El Cronopio del pueblo

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ENTRE EL ENCANTO Y EL DESENCANTO

Por Catalina Rincón–Bisbey*

Encanto está llena de referencias a Cien años de soledad: el genio loco que se autoexcluye de la vida social de la familia, el drama de las hermanas (en este caso primas) que se enamoran del mismo hombre, el incesto de la tía con el sobrino (representado por los ratones), la persona más fuerte del mundo, la mujer más hermosa del mundo, y obviamente las mariposas amarillas. En la novela de Gabriel García Márquez, el realismo mágico ayuda a contar la contradicción en la que ha estado América Latina desde su surgimiento en las colonias: su deseo por hacer parte de la modernidad estando marginada de ésta. Es en ese deseo, y a través del realismo mágico, que la novela no solo critica el proyecto de la modernidad, sino que además lo re-significa. Encanto opera en una tensión similar. La protagonista quiere con desespero pertenecer a esa familia que no hace más que excluirla, pero en su deseo y marginalidad logra no solo hacer una crítica sino también darle un nuevo sentido a esa institución.

Sin embargo, a diferencia de la novela, que es la historia del desencanto de la modernidad, razón por la cual los Buendía no pueden redimirse, la protagonista de la película se nutre del desencanto y se reconstruye de las cenizas. En Encanto, los Madrigal no están condenados a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra. Los personajes marginados, Bruno y Mirabel, en un estado de negación y en una ansiedad constante por ser legitimados como valiosos por la abuela son los más fieles soldados de ésta. De ahí que Bruno nunca se vaya y que Mirabel nunca se dé por vencida en demostrar que ella vale el amor de esa madre, su abuela, insatisfecha. Y son ellos, por la misma negación y amor ciego por esa abuela, los que logran cambiar el destino y la sustancia de la familia, pese a los años de desamor y rechazo que experimentaron. Encanto tiene un final feliz y esperanzador, un final muy Disney, que no satisfizo las expectativas de muchos colombianos, quienes, tanto o más insatisfechos que esa abuela, no han dejado de expresar su desencanto con la película en las redes sociales, hablando de lo que le faltó, de lo que le sobró, de lo que no expresó, de lo poco que los Estados Unidos conoce la cultura colombiana, de lo mucho que quiere definirla.

El miedo sobre cómo países como Estados Unidos ven a Colombia ha determinado nuestra identidad nacional de formas exponenciales. Es un miedo real a que se impongan narrativas sobre nosotros como país poscolonial que el narcotráfico ha exacerbado. De ahí que la muletilla más frecuente de los colombianos, dentro y fuera del país, sea que «Colombia es más que narcotráfico». Lo interesante de la recepción de la película es que, aunque esta represente de forma tan positiva a la cultura colombiana (algo que los colombianos han estado pidiendo a gritos), a la vez se la resienta porque nada de lo que aparece en ella pertenece a la realidad de Colombia. Hay argumentos que cuestionan la falta de contexto político, la instrumentalización del conflicto armado con fines comerciales, la falta de especificidad de la guerra que se representa, la homogenización de la cultura, la falta de asesoría colombiana en la producción de la película y el final tan ilógicamente feliz. Y claro, hay mucho de eso, al fin y al cabo Disney es una compañía con muchos ánimos de lucro. Sin embargo, y a pesar de esto, en la película (y en su recepción) se puede ver que la colombianidad es algo que se extiende más allá de los límites geográficos nacionales y que en ella se trata uno de los conflictos internos que hemos padecido por generaciones los colombianos y al que no se le ha puesto nombre: el poder opresor que llegan a ejercer muchos patriarcas/matriarcas en sus familias.

El tema de la madre en Colombia puede generar contención porque se las adora hasta la idolatría y por lo mismo, no se las piensa como agentes de poder, como sujetos que oprimen, como transmisoras del patriarcado. Esto es sobre todo cierto porque el nivel de abandono en que los hombres dejan a las mujeres con sus propios hijos, por desobligados o porque son asesinados, es muy alto y ellas tienen que reinventarse de ceros —ese es el caso de la abuela en Encanto cuyo marido es asesinado—. En la película, este personaje tiene que salir de su pueblo por un conflicto que alegoriza alguna instancia del conflicto armado colombiano y el subsecuente desplazamiento forzado: esta guerra constante, a la que se le ha dado diferentes nombres de acuerdo con el periodo histórico del país, es la que ha marcado la historia sociopolítica colombiana desde sus orígenes nacionales. Cuando pierde a su esposo cruzando un río, que representa un lugar de transición entre el mundo de la violencia al de la paz y la familia que ella (y solo ella) construirá, es dotada con una vela mágica que no solo la provee con una casa encantada, sino que también le otorga poderes mágicos a sus hijos y nietos. La familia Madrigal, ubicada en algún momento de principios del siglo XIX o XX, seguramente en algún lugar del eje cafetero, se convierte en la más poderosa, interesante y misteriosa del pueblo que funda la abuela. Ella se convierte en una suerte de caudillo y su descendencia y los habitantes del Encanto en sus vasallos —este sistema de poder también está engranado en la historia del país—. Ella, genuinamente preocupada por mantener lo que fundó y su jerarquía, un pueblo solidario y en armonía, una familia que ayuda a la comunidad con sus poderes mágicos, termina cegada ante su poder casi que ilimitado, ignorando el malestar de su familia, y sacrificando a los que no quieren o no pueden ser como ella quiere que sean.

