repercute, repersiste la arena en el corazón de la montaña como el percutir del vuelo del casha.

Ninguna moto, La Roja y La Cabra no son excepción, tienen la tracción suficiente para generar agarre y rodar en los caminos de La Macuira. En ocasiones las motos ruedan y en otras se deslizan sobre la arena. Subir la montaña en moto nada tiene que ver con bajarla en moto, son dos acciones a parte, son dos verbos diferentes. Esquiar con llantas de goma en la arena. Esquié hasta llegar al vasto mar de arena sobre una planicie, entrecortada por un tímido arroyo que proviene desde las aguas donde Worunka perdió sus dientes de la virginidad. Allí nadé (del verbo nadar, como cuando se nada en una piscina de pelotas o en una piscina de objetos sólidos o como cuando se nada en una sopa de letras queriendo encontrar las palabras que conforman el significado de porqué putas me metí con La Cabra por estos lados del país) hasta que sufridamente alcancé la orilla al otro lado. El ron-ron del motor cada vez era más fuerte, halaba el acelerador con mayor intensidad y las llantas se clavaban más y más en el fondo. Llegué a pensar que habría un momento en que La Cabra tocaría suelo y de alguna manera avanzaría. Nunca tocó suelo. Y tampoco avanzaba. Pensé en bajarme de la moto y empujarla. No me había percatado de que, sentado en ella, estaba en cuclillas, hace rato había dejado de apoyarme en los posapiés de La Cabra. Con mis piernas estaba intentando empujar arena hacia atrás con tal de avanzar algunos centímetros… y el ron-ron del motor dele que dele… ron-ron-ron… rooooon…

Arijuna

Mis rodillas estaban casi a la altura de mi cabeza y, de hecho, le estorbaban a mis brazos cuando intentaba mover el manubrio. Estaba desesperado. Miré la pantalla de La Cabra. Habían transcurrido dos horas aproximadamente, había avanzado menos de cinco kilómetros. Me bajé de la moto, lo cual hice extendiendo mis piernas y abandonando la posición de cuclillas en la que presumía para mí mismo que conducía. Evidentemente no tuve necesidad de usar la pata de La Cabra para sostenerla. Me despojé de la ropa de protección (siete kilogramos de peso menos). Guardé ese exceso en el baúl de la moto. ¡Nadar! ¡Cuánta presunción! Unos quinientos metros me separaban de la otra orilla de ese mar de arena. Mar estanque, estancador, estancado.

Paciente, y por paciente, estimado lector, como bien supones, logré salir de allí. Me tomó dos horas más de empuje, de frustración, de cansancio, de putamierdismo, de ¿será-que-hoy-sí-llego-a-donde-sea-que-tenga-que-llegar?, de dos estrategias para abandonar La Cabra y continuar a pie, de encontrarme con una familia Wayú (los únicos seres humanos, a parte de mí, que por allí pasaron). Nos saludamos de manera afable: «¡ajaa, Jamaya pia!, incluso y sin saber por qué les dije: «¡anaayawatchi!». Todo con una inmensa sonrisa en mi rostro. Ellos vieron mi moto cuasi sepultada en la arena, el niño la señaló, correspondieron a mi sonrisa enseñándome sus enormes y blancos dientes y continuaron su camino. Ese fue un momento diferente, como una calma en medio de la estanca tempestad de arena. Tragicómico. La sonrisa de ellos, como la sonrisa de los Wayú, como sus dientes más brillantes que la arena del desierto, más blancos que la espuma del lejano mar que alcancé a ver en la cima del Utójoro. Sonrisas instintivas y animalescas ¿Será que sonríen conmigo en un acto de empatía y humor, se ríen de mi situación o me están mostrando los dientes como lo hace el animal territorial cuando invaden su espacio?

Sigue el empuje, el avance milimétrico, el halar del acelerador, el sol y el calor devoradores de mi energía y el ron-ron del motor… ron-ron-ron-ron-rooooooon… ¡Cabra, dejá de ronronear que no sos un gato!

En el otro lado me quité toda la arena que pude. Hice lo mismo con La Cabra. Después pensé en los varios días que llevaba sin bañarme. Luego me pregunté por el estado del friche envuelto. No es que tuviera hambre, simple curiosidad.

Abel y Oliverio me estaban esperando en Nazareth. Se rieron cuando les conté de mi paso por el mar de arena. A ellos les pasó algo similar, aunque no tardaron el mismo tiempo que yo para cruzarlo. Recargamos gasolina y continuamos juntos la bajada de La Macuira. Más arena. Más esquí.

Alcanzamos un camino llano cubierto de piedras y sentí de nuevo el deseo de acelerar. En los pequeños resaltos comencé a despegar las llantas del suelo cual cabra que con tumbos alegres celebra el regreso de la tracción de las llantas, hasta que me abandoné al placer de conducir, decidido a recuperar parte del tiempo perdido en el mar de la planicie. Adelanté a La Roja, sin embargo, al llegar a un montículo de piedras y arena que obligatoriamente debía subir y bajar, aceleré de más.

