Escritor invitado Cronopio

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LA FUGACIDAD DEL INSTANTE

Por Miguel Falquez-Certain*

Heidi y Jacobo Pérez Puyana se habían mudado a mi vecindario cuando yo tenía catorce años y estaba en tercero de bachillerato, justo al frente de sus primos hermanos los Puyana a una cuadra de mi casa. Los llegué a conocer por sus parientes y porque Jacobo había entrado ese mismo año a mi colegio a cursar sexto de bachillerato, mientras que Heidi cursaba quinto de bachillerato frente a mi casa en el Colegio de Lourdes, era Girl Scout y se había distinguido el año anterior por ser la mejor alumna de su clase. Enseguida nos hicimos amigos. Como a ella le permitían manejar el automóvil de sus padres, después del colegio nos íbamos a pasear por las afueras de Barranquilla y en una ocasión me llevó a conocer una fábrica petroquímica en la Vía Cuarenta donde trabajaba su papá.

Nuestra relación se volvió más estrecha cuando vino de vacaciones de los Estados Unidos, Charlotte Alcántara, una preciosa quinceañera, y todos los muchachos del barrio se peleaban por enamorarla, creando rivalidades entre mis amigos. Charlotte coqueteaba con todos y no aceptaba noviazgo con ninguno. Sin embargo, como Charlotte también era prima de los Puyana, Heidi pudo lograr lo que nosotros no habíamos podido: volverse íntima amiga de Charlotte e invitarla a pasar las tardes en su casa después de que Heidi regresaba del colegio. Con el pretexto de visitar a Heidi, me aparecía cualquier tarde y me quedaba hablando con ellas hasta la hora de la comida. Mientras tanto, por la acera opuesta desfilaban mis compañeros furibundos, muriéndose de envidia, en particular mi mejor amigo Germán Dávila.

Había conocido a Germán prácticamente desde siempre: emparentados políticamente, nos habíamos criado por las mismas calles y nuestras casas distaban una cuadra; asistíamos a las mismas fiestas de cumpleaños, compartíamos los mismos amigos, habíamos estudiado la primaria y hecho la primera comunión juntos en el Colegio de Lourdes, jugábamos los mismos juegos y peleábamos por las mismas novias. Éramos amigos, es cierto, aunque nuestra amistad había estado nutrida por la competencia y los conflictos: una rivalidad que habían establecido nuestras dos familias. Si Germán había ganado la carrera de triciclos en el Parque Surí Salcedo, yo me había esforzado y ganado la de la Avenida Trece de Junio; si él me ganaba un ciento de canicas multicolores que mi papá me había comprado una semana antes en un barco europeo anclado en Cartagena de Indias, yo constantemente le robaba el amor de las amigas; si él me destrozaba todos mis trompos de guayacán con la punta afilada del suyo, yo sacaba mejores notas en todas las asignaturas del colegio. De modo que la llegada de Charlotte no había ayudado en nada a resolver nuestras diferencias.

Como estábamos en vísperas del bando y la reina del carnaval del año anterior había revolucionado las fiestas y reinados populares con templetes y verbenas callejeras en cada barrio, Heidi me propuso que nos fuéramos a una verbena con unos primos que vivían en el barrio San José. Sólo tenía que escaparme de mi casa sin permiso y convencer a Charlotte para que nos acompañara. Pero no iba a ser fácil. A Charlotte le quedaba difícil pues debía pedirle permiso a su mamá, ya que había viajado con ella, y a mí me tocaba evadir la estricta vigilancia de mis padres y arriesgarme a que me impusieran un tremendo castigo. Sin embargo, después de debatirlo llegamos a la conclusión de que bien valía la pena y a las siete de la noche nos fuimos Charlotte y yo a pie hasta el Parque Surí Salcedo donde diez minutos después pasó Heidi en su auto a recogernos.