La abuela en Encanto es la transmisora de la opresión patriarcal y eso no solo se da por su deseo de mantener su poder, sino también por el consenso que hacen los demás de que así sea. Todos la sufren pero nadie la cuestiona, ni siquiera Bruno que tiene el poder de ver el futuro. Hasta que llega Mirabel, la única Madrigal que no tiene poderes mágicos. Ella ha sido marcada por esta carencia y ha vivido su infancia y adolescencia anhelando ser vista como una Madrigal más. La noche en la que a su primito le es otorgado su poder, Mirabel tiene una visión de la casa agrietándose por dentro. Allí comienza a indagar en el pasado de la familia y se entera de que hay una profecía en la que la casa peligra y por lo tanto, su familia. Se da cuenta de que esa profecía ya exilió a su tío Bruno y de que al parecer ella juega un gran rol en esa destrucción. A partir de ahí su único objetivo se convierte en salvar a su familia y en hacer que su abuela se sienta orgullosa de ella, por primera vez, porque nunca lo ha estado. And… she is not throwing away her shot. Pero ahí nosotros, los espectadores, nos damos cuenta de que hay algo profundamente terrible y devastador en ese deseo y es que una familia no se puede construir en tratar de complacer a una madre insatisfecha. Ahí nos damos cuenta de que a quien se le ocurrió este tema para la película conoce profundamente uno de los dramas más devastadores de la cultura colombiana: el juego de exclusiones que existe dentro de sus familias y que desplaza, forzadamente, a sus integrantes.

La película tiene un final feliz. Nos damos cuenta de que la abuela es el artífice de las grietas de la familia, pero también es la única que puede legitimar la voz de Mirabel y su proyecto refundador. La abuela finalmente la escucha, se arrepiente, y ayuda a su nieta a fundar una nueva casa con unos cimientos mucho más sólidos que los que había hecho ella originalmente —porque esta vez nadie se iba a quedar atrás, todos parecían más dispuestos a escuchar y a comprender a los otros. Sin embargo, si como los críticos de la película reclaman, y el propósito fuera mostrar una Colombia más ceñida a su realidad, el desenlace de Encanto sería otro. Mirabel, con ese ímpetu de cambio y con una fe en sí misma que podría mover montañas, hubiera terminado yéndose al extranjero, o por lo menos a Bogotá (reproduciendo irónicamente el desplazamiento forzado) para alejarse de su familia por su propia salud mental. Que no se diga que nuestra heroína no lo intentó, porque no se la puede llamar cobarde. Pero experimentó mucho gaslighting, mucho rechazo, mucha burla por parte de su familia y no le quedó más opción para dejar de sufrir de depresiones y ansiedad. Bruno habría seguido llenando las grietas de la casa en ese auto–exilio (otro desplazamiento forzado) hasta morir de viejo y de loco, devorado por las ratas. Un final garcíamarquiano. O su madre lo habría llamado a re–enlistarse en el ejército familiar después de que Mirabel se fuera porque la madre no podría darse el lujo de perder a su único varón, por pusilánime que fuera, sobre todo después de perder a la chica más lista de la familia. La familia iría perdiendo poco a poco sus poderes, porque no hay cuerpo que resista tanta opresión, y la abuela culparía a Bruno y a Mirabel por la decadencia de su ejército. Sus hijos y nietos, que nunca pudieron tener una casa aparte ni una vida propia, la tratarían de complacer hasta la muerte y ella moriría, amargada e infeliz porque nunca pudo estar satisfecha. Ellos la llorarían y la recordarían como la madre que lo sacrificó todo por ellos y vivirían en un estado de culpa eterna por nunca haberla complacido. Vivirían el resto de sus años saludables en una tumba de desolación y de desamor, porque nunca pudieron realmente escuchar ni amar al prójimo y menos a los que no eran como ellos; morirían en vida con un vacío imposible de llenar porque ninguno había sido capaz de ser sin el poder opresor de esa abuela insatisfecha.

