Noviembre 10
Por Santiago Andrés Gómez Sánchez*
«Ni líricos ni épicos pueden ser hoy con
naturalidad y sosiego los poetas;
ni cabe más lírica que la que saca cada uno de sí
propio, como si fuera su propio ser el asunto único
de cuya existencia no tuviera dudas,
o como si el problema de la vida humana
hubiera sido con tal valentía acometido
y con tal ansia investigado, —que no cabe motivo
mejor, ni más estimulante, ni más ocasionado
a profundidad y grandeza que el estudio de sí mismo».
(José Martí, Prólogo a «El poema del Niágara» de Juan Antonio Pérez Bonalde)
Lo que hay es una señal muy clara de la necesidad de hacer una pausa, la necesidad y la oportunidad conquistada, el merecimiento y el deber de hacer una pausa. Quiérete, oigo mientras medito, y cójela suave. Sí. Dentro de un par de días comenzaré mi artículo sobre Balada para niños muertos, que vi ayer por segunda vez y tal vez vuelva a ver mañana con Adri, este puente le camellaré a la clase sobre cine y teatro en Yuruparí, y es muy probable que dentro de poco tenga en mis manos la versión corregida de la tesis, lo cual implicará un trabajo exquisito, mientras califico los trabajos finales de los muchachos, con la alegría enorme de un esfuerzo bien asumido. Incluso en los días que he pasado después de mi envío del capítulo final, en plena convalecencia, el estudiar historia de la música me ha demostrado que ya cualquier estudio no es cosa de poca monta, que eso no se asume deportivamente, o digámoslo así, por juego. Debo entender que no tengo ninguna obligación, que lo propio de este momento es descansar, oír música con respeto por su dimensión trascendente, en mi caso, no práctica, aunque sí saludable, por supuesto. La lectura de El cuarto secreto, de Claudia Ivonne Giraldo, ha sido una dicha y una lección para asumir de otro modo el tiempo, para vivir la vida en conexión más profunda conmigo mismo, con mi cuerpo, con mi entorno. Qué bella y sabia obra la de Claudia, qué agradecido me siento con la vida por haber llegado a ella justo en este punto.