Nos parecía que nos habíamos embarcado en una hermosa aunque peligrosa aventura, esto de habernos escapado por primera vez de nuestras casas, especialmente a esa hora y a un barrio con el que no estábamos familiarizados, aunque Heidi nos aseguró que no debíamos preocuparnos pues la pasaríamos muy bien ya que ella lo conocía como la palma de la mano y porque sus parientes eran buena gente.

La calle donde vivían los primos de Heidi tenía bloqueado el tráfico de vehículos, pues habían levantado una tapia en cada esquina que se adentraba hasta los jardines de las casas de lado y lado, impidiendo no sólo el paso de los automóviles sino también el de los vecinos del barrio y en efecto creaba una especie de corraleja. Habían dejado un espacio en cada tapia que hacía las veces de puerta, donde había apostados «porteros» que cobraban por entrar y, después de pagar, nos entregaron totumas con cuerdas para que nos las colgáramos del cuello y poder así beber con ellas los tragos que distribuirían en la verbena. En un rincón de la corraleja había un parlante gigantesco por donde se reproducían a todo volumen las puyas, cumbias, merengues, fandangos, merecumbés, paseaítos, porros y bullerengues que los asistentes bailaban frenéticamente uno tras otro en la mitad de la calle con los cuerpos empapados de sudor.

Los primos de Heidi salieron a nuestro encuentro y formamos una ronda bailando e intercambiando parejas, bebiendo lo que nos ofrecieran, primero refajo y, a medida que avanzaban las horas, mezclando en el desenfreno del cumbión el aguardiente con el ron y la cerveza. Heidi, Charlotte y yo nos abrazábamos y creábamos tríos y cuartetos y quintetos con los primos, brincando y gritando y coreando las canciones de moda hasta que de pronto me sentí mareado y tuve que apoyarme en uno de los maderos de la corraleja para no caerme al suelo.

Al vernos tan borrachos a Charlotte y a mí, Heidi se asustó y le pidió a uno de sus primos que nos trajera café cerrero para espantarnos la juma y le pidió permiso para que nos laváramos las caras en el baño de su casa.

—Todo me da vueltas, Heidi —dije.

—Creo que voy a vomitar —dijo Charlotte y salió corriendo al baño.

—No se me vayan a enfermar ahora, jovencitos, que seré yo la que terminaré pagando los platos rotos —dijo Heidi.

Los primos de Heidi nos acompañaron hasta el automóvil y nos fuimos alejando de la verbena y de los sonidos estentóreos de la canción de Lisandro Meza que saludaba a la nueva reina del carnaval: «Era Martha la reina / que mi mente soñaba / carrusel de colores / parecía la cumbiamba».

Heidi me dejó en la esquina de mi casa para que no fuera tan obvia mi ausencia después de tres horas y caminé con sigilo pensando con temor que mi papá y mi mamá iban a estar furibundos esperándome en la puerta para darme rejo o anunciarme un terrible castigo. Sin embargo, conté con suerte. Carmelita, una de las criadas de mi casa desde mucho antes de que yo naciera y que en efecto me había visto crecer, estaba caminando de un lado al otro de la terraza con evidentes indicios de preocupación.

—Niño Carlos, gracias a Dios que apareciste. ¿Por qué me haces eso?

—¿Qué pasó, Carmelita? ¿Dónde están mis papás?

—Qué suerte tienes, condenado. Se fueron a comer a casa de doña Rosalina y todavía no regresan.

—Entonces no ha pasado nada.

Justo en ese momento sentí que se me revolvía el estómago y entré corriendo a la casa buscando el baño de mi cuarto que era el más cercano de la puerta de la calle, pero con tan mala suerte que cuando entré a mi habitación no me pude contener más y vomité sobre la alfombra.

—Niño Carlos, estás borracho. Qué barbaridad. Mira el desastre que has hecho en la alfombra.

El vómito había formado una gran mancha multicolor que iba a ser muy difícil de limpiar.