Este final correspondería más a una producción de HBO pero fue Disney la creadora de Encanto y los finales felices no son solamente válidos, también pueden contar otras cosas más allá de la resolución de un conflicto. Por ejemplo, hay cosas que vale la pena resaltar de la película que, si bien son consecuencia del multiculturalismo neoliberal tan en boga en los Estados Unidos, también es cierto que, en contextos en los que los colombianos son minorías, ser retratados bajo una luz positiva puede empoderarlos y llegar a ser gratificante. Los personajes de Encanto son racialmente diversos, su protagonista es una chica muy lista a la que le ha tocado creer en sí misma, y aunque sin encantos, logra salvar patria. La película tiene una amalgama de costumbres y objetos representativos de muchas regiones del país (ropas, comida, geografía, personajes) que parecen apuntar a incluir la diversidad cultural del país. La representación lingüística en el idioma original de la cinta —inglés con dichos en español, con dos de las canciones más importantes en español— también refleja la experiencia bilingüe de los latinos no solo en los Estados Unidos, sino también en otros lugares en donde el español no es la lengua dominante. Todo esto indica que, aunque Colombia sea un país con unas coordenadas geográficas específicas, la colombianidad ha extendido sus fronteras y ya no es exclusiva a lo que se vive en el territorio colombiano —aunque la identidad de cualquier nacional esté marcada por la historia del país—. Y vale la pena recordar que la causa principal que ha llevado a los colombianos a dejar su país ha sido la violencia (muchas veces familiar) y la consecuente falta de oportunidades. La colombianidad que esta historia muestra tiene que ver con la de tratar de reconstruir una identidad desde el destierro. Colombia participa de la experiencia latina en el mundo y hay que ver no solo cómo esa colombianidad participó en la creación de Encanto, con una mirada crítica sobre el pasado pero mucho más optimista del futuro; sino también lo que la película les dice a esos colombianos desarraigados de la madre patria así como a los desarraigados EN la madre patria, lo que les dice a sus hijos nacidos en otros países pero que se identifican como colombianos. Habría que preguntarse por la cantidad de colombianos y descendientes de colombianos que hicieron parte de la producción de Encanto, no solo haciendo las voces en inglés y español, sino también investigando y asesorando la creación del mundo de los Madrigal. Se tiende a creer que los Estados Unidos son una cultura monolítica, pero las culturas latinas están muy presentes acá, creando, produciendo, aportando no solo a la economía de este país, sino también a la construcción de narrativas identitarias a través de productos culturales que anteriormente eran producto casi que exclusivo de la cultura blanca norteamericana. De ahí que películas como Coco o Encanto no solo sean tan comerciales sino también tan relevantes para los latinos de los Estados Unidos, pero también en América Latina y otros lugares del mundo. En parte porque los representa y visibiliza, pero también porque les habla de la cultura a la que pertenecen. Y sí, todo esto sigue enriqueciendo a Disney.

Cuando vi por primera vez Encanto en el cine con mi hija, en sus idiomas originales (inglés con un poco de español), me llamó mucho la atención que ella se sintiera tan fascinada e identificada con la película. En parte por su bilingüismo y entendimiento de los referentes culturales —como el «miércoles» que suelta el padre de Mirabel; o cuando la madre la besa y le dice «cosa linda», que es como yo le digo a ella; o cuando Mirabel señala algo con la boca— y también en parte por lo que ha visto en casa, como las arepas y los ajiacos y la música que consumimos su padre y yo. Después, cuando su curiosidad insaciable comenzó a indagar sobre mi cultura y sobre los porqués de la abuela y de Mirabel y de Bruno, al punto de volver a ver la película en casa muchas veces más durante estas últimas dos semanas, Encanto se resignificó en algo diferente a una película de princesas más o a un producto malévolo de una compañía malévola. Vi cómo mi hija bilingüe, bicultural y multirracial se vio representada, por primera vez, en una de esas películas de princesas que han determinado generaciones de chicas en el mundo. Esa representación ha ayudado a reforzar el trabajo que hemos hecho en casa para que aborde su identidad latina o colombiana no como un peso sino como una ventaja o como algo sobre lo que ella puede decidir y construir con el tiempo; o para que piense que hay paradigmas en mi cultura que, aunque no fueron los que yo vi creciendo en Colombia, son los que muchos migrantes queremos forjar por nuestra salud mental y familiar, como relaciones que pueden cambiar, personas viejas que deben escuchar, madres que se pueden equivocar y retractar, una vida familiar tranquila y respetuosa de las diferencias. Sin embargo y lo más importante de esta lectura que hemos hecho de la película, es que sepa que su colombianidad no es menos legítima porque le guste Encanto, o porque no hable el español con un acento regional específico del país, o porque no viva en Colombia.

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La columna «El Cronopio del pueblo» es un espacio accesible para pensar las culturas, las artes y las sociedades desde una perspectiva migratoria, multicultural y bilingüe con una sensibilidad cronopia y una organización fama.

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*Catalina Rincón–Bisbey tiene un pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, una maestría en Estudios Hispanos y un doctorado en Literatura y Cultura Latinoamericanas de Tulane University. Es profesora de español, literatura y cultura en North Shore Country Day School y Northeastern Illinois University. Ha publicado en revistas culturales como Contratiempo, El Beisman y Cronopio, así como en revistas literarias como Periódico de Libros y en revistas académicas como Chasqui y Casa Tomada.

 

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