TODOS TUS MUERTOS
Por Juan Carlos Vásquez Prudencio*
El auto negro apareció esta mañana sucio, como si lo hubieran traído fugado de algún lado, con el barro en todas partes, los limpia parabrisas arrastrando la mugre, en los vidrios que hacía difícil su movimiento pendular, un chirrido en las plumas cada vez que subían o bajaban, por el lodo, las hojas secas, las mariposas nocturnas multicolores extraviadas en la noche buscando la luz que las acoja apretujados ahora contra el vidrio, parecía que hubiera venido esquivando charcos, o saltando sobre ellos, traía en los guardafangos, una mezcla de lodo y mierda, los vidrios laterales raybanizados por el barro, fue sorpresa para todo el barrio verlo estacionado esta mañana de domingo, cuando salían las beatas de madrugada con los primeros luces del día en el horizonte, envueltas en su mantilla negra de alpaca, caminado cabizbajas a misa de seis, con el despertar de los gallos y la primera campanada de la iglesia, de sonido ronco, seguida, de diferentes repiques, de tonos más suaves y altos, como concierto de navidad, la primera era la que más se oía, la que despertaba a todos, era la bronca del monaguillo de madrugar los domingos y tocar las campanas, preparar la misa, que no falte el pan y el vino, la Biblia en su lugar, los sahumerios humeantes de mano en mano, en la esquina el palo con la bolsa, para las limosnas, las beatas del barrio pasaron toda la misa, sin prestar atención al sermón del cura, respondiendo de memoria, señor ten piedad, por los pecados cometidos, ten piedaaad, la señal de la cruz con los ojos cerrados, santiguándose una y otra vez, mirándose entre ellas, preguntándose en voz baja, que hacia ese auto estacionado en la calle, de quién era, quién lo trajo, esperaron impacientes la voz del sacerdote que diga, tomó en sus manos el pan y el cáliz, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo, tomad, comed, bebed, esto es mi cuerpo, éste es el cáliz de mi sangre.