—Perdóname, Carmelita. No pude evitarlo.

—Válgame el cielo. Corre al baño, lávate la boca y ponte la piyama que yo veré cómo limpio todo antes de que lleguen tus papás.

Con un balde de agua y un cepillo, Carmelita se arrodilló sobre la alfombra y comenzó a limpiarla minuciosamente hasta eliminar cualquier rastro.

—Prende una vela y tráeme de la cocina una hoja de toronjil porque esto hiede.

Y así lo hice.

Mis papás llegaron a las once y, cuando escuché que el carro entraba al garaje, apagué la luz de la mesa de noche y me hice el dormido.

Mi mamá entreabrió la puerta, miró un segundo en la oscuridad y la volvió a cerrar.

—Ya se durmió —le dijo a mi papá. —Pero que no crea que de ésta se escapa. Mañana me tendrá que rendir cuentas y explicarme qué es ese olor tan espantoso que hay en su cuarto.

Hugo Frangipani tenía fama en el barrio de «dañado». Su mamá, Mariela, era hermana de Casandra Castelao, la mamá de los Dávila, y era enfermera, se había separado de su marido por alcohólico y había tenido tres hijos con él: Huguito, que era el menor, y dos hermanas, una de las cuales se había ido de monja. Desde la separación de su marido, Mariela había tenido varios amantes y ahora trabajaba para el consultorio del doctor Baum y con el tiempo se convirtió en su querida. Así que una vez que la hermana mayor se fue al noviciado, los hermanos menores quedaron viviendo prácticamente por su cuenta en una casa del barrio Boston. Mariela hacía lo que podía, pero con el trabajo y la vida doble que debía llevar, ya que el doctor Baum estaba casado, era poco el tiempo que le dedicaba a sus hijos.

De manera que desde muy joven Huguito conocía el ambiente de la calle y se había convertido en un niño rebelde, fumaba cigarrillos y decían que hasta marihuana, tomaba trago, se emborrachaba y según él mismo contaba tenía una vasta experiencia sexual tanto con mujeres como con hombres.

Si me enteraba por Germán Dávila que Huguito vendría ese día de visita sacaba cualquier excusa para correr a verlo, a jugar con ellos lo que fuera, trompos, bolas de uñita, la lleva o al escondite, porque lo importante para mí era estar cerca de él y oírle sus bravuconadas y fanfarronerías ya que Huguito Frangipani me encantaba.

Claro que en esos años todavía me debatía con mi homosexualidad y no era fácil definir lo que sentía por él, pero estaba seguro de que me atraía. Debía de andar por los catorce años y todavía no se había estirado, de modo que teníamos más o menos la misma estatura aunque él ya había desarrollado músculos alzando pesas.

Una tarde Heidi Pérez me contó que se había enterado por su primo, el Nene Puyana, que Huguito tenía relaciones con un muchacho de veinte años que vivía frente a su casa. El Nene decía que al muchacho ya le salía barba y tenía el pecho lleno de vellos y que todos en el barrio Boston sabían que se acostaba con hombres. Le decían «el turco» porque era de familia libanesa y sus padres tenían una charcutería muy conocida en Barranquilla.

Así que con esa información, un día aproveché para invitarlo a que viniera a mi cuarto con el pretexto de ayudarlo en sus tareas ya que era pésimo estudiante. Mi habitación quedaba en el primer piso a la entrada de la casa y estaba separada de los cuartos de mis papás y de mi sobrina en la segunda planta en la parte trasera del caserón por el comedor, el patio interior, un corredor, el cuarto del servicio y el comedor auxiliar. La habitación tenía baño privado y la otra habitación con la que se comunicaba, la de Betty en el altillo, estaba vacía pues en esos días mi hermana mayor andaba de viaje.

Ya estaba oscureciendo y cuando entramos al cuarto encendí la luz del techo. Le pedí que se sentara junto a mi escritorio y saqué mis cuadernos viejos de aritmética de segundo de bachillerato pues Huguito había perdido el año.