Subo.
Piedra grande,
la rueda choca.
Pierdo el control,
La Cabra
loca.

Ella vuela
yo vuelo.

Mis moretones,
lo de menos.

Neumático delantero
pinchado,
dirección
torcida,
chasis
fisurado.

Esta obsesión mía por las reflexiones poéticas me ha impedido ver en las caídas el flashback de mi existencia en los milisegundos que preceden al golpe con el suelo, por el contrario, me he obligado a verlas como una rima de mis pensamientos estúpidos. Pero al mal verso, buen humor. ¡Piedra malversada, piedra malparida! ¡Qué dolor tan bravo en mi cuerpo!

Neumático, sustituido. Tres patadas a la dirección, una afinadita matando el ojo y la llanta otra vez apuntando al frente. Con el chasis, no queda nada más qué hacer que conducir con precaución. Ese no era nuestro día, la mala suerte estaba de nuestro lado. Un kilómetro más adelante el neumático delantero se volvió a pinchar. No tenía más repuestos y no exagero al decir que todas las motos del desierto, salvo las de algunos viajeros, tienen llantas con rines de diecisiete pulgadas.

Dejé de lado la idea de hacer estación en Punta Gallinas. Si bien mi deseo inicial en este viaje era llegar al extremo norte de Suramérica, ahora me daba cuenta de que me estaba acercando a otro extremo de mí mismo. Aún indeterminado. Punta Gallinas ya no estaba en mi radar. ¿Acaso estaba cruzando el umbral?

Un umbral como la «d» de radar, o como la «d» de desolación. En el desierto siempre se está en la mitad. Un fenómeno palindrómico, palimpsestuoso. Curiosa paradoja: a mayor mitad mayores los extremos.

—Algunas iteraciones de lo poéticas, causan dolor—.

Nuestro nerviosismo se acentuaba a medida que el crepúsculo se cernía sobre nosotros. Luego de que la sierra de La Macuira dejó de ser evidente ante nuestros ojos, la mirada de Abel comenzó a buscar en todas las direcciones. Al perder el norte del camino, el desierto se lee igual que radar. En cualquier dirección significa una distancia inmensurable no salvaguardada. —¿Cuál es el camino a Uribia?—.

Huellas de motos se entrecruzaban e interponían una sobre otra. Un tejido de trazos continuos labrado sobre el barro. Una textura de ires y venires, de viajeros, mensajeros y habitantes. Las huellas de los dueños del desierto. ¿Y si esta fuese la mayor obra tejida por Wale’ker? ¿Una mochila en la que cabe toda la creación Wayú, la cosmogonía del desierto tejida con el rojo sangre de los cardenales, el salto percutor del saltamontes, el violento aguijón del avispón, la astucia del águila, contenidos y desbordados en una mochila? O si en vez de mochila fuese el chinchorro. Un enorme chinchorro cosmogónico para explayar mi cuerpo y envolverme en su abrigo intermitente. ¿Acaso los saltamontes viajan por el desierto portando los hilos de la inmensa Wale’ker entrelazando los caminos y sentidos?

Sin neumático delantero y sin posibilidades de obtener alguno, la opción es continuar con la llanta desinflada. Según los cálculos aún quedaban más de doscientos kilómetros entre nosotros y Uribia. Eran casi las tres de la tarde. Nubes oscuras se adueñaron del cielo. En lontananza los relámpagos quebraron el anhelo de lo lejano y el agua viajó a través del firmamento. Era Juyá amando a Má.

Necesitábamos hallar un refugio y aceleramos las motos, ansiosos por no ser atrapados por la tormenta.

Arijuna

Nos atrapó. Sin embargo, encontramos un camino que nos condujo hasta un pequeño estadero. Con ayuda del casero y sus dos asistentes, intentamos reparar la llanta. La sellamos con otros fragmentos de neumáticos, con tapas de gaseosa, ahorcamos la zona pinchada con hilos y cuerdas… nada funcionó. Una voz de mujer gritó desde dentro de la casa, el casero corrió al llamado y cerró puertas y ventanas. En un pequeño toldo lateral quedamos de pie y muy juntos con los dos ayudantes. Más de una hora duró la tormenta. Las corrientes de agua lluvia inundaron la superficie. Cada vez estábamos más juntos, apretándonos en el espacio que el toldo cubría. —La lluvia que nos une y el calor que nos separa… ¡sudor, pecueca y olores acumulados! —.

¡Y pantano por doquier!

