ENTRE DOS AGUAS
Recordándolo hoy, la historia convulsa que le ha tocado vivir empezó en la primera hora del año; la primera del siglo, del milenio. Ningún presagio oscuro. Aquella noche todo en torno suyo era exaltación y alegría. Ve luces, lluvia de luces cayendo sobre la cúpula de San Pedro. Se desgranan lentas y tan finas como tules desgarrados, mientras otras estallan en lo alto dibujando en el cielo bruscas estrellas o espléndidas corolas de fuego. Bajo su efímero resplandor, aparece de pronto, arrebatado a la oscuridad de la noche, el vasto y solemne panorama de Roma. Muchos de quienes minutos antes recibían con gritos y abrazos las doce de la noche, ahora se han asomado a la terraza del Palacio y callan, fascinados por el derroche de fuegos artificiales, de modo que puede escucharse, en el súbito silencio, el estampido de la pólvora en el aire. Él se ha quedado solo en el extremo de la terraza contemplando el reguero de luces que desciende con majestuosa lentitud sobre la Basílica, cuya cúpula parece también flotar en el aire de la noche. Ajeno a la fiesta, que minutos antes ardía en el salón y que minutos después, disipada la novedad de los fuegos de artificio, volverá a arder con mayor ímpetu, experimenta una extraña sensación de irrealidad como si estuviese soñando lo visto. Recuerda lo inalcanzable que veía el año dos mil cuando estaba en el liceo. Nunca llegó a imaginar que vería su llegada. Y ahora que en Roma, donde vive desde hace cinco años, lo recibe el nuevo milenio con resplandores de júbilo, lo asalta la zozobra de una pregunta: ¿Cuántos años le quedan por vivir y, sobre todo, dónde y cómo los vivirá?
Lo sorprende una voz a su lado:
—Te veo muy callado. ¿En qué piensas?