Corrió la silla hasta que nuestras piernas se tocaron y se inclinó para ver lo que escribía. Debió de sentir lo que me estaba ocurriendo porque tenía la respiración entrecortada y el corazón me daba tumbos.

—¿Qué te pasa, Carlitos?—dijo, poniéndome la mano en la pierna.

—Nada, no me pasa nada. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Me tienes miedo?

—No, no creo.

—Entonces vamos a hacer algo.

Se puso de pie, se soltó el cinturón y dejó que los pantalones le cayeran al piso. No tenía calzoncillos y me señaló la verga erecta que a mí me pareció descomunal.

—Hagámonos la paja —dijo.

—Pero aquí no, porque puede llegar Carmelita. Vámonos al cuarto del altillo.

Cerré la puerta con llave y nos quitamos la ropa. Me empujó sobre la cama y quiso comerme, pero no me dejé porque hasta ahora eso no me había atrevido a hacerlo. Quise voltearlo, pero tampoco me lo permitió.

—¿Entonces?

—Entonces nada. Ponte de pie y nos hacemos la paja mirándonos.

No nos atrevimos a tocarnos y en esa posición, mientras miraba por la ventana hacia la calle, vi que alguien se movía al frente en los dormitorios de las internas del Colegio de Lourdes. Me dio la impresión que no era una monja ni una estudiante sino un hombre, tal vez un cura.

En ese mismo instante alcanzamos el orgasmo y en la excitación nos derramamos en las ingles y en los vellos púbicos.

Carlos Augusto Almagro me había hablado de lo que sucedía en el Cine Colombia y me picó la curiosidad. Así que una tarde después del colegio, en vez de irme a mi clase de inglés en el Colombo Americano me fui caminando hasta el Cine Colombia en la calle San Blas, diagonal a la «Heladería Americana».

En el callejón que conducía a la taquilla había un grupo de hombres reunidos que me miraron al pasar y por el temor de que me vieran entrando, pues el padre Infante había hablado desde el púlpito denunciando lo que aquí sucedía y advirtiendo que cualquiera que fuera cogido infraganti en el teatro sería expulsado inmediatamente, compré la boleta y entré sin pensarlo dos veces.

El teatro estaba a oscuras y al parecer nunca encendían las luces porque las funciones eran continuas, presentando dos películas, con noticieros y dibujos animados, una detrás de la otra y sin interrupción hasta las doce de la noche.

* * *

El presente relato hace parte de la novela inédita «La fugacidad del instante», de Miguel Falquez-Certain.

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* Miguel Falquez-Certain (Barranquilla). Reside en Nueva York desde hace cuatro decenios donde se desempeña como traductor en cinco idiomas. Su obra poética, dramática y narrativa ha sido distinguida con numerosos galardones. Licenciado en literaturas hispánica y francesa (Hunter College), 1980. Cursó estudios de doctorado en literatura comparada en New York University (1981-1985). Es autor de Reflejos de una máscara, Habitación en la palabra, Proemas en cámara ardiente, Doble corona, Usurpaciones y deicidios y Palimpsestos (poemarios); de Bajo el adoquín, la playa (noveleta); de seis obras de teatro: La pasión, Moves Meet Metes Move: A Tragic Farce, «Castillos de arena», «Allá en el club hay un runrún», «Una angustia se abre paso entre los huesos» y Quemar las naves, así como de cuentos y relatos. Book Press–New York publicó Triacas (narrativa breve) y Mañanayer (poesía) en 2010. Mañanayer obtuvo la única mención honorífica en The 2011 International Latino Book Awards en la categoría de mejor poemario en español o bilingüe.

1 COMENTARIO

  1. Migue Un gran escritor, así mismo tiene su alma por eso siempre tiene la musa a flor de piel con much amor. No fue enviado antes!

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