En cuanto el agua amainó nos internamos de nuevo en el viaje. A lo lejos, de nuevo más relámpagos. La oscuridad en el desierto cada vez se hizo más profunda e íntima a medida que el sol se desvanecía en el horizonte. Su muerte nos enviaba efímeros haces de esperanza.

Durante horas luchamos contra el camino de lodo. Cien metros de recorrido tomaron más de media hora.

La Cabra
no es animal
para el desierto.
No avanza.

Su motor ha rugido con fiereza durante mucho tiempo, al punto que sus propulsiones las llevo conmigo. En ese momento no era consciente de las vibraciones del motor en mis articulaciones. Mi cuerpo temblaba. Desde mis manos sus revoluciones subieron hasta mi pecho y cabeza, no como el placentero ronroneo de un felino, sino como las rutilantes  vibraciones del acero que persiste achacoso en los ojos, en la nariz y en los dientes.

El fuego del desierto amainó por completo. Abel aceleró La Roja hasta un montículo. El sonido del metal reventado brotó de su kit de arrastre. Los tres miramos preocupados. Se reventó la cadena. —¡Vida hijueputa! —exclamé—.

Abel y Oliverio
Cruzan preocupaciones.
Cadena reventada.
Silencio profundo,
largo.

Esa longitud socavó el crepitar de nuestros corazones. Creí escuchar el percutir del casha, el roce de las múltiples manos de Wale’ker tejiendo la oscura estratagema de nuestra perdición. ¿Acaso para la mejor de las tejedoras, la hilandera mayor del desierto, unir dos eslabones de cadena era algo imposible? Esa es una pregunta que sólo he respondido con mi imaginación.

El croar de las ranas emergió y se intensificó hasta convertirse en un único y uniforme sonido. Éramos tres aventureros y dos motos, cinco elementos minúsculos en medio de capas infinitas de realidad.

Cielo.
Pantano.
Croar de ranas.
Relámpagos lejanos.

Acordamos que yo continuaría hasta sacar La Cabra del lodazal en que nos encontrábamos. Luego retornaría a apoyar la reparación de La Roja.

Luché aproximadamente otra media hora hasta salir del pantano. Avancé unos pocos metros y ya había ingresado a un nuevo lodazal. El cansancio venció mi cuerpo y me dejé caer con la moto. Caímos de lado. Grité que sólo necesitaba descansar unos minutos.

Arrastré La Cabra hasta el montículo seco. Allí permanecí, acostado, mirando el cielo. Ocho estrellas en el firmamento.

****
***
*

Saqué el friche y la chicha. Comimos juntos al lado de La Roja, ya reparada. Empujamos las dos motos hasta sacarlas del lodazal.

Hacia la medianoche encontramos la única casa en más de cinco horas cruzando el desierto. Era una tienda habitada por una mujer con dos bebés. Sólo tenía Budweiser para la venta. Bebimos, pernoctamos, llovió.

Hacia las tres y media de la mañana cesó la tempestad. Oliverio ancló una tercera estaca al chinchorro y de ese modo permaneció resguardado de la lluvia dentro de la zona techada de la tienda.  Abel, en cambio, estuvo de pie toda la noche mirando el horizonte. Por mi parte permanecí recostado sobre el chinchorro, con el pie izquierdo sobre La Cabra y el derecho pendiendo en el aire, casi tocando el suelo, los oídos atentos y las manos extendidas sobre mi cabeza, agarrando por momentos el nudo que sostenía. Durante el tiempo de descanso permanecimos alerta y al menos con un ojo abierto.

Según el nuevo plan de viaje llegaríamos a Irraipa y allí pasaríamos la noche. El tercer día cruzaríamos el desierto hasta alcanzar la vía férrea para alcanzar Uribia.

Siempre he pensado que chinchorro es una palabra líquida. Por sus intersticios se diluye el agua de los sueños y la cosmogonía celestial se cierne sobre la tierra. El chinchorro es el umbral de la vigilia y el sueño, también del cielo y la tierra. Su semántica líquida toma mayor resonancia en La Macuira. Con el chinchorro a la espalda, al pisar la selva, saltar arroyos, escalar caracolíes y piedras y bañarnos en las aguas de los nacimientos, no pude evitar la «homofonía» en lengua española. El chorro que fluye, que nace y que baja. Que recoge la sangre de Worunka, tiñe las piedras, a los reyes alados y da vida a los clanes Wayú. El chinchorro se mece con la llegada de Juyá y baila con Má. Provocándola, esquivándola. Es tejido de hilos, de caminos desérticos, piedras y agua. También de cielo y estrellas. Por el  tejido hacia abajo, a través de los intersticios veo la superficie desértica. Pequeñas luces por las que veo a través. Otra cosa es mirar hacia arriba, no necesito cubrirme con el chinchorro. El firmamento está cubierto de estrellas. Shiriwara es el camino a Jepirra. Pero hoy no ¡Hoy llegaremos a Irraipa! Y si un intersticio es un pequeño camino de luz que conduce a través ¿Por qué en el chinchorro celestial cada estrella no podría ser también otro conducto para atravesar el cielo? Shiriwara es el camino a Jepirra. Me estiré, miré el cielo.

NOTAS

[1] Señor agente de tránsito, no quiero sonar cliché ni repetitivo al momento en el que usted lee esto. Ambos sabemos cuáles son los motivos que nos conducen a hacer lo que debemos hacer, por lo mismo somos conscientes de que tengo más de cincuenta mil razones para justificar que narrador no es lo mismo que autor, en consecuencia, se quedará con las palabras de este narrador, mientras el autor prosigue el camino de su vida.

[2] —Imagínate tú, por acá de viaje, en plena aventura en mitad del desierto, te encuentras una señal, una pista o algún elemento valioso en el camino y viene acompañada de una nota explicativa, como un papelito doblado e introducido en un sobre y adjunto a la señal —me respondió Oliverio cuando le pregunté—.  —Mis palabras no se introducen en sobres ni mucho menos están por ahí dobladas… ¡Wale’ker es Wale’ker…! —.

[3] Yo sí me quedé pensando que con esa actitud Oliverio no me iba a explicar ni media; igual siempre he sido medio terco y obcecado. Y si me ciño a mis propias reglas es porque me han funcionado. Sí, yo soy de los que piensan que se puede estar en la mitad del desierto, en las profundidades marinas y en los extralímites de lo conocido y lo desconocido, y allí encontraré la nota explicativa para mi palabra nueva. Como todos bien sabemos el pie de página es una nota al margen, por lo mismo la explicación está más allá de los límites del texto. Ahora, vivir al margen, ser un marginal, implica construirse un nuevo centro, vivir en una nueva mitad. El desierto marginado, no es el mismo del texto. Éste es el del silencio, el del no sonido, del vacío, de lo no contado. Ni siquiera es el desierto entre líneas, es el que está por fuera de las líneas. Es allí donde se cazan las notas explicativas, las notas al margen, mis pies de página. Así pues, con esa convicción volví a preguntarle a Oliverio, en esta ocasión por Worunka. La respuesta fue la esperada: no me dobló ni media. Pero, en efecto, ella también cree en las notas explicativas. Ella ríe al margen.

Esta crónica hace parte del Taller de Escritura Escribir es leer del Parque Biblioteca San Antonio de Prado, dirigido por el escritor Andrés Delgado.

__________

*Alejandro Vega Carvajal nació en Medellín. Se desempeña como mediador de lectura y es además escritor por afición, motero y estudiante universitario. Ganador del séptimo llamado de escritura pública del Canal U en el año 2007 y del concurso de cuento Revista Ortocerato, municipio de Itagüí en el 2007. Fue profesor Ad Honorem de semilleros de latín en la Universidad de Antioquia y finalista en el concurso nacional de minicuento 200 Años 200 Palabras promovido por Relata con el apoyo del Área cultural del Banco de la República y la secretaría de cultura de Norte de Santander. Algunos de sus textos están en las antologías:  a) Vigas Contra el Viento Memoria Literaria Viva Envigado; b) Antología Relata del Ministerio de Cultura y Tragaluz Editores; c) Participante escritor en el libro Albaneceres, Antología del Taller de escritura creativa del municipio de Envigado; d) Los monstruos que me atormentan, ITA Editorial; e) Bajo los reflectores citadinos, ITA Editorial.  Ponente en EDITA Colombia – XXVIII Encuentro Internacional de Editores Independientes y VIII Foro Iberoamericano sobre Bibliodiversidad con la revista Leardeante. Ponente en las terceras Jornadas de Lingüística y Literatura de la Universidad de Antioquia. Algunos textos suyos han sido publicados en las revistas: a) Gacetilla Filología del pregrado Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia; b) Pensamiento y Palabra; c) Árcades; d) elmundo.com

2 COMENTARIOS

  1. Gracias Alejo por compartir con tu prójimo una fotografía de tu alma y tu vivencia. Eres un ser noble, sensible, apasionado, amante de la vida y comprometido con su búsqueda interior en pro de su bienestar y el de muchos. Gracias por ser un buen ser y haber sido un positivo embajador paisa en tierras hermanas del norte.

    Gracias también por esta perla de sabiduría: «el peso de las acciones, define la profundidad de los pensamientos».

    …del corazón, del Ser, del Alma.

    Gracias por ser, estar y existir.

    Mil Bendiciones y un Abrazo.

  2. Piedra malversada, piedra malparida.
    Excelente relato, es un viaje que emprendes junto al narrador y que te muestra esa zona, ese umbral, esa área limítrofe entre lo conocido y lo desconocido, y luego va un poco más allá, entre lo desconocido y el infinito.

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